ROBERT BURTON
Harriet llegó a Oxford en medio de una asquerosa aguanieve que se colaba por las juntas de las ventanillas y obligaba al limpiaparabrisas a funcionar a pleno rendimiento. Nada parecido al anterior viaje en junio, pero el mayor cambio estaba en sus sentimientos. Entonces se sentía incómoda, reacia a ir allí, como la hija pródiga sin el atractivo romántico de las algarrobas y sin la certeza del ternero cebado. En esta ocasión, era el college el que había manchado su nombre requiriéndola como se requiere a un especialista, sin demasiada consideración por la moral privada, pero con una fe desesperada en la habilidad profesional. No es que le preocupara terriblemente el problema, ni que tuviera grandes esperanzas de resolverlo, pero ya era capaz de considerarlo un simple problema y una tarea que realizar. En junio, en cada recodo del camino se decía: «Todavía queda tiempo… Cincuenta kilómetros antes de empezar a sentirme incómoda…, treinta kilómetros más de respiro…, aún quedan quince kilómetros». En esta ocasión estaba lisa y llanamente ansiosa por llegar a Oxford lo antes posible, un estado de ánimo del que el mal tiempo quizá fuera en gran medida responsable. Bajó por Headington Hill sin mayor preocupación que un pasajero temor a derrapar, al cruzar el puente de Magdalen dirigió un cáustico comentario a un grupo de esforzados ciclistas, murmuro «¡Gracias a Dios!» al llegar a la verja de Saint Cross Road y saludó alegremente con un «buenas tardes» a Padgett, el portero.
– Buenas tardes, señorita. Vaya día malo que tenemos. La decana ha dejado un recado, que la señorita se aloje en la habitación de huéspedes del Tudor y que ha salido a una reunión pero que volverá para la hora del té. ¿Conoce la habitación de huéspedes, señorita? Bueno, supongo que ya era de su época, pero está en el puente nuevo, entre el edificio Tudor y el anexo del norte, donde estaba la casita, ¿sabe, señorita?, pero claro, lo han quitado y tendrá que subir por la escalera principal, delante de la sala de lectura occidental, señorita, lo que era antes la sala de estudiantes, antes de que hicieran la nueva entrada y cambiaran de sitio la escalera, y después a su derecha, y está a mitad del pasillo, señorita. No tiene pérdida, señorita. Cualquiera de las criadas se la indicará, si es que encuentra alguna a estas horas.
– Gracias, Padgett. Seguro que la encuentro. Voy a llevar el coche al garaje.
– No se moleste usted, señorita, que están cayendo chuzos de punta. Ya se lo llevo yo un poco más tarde. No le va a pasar nada en la calle. Y la maleta se la subo ahora mismo, señorita, solo que no puedo dejar la puerta sola hasta que vuelva la señora Padgett, que ha ido corriendo a la despensa, porque si no, le indicaría el camino yo mismo.
Harriet insistió en que no se molestara.
– No, si es muy fácil cuando se conoce el camino, señorita, pero entre lo que han tirado, lo que han construido y lo que han cambiado aquí y allá, resulta que muchas de las antiguas señoritas se nos pierden cuando vuelven a vernos.
– Yo no voy a perderme, Padgett.
Y en efecto, no tuvo la menor dificultad en encontrar la misteriosa habitación de huéspedes junto a la escalera desplazada y la casita inexistente. Observó que desde sus ventanas se dominaba el patio viejo, aunque el patio nuevo quedaba fuera del campo de visión y el edificio de la nueva biblioteca oculto por el ala anexa del Tudor.
Tras tomar el té con la decana, Harriet se encontró sentada en la sala del profesorado en una reunión informal de profesoras y tutoras presidida por la rectora. Ante ella tenía los documentos del caso, un desolador montoncito de sucios delirios. Habían recogido unos quince para someterlos a examen. Había media docena de dibujos, todos ellos muy parecidos al que había encontrado Harriet. Había varios mensajes, dirigidos a diversos miembros del claustro, en los que se las informaba, con epítetos tan variados como odiosos, de que sus pecados las descubrirían, que no eran aptas para la sociedad decente y que a menos que dejaran en paz a los hombres les ocurrirían cosas desagradables. Algunas misivas habían llegado por correo; otras las habían encontrado en el alféizar de las ventanas debajo de las puertas; todas estaban hechas con el mismo tipo de letras recortadas y pegadas en hojas de papel basto. Dos alumnas también habían recibido mensajes: uno dirigido a una estudiante de último curso, una chica muy educada e inofensiva que estudiaba clásicas; o a una tal señorita Flaxman, brillante alumna de segundo curso. Este último era más explícito que la mayoría, puesto que mencionaba un nombre: «SI NO DEJAS EN PAZ AL JOVEN FARRINGDON», decía, añadiendo un término insultante, «PEOR PARA TI».
Los demás elementos de la colección consistían, en primer lugar, en un librito escrito por la señorita Barton, La situación de las mujeres en el Estado moderno. El ejemplar era de la biblioteca, y lo habían encontrado un domingo por la mañana ardiendo alegremente en la chimenea de la sala de estudiantes de Burleigh House En segundo lugar, las pruebas y el manuscrito de la Prosodia Inglesa de la señorita Lydgate. La historia era como sigue. La señorita Lydgate al fin había cambiado todas las correcciones del texto a última prueba de página y destruido las anteriores revisiones. Después había entregado las pruebas, junto con el manuscrito de la introducción, a la señorita Hillyard, que se comprometió a examinarlos para verificar ciertas referencias históricas. La señorita Hillyard declaró que los había recibido un sábado por la mañana y se los había llevado a sus habitaciones (que estaban en la misma escalera que las de la señorita Lydgate, en la planta de arriba). Después había llevado a la biblioteca (es decir, a la biblioteca del Tudor, que estaba a punto de ser reemplazada por la biblioteca nueva), y estuvo trabajando un rato con la ayuda de varios libros de consulta. Dijo que había estado sola, salvo por una persona, a la que no había llegado a ver, que se movía de un lado a otro en el cubículo del fondo. Fue a almorzar al comedor y dejó los papeles en la mesa de la biblioteca. Después de comer fue al río para someter a una prueba de remo a unas alumnas de primer curso. Cuando volvió a la biblioteca después del té para reanudar el trabajo, vio que los papeles habían desaparecido de la mesa. Al principio pensó que la señorita Lydgate había entrado y, al verlos allí, se los había llevado para hacer algunas de sus famosas correcciones. Fue a las habitaciones de la señorita Lydgate para preguntarle qué había pasado, pero no estaba. Dijo que la había sorprendido un poco que la señorita Lydgate los hubiera recogido sin dejarle una nota para advertirla, pero no se preocupó de verdad hasta que, tras volver a llamar a la puerta de la señorita Lydgate antes de ir al comedor, se acordó de repente de que la tutora de inglés había dicho que se iría antes del almuerzo y que iba a pasar un par de noches en la ciudad. Naturalmente, de inmediato se puso en marcha una investigación, pero no se averiguó nada hasta que, lunes por la mañana, justo después de ir a la capilla, se encontraron las pruebas perdidas, desparramadas por el suelo y la mesa de la sala de profesoras. Las encontró la señorita Pyke, que fue la primera profesora que entró aquella mañana en la habitación. La criada encargada de quitar el polvo en la sala tenía la plena certeza de que no había semejantes cosas por allí antes de la misa en la capilla, y por el aspecto que presentaban los papeles daba la impresión de que alguien los había tirado por la ventana al pasar, algo que podría haber hecho cualquiera sin la menor dificultad. Sin embargo, nadie había visto nada sospechoso, a pesar de que interrogaron a todas las personas del college, y sobre todo a quienes habían llegado más tarde a la capilla y a las alumnas cuyas ventanas daban a la sala de profesoras.