Выбрать главу

Había pasado tanto tiempo… Todo parecía cerrado, cercado, cercenado como a golpe de espada de los amargos años que se extendían entre medias. ¿Cómo enfrentarse a aquello? ¿Qué le dirían aquellas mujeres, a ella, Harriet Vane, que se había graduado con sobresaliente en inglés y se había marchado a Londres a escribir novelas policíacas, a vivir con un hombre con el que no se había casado y por cuyo asesinato había sido juzgada, con la consiguiente mala fama? No era la clase de trayectoria profesional que deseaba Shrewsbury para sus antiguas alumnas.

No había vuelto; al principio, porque le tenía demasiado cariño a aquel lugar, y una ruptura definitiva le parecía mejor que un lento desgarramiento, y también porque, cuando murieron sus padres, sin dejarle nada, la lucha por ganarse la vida le había absorbido todo el tiempo y todos los pensamientos. Y después, la descarnada sombra del patíbulo, interponiéndose entre aquel patio inundado de sol y ella. Pero ¿y ahora…?

Volvió a coger la carta. En ella le suplicaban que asistiera a las celebraciones de fin de curso de Shrewsbury, una de esas súplicas que difícilmente se pueden desoír, de una amiga a la que no veía desde que terminaron sus estudios, casada y distanciada de ella, pero que había caído enferma y deseaba ver a Harriet antes de ir al extranjero para una operación arriesgada y delicada.

Mary Stokes, tan guapa y fina como la señorita Patty en la obra de teatro de segundo año, tan encantadora y refinada, era el centro social de aquel año. Parecía extraño que le hubiera tomado tanto cariño a Harriet Vane, desgarbada y destemplada y no precisamente muy dotada para la vida social. Mary siempre iba delante, y Harriet la seguía, como cuando paseaban en batea por el Cherwell con sus fresas y sus termos, o cuando subieron juntas a la torre de Magdalen un Primero de Mayo antes del amanecer y notaron el bamboleo del edificio bajo sus pies con el voltear de las campanas. Cuando se quedaban hasta tarde junto a la chimenea, tomando café y galletas de jengibre, era siempre Mary quien llevaba la voz cantante en las largas conversaciones sobre el amor, el arte, la religión y cuestiones de ciudadanía. Todas sus amigas decían que Mary estaba destinada a obtener la máxima calificación, y las oscuras e inescrutables profesoras fueron las únicas que no se sorprendieron cuando salieron las listas de las calificaciones: sobresaliente para Harriet y una nota más baja para Mary. Y después Mary se casó y apenas se volvió a saber de ella, salvo que visitaba el college con una frecuencia enfermiza y no se perdía ni una sola reunión de antiguas alumnas ni una celebración de fin de curso; pero Harriet había roto sus antiguos lazos y quebrantado la mitad de los mandamientos, había arrastrado su reputación por el barro y ganado dinero, tenía a sus pies a lord Peter Wimsey, tan rico y tan divertido, se casaría con él si ella quería y estaba llena de energías, de amargura y de las dudosas recompensas de la fama. Prometeo y Epimeteo habían intercambiado los papeles, o eso parecía; pero para el uno estaba la caja de todos los males y para el otro la roca desnuda y el águila, y Harriet pensaba que jamás podrían volver a encontrarse en terreno común.

– ¡Pero por Dios! -exclamó-. No voy a ser una cobarde. Iré, y que pase lo que tenga que pasar. Nada puede hacerme más daño del que ya me han hecho. ¿Y qué importa, al fin y al cabo?

Rellenó la invitación, escribió la dirección, le puso el sello con decisión y bajó rápidamente a echarla al buzón antes de arrepentirse.

Atravesó lentamente el jardín de la plaza, remontó la escalera de piedra de estilo Robert Adam que llevaba hasta su piso y, tras rebuscar infructuosamente en un armario, volvió a salir y subió con igual lentitud hasta el rellano de la última planta. Sacó a rastras un añoso baúl, le quitó el candado y levantó la tapa. Olor a frío, a cerrado. Libros. Ropa desechada. Zapatos viejos. Viejos manuscritos. Una corbata descolorida, de su amante muerto… ¡Qué horrible que aquello siguiera allí! Hurgó en el fondo y sacó un bulto negro a la luz salpicada de polvo. La toga, que solo se había puesto una vez, con ocasión de la graduación, no había sufrido por la prolongada reclusión: los rígidos pliegues se soltaron sin apenas una arruga. La seda carmesí de la muceta relucía magníficamente. Tan solo el birrete mostraba leves vestigios de la acción de la polilla. Al sacudir la pelusa, una mariposa parda, interrumpida su hibernación bajo la tapa del baúl, salió revoloteando hacia la claridad de la ventana, donde quedó atrapada en una telaraña.

Harriet se alegró de poder permitirse el lujo de tener su propio coche. Su entrada en Oxford no se parecería en nada a sus anteriores llegadas en tren. Podría desoír durante unas horas más al plañidero fantasma de su juventud perdida y convencerse de que era una extraña, una viajera, una mujer de posibles con una posición en el mundo. La carretera serpenteante iba quedando atrás; los pueblos brotaban del paisaje verde a su alrededor, con los rótulos de sus posadas y las gasolineras, las tiendas, el policía y los cochecitos de niño, y a cada curva se perdían en el olvido. Junio se moría entre las rosas, los setos oscurecían, tornándose de un verde más apagado; el ladrillo rojo que se desparramaba sin miramientos junto a la carretera era recordatorio de que el presente se construye inexorablemente sobre los campos vacíos del pasado. Comió cómodamente en High Wycombe, un almuerzo sustancioso regado con media botella de vino blanco, y le dio una generosa propina a la camarera. Estaba ansiosa por establecer las mayores diferencias posibles con la estudiante de antaño que tendría que haberse conformado con un paquete de emparedados y un café bajo las ramas de un árbol en una carretera secundaria. A medida que se envejece, a medida que vas estableciéndote en la vida, más placer obtienes de lo formal. El vestido para la recepción al aire libre, que había elegido para que combinara con la toga y la parafernalia académica, estaba pulcramente doblado en su maleta. Era largo y austero, de sencillo crepé negro, irreprochable. Debajo estaba el vestido de noche para la cena, de un intenso color violeta, de un corte tan excelente como comedido, sin indecorosas exhibiciones de la espalda ni el pecho: no ofendería a los retratos de las difuntas rectoras que mirarían desde el roble que se añejaba lentamente en el comedor.

Headington. Ya estaba muy cerca, y se le hizo un nudo frío en el estómago, muy a su pesar. Headington Hill, la cuesta que tan penosamente y con tanta frecuencia había subido, empujando una destartalada bicicleta. En aquellos momentos parecía menos pronunciada, al descenderla decentemente tras la rítmica vibración de cuatro cilindros, pero cada hoja y cada piedra la saludaban con la impertinente familiaridad de una antigua compañera de colegio. A continuación la estrecha calle, con sus tiendas desordenadas, pegadas unas a otras, como la calle mayor de un pueblo; habían ensanchado y mejorado un par de tramos, pero había pocos cambios reales en los que refugiarse.

El puente de Magdalen. La torre de Magdalen. Y allí, absolutamente ningún cambio; tan solo la persistencia cruel e indiferente de la obra humana. Allí había que empezar a armarse de valor en serio. Long Wall Street, Saint Cross Road. La mano de hierro del pasado aprisionándote las entrañas. La verja del college, y había que traspasarla.