Así siguieron las cosas durante varios meses. Harriet no volvió a hacer ningún esfuerzo por discutir sobre las exigencias del corazón frente a las del cerebro. Ese tipo de conversaciones desembocaban en un Peligroso intercambio de personalidades en el que Peter, con un ingenio más vivo y mayor autocontrol, siempre podía acorralarla sin ponerse en evidencia. Solo con una aspereza brutal lograba que él bajara la guardia, y empezaba a tener miedo a esos feroces impulsos.
En el ínterin no recibió noticias de Shrewsbury College, salvo que un día del bimestre de otoño apareció un párrafo en uno de los diarios más estúpidos de Londres sobre una «novatada de estudiantas» en el que se informaba al mundo de que alguien había encendido una hoguera con las togas en el patio de Shrewsbury y de que «la señora jefa» estaba tomando medidas disciplinarias. Por supuesto, las mujeres siempre eran noticia. Harriet escribió una ácida carta al periódico, señalando que «estudiante» o «alumna» serían términos más apropiados que «estudiantas» y que la forma correcta de denominar a la doctora Baring era «rectora». Lo único que consiguió fue la publicación de una carta al director del periódico encabezada como «Damas universitarias» y una referencia a «las encantadoras chicas universitarias».
Le explicó a Wimsey -daba la casualidad de que era la persona del género masculino que tenía más a mano para ensañarse- que esas ordinarieces eran la típica actitud del hombre medio hacia las inquietudes intelectuales de las mujeres. Él replicó que los malos modales le daban asco en toda ocasión, pero ¿acaso era peor que en un titular mencionaran a los monarcas extranjeros solamente con el nombre de pila?
No obstante, unas tres semanas antes del final del bimestre de Pascua, Harriet tuvo que volver a atender asuntos de la universidad, de una forma más personal y más alarmante.
Febrero se aproximaba a marzo sollozante y lacrimoso cuando recibió una carta de la decana.
Querida señorita Vane:
Me dirijo a usted para preguntarle si podría venir a Oxford para la apertura de la nueva ala de la biblioteca, que será inaugurada por el rector el próximo jueves. Como bien sabe, esta ha sido siempre la fecha oficial de apertura, si bien teníamos la esperanza de que los edificios estuvieran habitables al comienzo del curso, pero entre el conflicto en la empresa del contratista y la inoportuna enfermedad del arquitecto, nos retrasamos terriblemente, de modo que estará listo justo a tiempo. En realidad, la decoración interior frente a la planta baja todavía no está acabada, pero, francamente, no podíamos pedirle a lord Oakapple que cambiase la fecha, porque es un hombre muy ocupado y, al fin y al cabo, lo principal es la biblioteca, no las instalaciones para las profesoras, por mucho que las pobres necesiten un refugio.
Estamos impacientes por su llegada -me refiero a la doctora Baring y a mí-, si puede encontrar un hueco entre los innumerables compromisos que sin duda tendrá. Nos alegraría mucho contar con su consejo sobre algo sumamente desagradable que está ocurriendo aquí. No es que esperemos que una autora de novelas policíacas sea policía, pero sé que usted ha participado en una investigación real y estoy segura de que sabe mucho más que nosotras de cómo encontrar malhechores.
¡No vaya a pensar que nos están asesinando en la cama! En cierto sentido, no estoy muy segura de que no resultara más fácil enfrentarse a «un asesinato claro y limpio». Lo cierto es que somos víctimas de una mezcla de Poltergeist y anónimos insultantes, y ya se puede imaginar lo repugnante que le resulta a todo el mundo. Creemos que las cartas empezaron a llegar hace cierto tiempo, pero al principio nadie les prestó demasiada atención. Supongo que todo el mundo recibe mensajes anónimos de mal gusto de vez en cuando, y aunque algunas de esas barbaridades no han llegado por correo, en un lugar como este nada impide que cualquiera entre en la conserjería o incluso en el college y las deje, pero la destrucción gratuita de la propiedad es otra historia, y el último ataque ha sido tan abominable que algo hay que hacer. La Prosodia inglesa de la pobre señorita Lydgate (usted vio la monumental obra, aún en proceso de redacción) ha quedado desfigurada y mutilada de la forma más repulsiva que se pueda imaginar, algunos manuscritos importantes han sido destruidos por completo, y tendrá que reescribirlos desde el principio. La pobrecilla estuvo a punto de echarse a llorar, y lo más preocupante es que tenemos la impresión de que hay que responsabilizar a alguien del college. Suponemos que alguna alumna está resentida con el claustro, pero tiene que ser algo más que rencor; debe de ser una especie de chifladura espantosa.
No nos atrevemos a llamar a la policía… Si hubiera visto las cartas comprendería que no conviene airearlas, y usted sabe cómo funcionan estas cosas. Supongo que habrá reparado en ese despreciable periódico que hablaba sobre la hoguera del pasado noviembre. No llegamos a descubrir quién lo hizo, y naturalmente, pensamos que se trataba de una broma absurda, pero ahora nos estamos planteando si no formaría parte de un plan.
Por tanto, si pudiera concedernos un poco de su tiempo y del fruto de su experiencia, le quedaríamos sumamente agradecidas. Debe de existir una forma de sobrellevarlo… Desde luego, no podemos seguir con semejante acoso, pero es una tarea tremendamente difícil descubrir nada en un sitio como este, con ciento cincuenta alumnas y todas las puertas abiertas día y noche.
¡Lamento que sea una carta un tanto incoherente, pero es que parece que todo apremia, con la inauguración a la vuelta de la esquina, las pruebas de selección y el papeleo de las becas revoloteando como hojas en Vallombrosa! Con la esperanza de verla el próximo jueves, se despide atentamente,
LETITIA MARTIN
¡Qué curioso! Justo lo que hacía falta para causar el mayor daño imaginable a las mujeres universitarias, no solo en Oxford, sino en todas partes. Por supuesto, en cualquier comunidad se corre el riesgo de albergar a alguien indeseable, pero evidentemente, los padres no estarían dispuestos a enviar a sus inocentes criaturas a ciertos lugares en los que proliferasen las anomalías psicológicas. Aunque aquella campaña difamatoria no desembocara en un auténtico desastre (y nunca se sabe hasta dónde puede llegar la gente al sentirse acosada), sacar a relucir los trapos sucios no era precisamente lo que más podía favorecer a Shrewsbury. Porque, aunque quizá nueve décimas partes del barro no se lanzara al azar, el resto fácilmente podía dragarse del fondo del pozo de la verdad, y no habría quien lo limpiara.
¿Quién iba a saberlo mejor que ella? Sonrió con sarcasmo ante la carta de la decana. «El fruto de su experiencia»… Sí, claro. Aquellas palabras habían sido escritas de una forma totalmente inocente, por supuesto, y sin la menor intención de hurgar en la herida. A la señorita Martín no se le habría pasado por la cabeza escribir cartas insultantes a una persona que había sido absuelta del delito de asesinato, como tampoco se le habría ocurrido que pedir consejo a la señorita Vane para enfrentarse con aquel problema era como mentar la soga en casa del ahorcado. Se trataba simplemente de uno de esos ejemplos de falta de tacto al que son tan proclives las mujeres cultas y enclaustradas, alejadas del mundanal ruido. La decana se habría quedado horrorizada si hubiera sabido que, por humanidad, Harriet era la última persona a la que se debería haber recurrido para semejante asunto, y que incluso, en el propio Oxford, en el propio Shrewsbury College…
En el propio Shrewsbury College, y en la celebración de fin de curso. Ahí estaba la cuestión. La carta que Harriet había encontrado en una manga la habían puesto en Shrewsbury College y en la noche de la celebración. No solo eso; también estaba el dibujo que había recogido en el patio. ¿Formaba parte alguna de esas cosas, o ambas, de su lamentable disputa con el mundo? ¿O más bien habría que relacionarlas con el posterior estallido de violencia en el college? Parecía inverosímil que Shrewsbury hubiese albergado a dos locas de mente calenturienta en tan rápida sucesión, pero si aquellas dos locas eran una y la misma, las consecuencias eran alarmantes, y ella debía intervenir a toda costa, al menos para contar lo que sabía. En ciertos momentos hay que dejar a un lado los sentimientos personales en aras de lo público, y parecía que aquel era uno de ellos.