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– Me caí de un muro de una forma muy poco elegante. Tenía un poco de prisa, porque había un tipo de aspecto patibulario al otro lado con una pistola. No fue tanto el muro como la carretilla que había debajo. Y en realidad, no son tanto las costillas como el esparadrapo. Aprieta como un demonio y el picor es infernal.

– Qué horror. No sabes cuánto lo siento. ¿Qué fue del tipo de la pistola?

– Pues no creo que las complicaciones personales vayan a darle más molestias.

– Si la suerte hubiera jugado del otro lado, supongo que serías tú quien no tendrías más molestias.

– Probablemente no. Y entonces tampoco te habría causado más molestias a ti. Si hubiera tenido la cabeza donde tenía el corazón, quizá habría aceptado de buen grado esa solución, pero como en aquel momento tenía la cabeza puesta en mi trabajo, salí corriendo con la mayor rapidez posible, con el fin de vivir lo suficiente para terminar el caso.

– Pues me alegro, Peter.

– ¿En serio? Eso demuestra lo difícil que le resulta incluso al cerebro más poderoso no tener corazón. Veamos. Hoy no es día de pedirte que te cases conmigo, y unos cuantos metros de esparadrapo no bastan para que sea una ocasión especial, pero si no te importa, vamos a tomar café en el salón, porque esta silla me empieza a parecer tan dura como la carretilla y me está destrozando en los mismos sitios.

Se levantó con cautela. Llegó el camarero y le devolvió el bolso a Harriet, junto con unas cartas que ella había recogido de manos del cartero al salir de casa y había metido en el bolsillo exterior del bolso sin leerlas. Wimsey guió a su invitada hasta el salón, la acomodó en una silla y se agachó con una mueca para sentarse en la esquina de un sofá.

– Un buen trecho hasta llegar abajo, ¿no?

– En cuanto llegas está bien. Perdona por presentarme siempre en un estado tan lamentable. Naturalmente, lo hago á propósito, para llamar la atención y despertar lástima, pero me terno que la maniobra es demasiado evidente. ¿Quieres un licor con el café, o un brandy? Dos brandys añejos, James.

– Muy bien, señor. Han encontrado esto bajo la mesa del comedor, señorita.

– ¿Más objetos perdidos? -dijo Wimsey, mientras cogía una tarjeta postal. Al ver que Harriet se sonrojaba y fruncía el entrecejo con expresión de asco, preguntó-: ¿Qué es esto?

– Nada -contestó Harriet, metiendo el garabato en el bolso… Peter la miró.

– ¿Te llegan cosas así con frecuencia?

– ¿Qué cosas?

– Porquerías anónimas.

– Ya no tanto. Encontré una en Oxford, pero antes llegaban en todos los repartos del correo. No te preocupes; estoy acostumbrada. Ojalá lo hubiera visto antes de venir aquí. Es terrible que me haya caído en el club y lo hayan leído los criados.

– Una cabeza loca, eso es lo que eres. ¿Puedo verlo?

– No, Peter. Por favor.

– Dámelo.

Harriet le tendió la postal sin levantar los ojos. «Pregúntale a novio el del título si le gusta el arsénico en la sopa. ¿Qué le diste para que te sacara?», preguntaba.

– ¡Por Dios, qué asquerosidad! -exclamó Peter con amargura-. Así que en eso te estoy metiendo. Debería haberlo sabido Era prácticamente imposible que no ocurriese, pero como tú decías nada, me he dejado llevar por el egoísmo.

– No importa. Es una de las consecuencias, y tú no puedes hacer nada.

– Podría tener la consideración de no exponerte a ti. Sabe Dios que has intentado con todas tus fuerzas librarte de mí. Aún más; creo que has utilizado todos los instrumentos posibles para apartarme de ti, salvo ese.

– Bueno, sabía que lo detestarías, y no quería hacerte daño. -¿Que no querías hacerme daño?

Harriet comprendió que aquello debía de parecerle una completa locura.

– Lo digo en serio, Peter. Ya sé que te he dicho las cosas más espantosas que se me han ocurrido, pero tengo mis límites. -La invadió una repentina oleada de ira-. Por Dios, ¿es que realmente piensas eso de mí? ¿Crees que no hay bajeza ante la que no me rinda?

– Estarías plenamente justificada si me dijeras que he estado haciéndote las cosas aún más difíciles al darte tanto la lata.

– ¿Ah, sí? ¿Esperabas que te dijera que estabas empañando mi reputación cuando no tenía reputación que empañar? ¿Qué te dijera que me salvaste de la horca, muchas gracias, pero que me pusiste en la picota? ¿Que mi nombre no es más que barro, pero que lo tratas como una azucena? No soy tan hipócrita.

– Comprendo. La pura verdad es que lo único que hago es amargarte un poco más la vida. Eres muy generosa al no decirlo. -¿Por qué te has empeñado en verlo?

– Porque -respondió Peter encendiendo una cerilla y acercando la llama a una esquina de la tarjeta- si bien estoy dispuesto a huir de los matones con pistolas, con otros problemas prefiero enfrentarme cara a cara. -Tiró el papel ardiendo en el cenicero y aplasto las cenizas. A Harriet le vino a la memoria el mensaje que había encontrado en una manga-. No tienes que reprocharte nada Tú no me lo dijiste; lo descubrí yo solo. Admitiré la derrota y me despediré. ¿De acuerdo?

El camarero del club dejó las copas de brandy sobre la mesa. Con la mirada clavada en las manos, Harriet entrelazaba los dedos. Peter la observó unos momentos y después dijo con dulzura:

– No te pongas tan trágica. Se está enfriando el café. Al fin y cabo, me queda el consuelo de que «no tú, sino el destino me ha vencido». Resurgiré con mi vanidad intacta, que ya es algo.

– Peter, me temo que no soy muy consecuente. He venido aquí esta noche con la firme intención de decirte que lo dejes, pero preferiría librar mis propias batallas. Yo… yo… -miró hacia arriba y añadió temblorosa-, ¡maldita sea si dejo que por mí te liquiden los matones o los que envían cartas anónimas!

Peter se enderezó bruscamente, de modo que su exclamación de alegría se tornó en un gemido.

– ¡Maldito sea el esparadrapo este! Harriet, tienes agallas, ¿verdad? Dame la mano y lucharemos hasta el final. ¡Vamos! Nada de eso. En este club no se llora. No ha ocurrido nunca, y si me deshonras de esa manera, tendré una pelea con los del comité, y probablemente cerrarán los servicios de señoras.

– Lo siento, Peter.

– Y no me pongas azúcar en el café.

Un poco más tarde, tras haberle tendido un fuerte brazo para liberarlo de las arduas profundidades del sofá, entre palabrotas, y haberlo despachado para que obtuviera el descanso que lógicamente desearía, entre los dolores del amor y del esparadrapo, Harriet tuvo tiempo para pensar tranquilamente que si el destino había vencido a alguno de los dos, desde luego no había sido a Peter Wimsey. Él conocía a la perfección el truco con el que el luchador deja que la fuerza del adversario se deje vencer a sí misma. Sin embargo, ella sabía con toda certeza que si, cuando él le había preguntado si se marchaba, ella hubiera contestado con amabilidad pero con firmeza: «Lo siento, pero pienso que sería lo mejor», el asunto habría llegado al final deseado.

– Ojalá tuviera una actitud firme -le dijo a la amiga del viaje por Europa.

– Pero si la tiene -replicó la amiga, que era una persona de ideas claras-. Él sabe lo que quiere, y el problema es que tú no. Ya sé que no es agradable poner punto final a las cosas, pero no entiendo por qué tiene que hacerte él todo el trabajo sucio, sobre todo si no quiere que se haga. Con respecto a las cartas anónimas, me parece ridículo prestarles la menor atención.

A su amiga le resultaba fácil hablar así, pues llevaba una vida activa y laboriosa, sin puntos vulnerables.

– Peter dice que debería tener una secretaria que las cribara.

– Pues me parece muy práctico -dijo la amiga-. Pero supongo que, como es un consejo suyo, encontrarás alguna razón ingeniosa para no seguirlo.

– No soy tan mala -replicó Harriet, y contrató a una secretaria.