Al rememorar su visita a Oxford, Harriet se dio cuenta de que había alterado. Había empezado a tomarse a Wimsey como algo normal, como se podría tomar como algo normal la dinamita una fábrica de munición, pero descubrir que simplemente el sonido de su nombre aún tenía el poder de provocar tales explosiones en su interior, que la molestaban por igual, muchísimo, que otros elogiaran o censuraran a Peter, despertaba el recelo de que la dinamita quizá siguiera siendo dinamita, por inocua que pudiera parecer por la costumbre.
En la chimenea de su salón había una nota, con la letra pequeña y complicada de Peter. En ella la informaba de que lo había avisado el inspector jefe Parker, que se encontraba en el norte Inglaterra con dificultades en un caso de asesinato, y que por consiguiente lamentaba tener que cancelar su cita de aquella semana. ¿Le haría el favor de utilizar las entradas, que él no podía emplear por falta de tiempo?
Harriet apretó los labios al leer la última frase, tan cautelosa. Desde una ocasión espantosa, durante el primer año de su relación, en la que él se arriesgó a enviarle un regalo de Navidad, y en un arrebato de orgullo y vergüenza ella se lo devolvió con un amargo reproche, Peter se había guardado muy mucho de ofrecerle nada que pudiera ni remotamente considerarse un regalo material. Si hubiera desaparecido de la faz de la tierra, no había nada entre las cosas de Harriet que le recordara a él. Cogió las entradas y titubeó. Podía regalarlas, o aprovecharlas para ir con alguien. Al final pensó que no le apetecía pasarse toda la obra con una especie de fantasma de Banquo disputándose la butaca de al lado con otra persona. Metió las entradas en un sobre, las envió al matrimonio que la había llevado a Ascot, rompió la nota por la mitad y la depositó en la papelera. Tras haberse deshecho de Banquo, respiró con más libertad y se enfrentó al siguiente incordio del día. Consistía en revisar tres libros suyos para una nueva edición. Releer las propias obras suele ser una tarea deprimente, y una vez que hubo terminado se sintió hastiada y disgustada consigo misma. Los libros estaban bien como tales, e incluso eran estupendos como ejercicio intelectual, pero les faltaba algo; tenía la sensación de haberlos escrito con cierta reserva mental, con el empeño de no dejar traslucir sus opiniones ni su personalidad. Reflexionó asqueada sobre una conversación tan superficial Como ingeniosa sobre la vida matrimonial entre dos de los personajes. Podría haber hecho algo mucho mejor si no hubiera tenido miedo de ponerse en evidencia. Lo que la estorbaba era la sensación de estar en medio de las cosas, demasiado cercana a ellas, oprimida e intimidada por la realidad. Si conseguía distanciarse de sí misma, lograría confianza y más autocontrol. Ese era el gran don con el que, a pesar de sus limitaciones, podía considerarse afortunado el intelectuaclass="underline" la mirada nítida, directa al objeto, ni debilitada ni distraída por cuestiones íntimas.
Conque intimidad, ¿eh?, dijo Harriet para sus adentros mientras metía las pruebas en papel de embalar, de mal humor.
No a solas aun cuando a solas estás,
¡oh, Dios, que mi intimidad de ti pudiera guardar!
Se alegró lo indecible de haberse librado de las entradas.
De modo que cuando Wimsey volvió de su expedición por el norte, ella fue a verlo con ánimo beligerante. Wimsey le había pedid que cenara con él, en esta ocasión en el Egotists Club, un lugar in sólito. Era sábado, y tenían toda la sala para ellos solos. Harriet habló de su visita a Oxford y aprovechó la ocasión para enumerar u serie de prometedoras estudiantes que habían destacado en la Universidad y después se habían apagado por el matrimonio. Wimsey concedió sin entusiasmo que esas cosas ocurrían con demasiada frecuencia, y puso como ejemplo a un pintor de gran talento que empujado por la ambición social de su esposa, se había convertid en una auténtica máquina de retratos académicos.
– Desde luego, en ocasiones la pareja simplemente tiene celda o es egoísta -añadió sin gran convicción-. Pero en la mitad los casos es pura estupidez. No lo hacen a propósito. Es sorprendente las pocas personas que realmente cumplen lo que se proponen en Año Nuevo.
– No creo que pudieran evitarlo, cualesquiera que fueran propósitos. Lo que les hace la trastada es la personalidad de los demás.
– Sí. Del dicho al hecho hay mucho trecho. Es lo que pasa siempre. Puedes decir que no vas a meterte en el alma de otra persona, pero lo haces, por el mero hecho de existir. La pega que tiene es la dificultad práctica, por así decirlo, de no existir. Es decir, aquí estamos todos, y ¿qué podemos hacer?
– Bueno, supongo que algunas personas sienten la necesidad de convertir las relaciones personales en el trabajo de toda su vida. En tal caso, muy bien, pero ¿y los demás?
– Una lástima, ¿verdad? -replicó Peter, con un dejo de picardía que molestó a Harriet-. ¿Crees que se deberían eliminar por completo los contactos humanos? Siempre tienes que pelearte con el carnicero, el panadero o la casera. ¿O las personas con cerebro deberían quedarse quietecitas y dejarse cuidar por los que tienen corazón?
– Eso es muy frecuente.
– Cierto. -Peter llamó al camarero por quinta vez para que le recogiera la servilleta a Harriet-. ¿Por qué los genios son malos maridos y todo eso? Pero ¿qué hacer con las personas que sufren la maldición de tener cerebro y corazón?
– Perdona que se me caigan las cosas. Es que esta seda es muy resbaladiza. Bueno, ese es el problema, ¿no? Empiezo a pensar que tendrían que elegir.
– ¿No comprometerse?
– No creo que el compromiso funcione.
– ¡Que precisamente yo tenga que oír vituperios contra el compromiso en boca de una persona de sangre inglesa!
– Bueno, yo no soy totalmente inglesa. Tengo un poquito de irlandesa y de escocesa.
Lo cual viene a demostrar que eres inglesa. Ninguna otra raza Presume de mestizaje. Yo soy inglés casi hasta el bochorno, porque tengo una decimosexta parte de francés, aparte de las nacionalidades de costumbre, es decir, que llevo el compromiso en la sangre. Sin embargo, ¿dónde me clasificarías? ¿Entre los que tienen cerebro o los que tienen corazón?
– Nadie podría negar que tienes cerebro -contestó Harriet
– ¿Y quién lo niega? Y tú podrás negar mi corazón, pero mal dita sea si puedes negar su existencia.
– Argumentas como un ingenio de la época isabelina… d. significados con el mismo término.
– El término es tuyo. Tendrás que negar algo si quieres ser como el sacrificio de César.
– ¿El sacrificio de César…?
– Una bestia sin corazón. ¿Se te ha vuelto a caer la servilleta.
– No, esta vez ha sido el bolso. Está debajo de tu pie izquierdo.
– Ah! -Peter miró a su alrededor, pero el camarero había desaparecido-. Bueno -añadió sin moverse-, la función del corazón es servir al cerebro, pero en vista de que…
– No te molestes, por favor. No tiene importancia -lo interrumpió Harriet.
– … en vista de que tengo dos costillas rotas, mejor no hago nada, porque como me agache, a lo mejor no vuelvo a levantarme.
– ¡Válgame Dios! -exclamó Harriet-. Ya me parecía a que estabas un poco rígido. ¿Por qué demonios no me lo has dicho en lugar de quedarte ahí haciéndote el mártir e induciéndome a que te juzgue mal?
– Al parecer, no soy capaz de hacer nada bien -dijo Peter tono lastimero.
– ¿Cómo te las rompiste?