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Había un nuevo portero en la conserjería de Saint Cross, que oyó el nombre de Harriet sin inmutarse y lo comprobó en una lista. Ella le dio la maleta, llevó el coche a un garaje de Mansfield Lane [1] y después, con la toga colgada del brazo, pasó del patio viejo al nuevo y, por una fea entrada de ladrillo, de reciente construcción, al edificio Burleigh.

No se encontró con nadie de su época ni en los pasillos ni en la escalera. Tres condiscípulas de una promoción bastante más antigua se saludaban con efusividad infantil a la puerta de la sala de estudiantes, pero no conocía a ninguna y pasó junto a ellas sin hablar y sin que nadie le dirigiera la palabra, como un fantasma. Tras pensar un poco, reconoció la habitación que le habían asignado: en su época la ocupaba una mujer que la irritaba especialmente, que se había casado con un misionero y se había ido a China. La corta toga de la actual ocupante estaba colgada detrás de la puerta; a juzgar por los libros de las estanterías, estudiaba historia; a juzgar por sus objetos personales, era una novata con deseos de modernidad y muy poco gusto. La estrecha cama, sobre la que Harriet tiró sus cosas, estaba cubierta con una colcha de un verde chillón con un dibujo supuestamente futurista; encima había un mal cuadro de estilo neoclásico; una lámpara cromada de diseño angular y nada práctico insultaba cruelmente la mesa y el armario, que eran del college, de un estilo que solía asociarse a Tottenham Court Road, y como colofón y realce de la desarmonía, la presencia sobre la cómoda de una curiosa estatuilla o diagrama tridimensional en aluminio que guardaba bastante parecido con un sacacorchos gigantesco, con un rótulo en la base que rezaba ASPIRACIÓN. Con sorpresa y alivio, Harriet encontró tres perchas decentes en el armario. De acuerdo con las normas del college, el espejo era minúsculo y estaba colgado en el rincón más oscuro de la habitación.

Deshizo la maleta, se quitó la falda y la chaqueta, se puso la bata y fue en busca de un baño. Iba a dedicar tres cuartos de hora a cambiarse, y la instalación de agua caliente siempre había sido uno de los pequeños grandes logros de Shrewsbury. Había olvidado dónde se encontraban exactamente los baños en aquella planta, pero debían de estar a la izquierda. Una despensa, otra despensa, con avisos en las puertas: PROHIBIDO FREGAR DESPUÉS DE LAS 23 HORAS; tres retretes, también con avisos en las puertas: SE RUEGA APAGAR LAS LUCES AL SALIR; sí, y allí estaban: cuatro baños, con sus correspondientes avisos en las puertas: PROHIBIDO BAÑARSE DESPUÉS DE LAS 23 HORAS y, debajo, un desesperado apéndice: SI LAS ALUMNAS CONTINÚAN BAÑÁNDOSE DESPUÉS DE LAS 23 HORAS, SE CERRARÁN LOS BAÑOS A LAS 22.30. ES NECESARIA CIERTA CONSIDERACIÓN HACIA LAS DEMÁS PARA LA VIDA EN COMÚN. Firmado: L. MARTIN, DECANA. Harriet eligió el cuarto de baño más grande. Había otro aviso: NORMAS EN CASO DE INCENDIO, y una tarjeta con grandes mayúsculas impresas: EL SUMINISTRO DE AGUA CALIENTE ES LIMITADO. SE RUEGA NO DESPERDICIARLA. Con una sensación familiar de sometimiento a la autoridad, Harriet puso el tapón y abrió el grifo. El agua salía hirviendo, pero la bañera necesitaba urgentemente una capa de esmalte y la alfombrilla había visto días mejores.

Cuando terminó de bañarse se sintió mejor. Volvió a tener la suerte de no encontrarse con nadie conocido al regresar a su habitación. No estaba de humor para chismorreos nostálgicos en bata. Vio el nombre «Señora H. Attwood» dos puertas antes de la suya. La habitación estaba cerrada, y lo agradeció. En la puerta contigua a la suya no había nombre, pero mientras pasaba, alguien giró el pomo desde dentro, y empezó a abrirse lentamente. Harriet se refugió de un salto en su habitación y notó que le latía el corazón con una absurda rapidez.

El vestido negro le quedaba como un guante. Llevaba un pequeño canesú cuadrado, con mangas largas y ceñidas, suavizadas por un volante en las muñecas que llegaba casi hasta los nudillos. Resaltaba su figura hasta la cintura y caía hasta el suelo, sugiriendo el atuendo medieval. La tela mate pasaba inadvertida, para no eclipsar el leve brillo del popelín del ropaje académico. Colocó los pesados pliegues de la toga sobre los hombros, hacia delante, para que quedaran como una estola, serenamente. Con la muceta tuvo que pelearse un poco, hasta que recordó cómo había que colocarla a la altura del cuello para dejar al descubierto la brillante seda. Se la sujetó al pecho, sin signos visibles, para que quedara en su lugar, equilibrada, una hombrera negra y la otra carmesí. Agachándose e irguiéndose ante el absurdo espejo (saltaba la vista que la mujer que ocupaba aquellos días la habitación era muy baja), ajustó el blando birrete para que quedase plano y derecho, con un extremo hacia abajo, en medio de la frente. El espejo reflejó su cara, bastante pálida, de cejas negras que enmarcaban una nariz enérgica, demasiado ancha para resultar hermosa. Vio el reflejo de sus ojos, bastante cansados, desafiantes, unos ojos que habían visto el miedo y aún tenían una expresión cautelosa. La boca era la de quien ha sido generoso y se ha arrepentido de tanta generosidad; los anchos labios estaban apretados, para no revelar nada. Con el abundante pelo ondulado recogido bajo la tela negra, el rostro parecía dispuesto a entrar en acción. Frunció el entrecejo y se pasó las manos por la tela de la toga; después, aburrida del espejo, se volvió hacia la ventana, que daba al patio viejo, aunque más que un patio cuadrado era un jardín alargado, con los edificios del college alrededor. En un extremo habían colocado mesas y sillas sobre la hierba, a la sombra de los árboles. En el otro extremo, la nueva ala de la biblioteca, ya casi terminada, con las vigas al descubierto entre el bosque del andamiaje. Varios grupos de mujeres paseaban por el césped. Harriet se irritó al observar que la mayoría llevaba el birrete mal puesto y que una de ellas había cometido la estupidez de ponerse un vestido de color limón pálido con volantes de muselina, que quedaba ridículo bajo una toga.

Aunque, al fin y al cabo, los colores vivos son medievales, pensó. Y las mujeres no son peores que los hombres. Una vez vi al viejo Hammond en la procesión de la Encaenia con toga de doctor en música, traje de franela gris, botas marrones y corbata de lunares azules, y nadie le dijo nada.

De repente se echó a reír, y empezó a sentirse segura. Nadie puede quitarme esto. Sea lo que sea lo que haya hecho desde entonces, esto se mantiene. Becaria; licenciada; domina; senior member de esta universidad (statutum est quod Juniories Senioribus debitam et congruam reverentiam tum in privato tum in publico exhibeant); ocupo un lugar inalienable, digno de veneración.

Salió con paso firme de la habitación y llamó a la puerta al lado de la suya.

Las cuatro mujeres bajaron juntas al jardín, con lentitud, porque Mary estaba enferma y no podía andar deprisa. Y mientras caminaban, Harriet iba pensando: qué error, qué error he cometido… No debería haber venido. Mary es un cielo, como siempre, y tiene unas ganas tremendas de verme, pero no tenemos nada que decirnos. Y a partir de ahora la recordaré, siempre, como está ahora, con esa cara demacrada y esa expresión de fracaso. Y ella me recordará a mí tal y como estoy ahora, endurecida. Me ha dicho que yo daba la impresión de haber triunfado, y yo sé lo que eso significa.

Menos mal que Betty Armstrong y Dorothy Collins llevaban la conversación. Una de ellas se dedicaba a la cría de perros; la otra tenía una librería en Manchester. Saltaba a la vista que se habían mantenido en contacto, porque hablaban de cosas y no de personas, como quienes tienen intereses comunes. Mary Stokes (Mary Attwood de casada) parecía ajena a ellas, por la enfermedad, por el matrimonio, por -de nada servía cerrar los ojos a la verdad- una especie de estancamiento mental que no tenía nada que ver ni con la enfermedad ni con el matrimonio. Supongo que tenía uno de esos cerebros pequeños, como de verano, que florecen pronto y se agostan, pensó Harriet. Ahí está, mi amiga íntima, hablándome de mis libros con una especie de dolorosa admiración y cortesía. Y yo le hablo de sus hijos con una especie de dolorosa admiración y cortesía. No deberíamos haber vuelto a vernos. Es espantoso.

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[1] En este libro se considera que Mansfield Lane discurre desde Mansfield Road hasta Saint Cross Road, detrás de Shrewsbury College y cerca del cruce entre el Balliol y los campos de críquet de Merton tal y como existen en la actualidad.