Dorothy Collins interrumpió sus pensamientos con una pregunta sobre los contratos de las editoriales, y la respuesta las mantuvo ocupadas hasta que salieron al patio. Por el sendero se acercaba una briosa figura que se detuvo con un grito de bienvenida.
– ¡Pero si es la señorita Vane! ¡Qué agradable verla después de tanto tiempo!
Harriet se dejó acaparar agradecida por la decana, por la que siempre había sentido gran afecto y que había tenido la gentileza de escribirle en aquellos días en los que lo que más la ayudaba eran la bondad y la jovialidad. Conscientes del respeto debido a la autoridad, las otras tres siguieron andando; ya habían presentado sus respetos a la decana.
– ¡Cuánto me alegro de que haya podido venir!
– He sido muy valiente, ¿no cree? -replicó Harriet.
– ¡Vamos, vamos! -dijo la decana. Ladeó la cabeza y contempló a Harriet con ojos brillantes, como de pájaro-. No debe pensar en eso. A nadie le importa lo más mínimo. No somos momias, como podría parecer. Al fin y al cabo, lo que de verdad cuenta es el trabajo que hace, ¿no? Por cierto, la rectora está deseando verla. Le ha encantado Las arenas del crimen. Vamos a ver si podemos alcanzarla antes de que llegue el vicerrector. ¿Cómo ve a Stokes, quiero decir, Attwood? Es que nunca me acuerdo de su apellido de casada.
– Muy mal, francamente -respondió Harriet-. En realidad, he venido para verla… pero mucho me temo que no va a servir de nada.
– ¡Ah! -exclamó la decana-. Ha dejado de crecer. Supongo. Era amiga suya, pero yo siempre he pensado que era una cabeza de chorlito. Precoz, sí, pero con poco tesón. En fin, espero que la curen… Qué pesadez de viento… No hay manera de mantener el birrete en su sitio. Usted lo lleva divinamente. ¿Cómo lo consigue? Y he observado que las dos llevamos ropa como es debido debajo de la toga. ¿Se ha fijado en Trimmer, con ese espantoso vestido amarillo canario que parece una pantalla de lámpara?
– Sí, era Trimmer, claro. ¿Qué hace?
– Ay, Dios mío, se dedica a la salud mental. La alegría, el amor y todo eso… Ah, ya decía yo que encontraríamos a la rectora aquí.
Shrewsbury College había tenido suerte con las rectoras. En los primeros tiempos, le había dado categoría una mujer de buena posición social; en la época difícil, cuando luchaba por los títulos universitarios para las mujeres, estuvo bajo la tutela de una persona muy diplomática, y ahora que había sido admitido en la universidad, su conducta era aceptada gracias a una personalidad. La doctora Margaret Baring llevaba el rojo y el gris francés con donaire. Era una magnífica figura decorativa en todos los acontecimientos públicos, capaz de aliviar con tacto el pecho herido de los irascibles y afrentados profesores del género masculino. Saludó a Harriet con gentileza y le preguntó qué le parecía la nueva ala de la biblioteca, con la que se completaría el lado septentrional del antiguo patio. Harriet elogió lo que podía verse desde allí, dijo que supondría una gran mejora y preguntó cuándo estaría terminada.
– Esperamos que antes de Pascua. Quizá la veamos a usted en la inauguración.
Harriet dijo cortésmente que le encantaría, y al ver la toga del vicerrector revoloteando a lo lejos, se retiró discretamente para unirse a la multitud de antiguas alumnas.
Togas, togas y más togas. A veces resultaba difícil reconocer a las personas al cabo de diez años o más. La de la muceta azul ribeteada de piel de conejo debía de ser Sylvia Drake… o sea, que al fin se había licenciado en literatura británica. El título de la señorita Drake había sido la irrisión del college; había tardado mucho tiempo en obtenerlo y rehacía continuamente la tesis, desesperada. Apenas recordaría a Harriet, que era mucho más joven que ella, pero Harriet la recordaba muy bien, siempre entrando y saliendo de la sala de estudiantes durante su año de residencia y charlando sobre el amor cortés del Medievo. ¡Santo cielo! Y se acercaba aquella mujer espantosa, Muriel Campshott, a recordarle que se conocían. Campshott siempre había tenido sonrisa de tonta y seguía teniéndola. E iba vestida en un tono de verde espeluznante. Preguntaría: «¿Cómo se le ocurren las tramas de sus libros?». Lo preguntó. Qué cruz de mujer. Y Vera Mollison. Preguntó: «¿Está escribiendo algo?».
– Sí, claro -respondió Harriet-. ¿Usted sigue dando clases?
– Sí… en el mismo sitio -contestó la señorita Mollison-. Pero mis actividades son minucias en comparación con las suyas.
Como no había réplica posible salvo una risa a modo de disculpa, Harriet se rió a modo de disculpa. Se produjo movimiento. La gente empezaba a trasladarse al patio nuevo, donde iba a descubrirse un reloj, y a ocupar sus puestos en el estrado de piedra que se extendía detrás de los arriates. Se oyó una voz que exhortaba con autoridad a los invitados a que dejaran paso al cortejo. Harriet lo aprovechó como excusa para desembarazarse de Vera Mollison y meterse detrás de un grupo, cuyas caras le resultaban desconocidas. Vio a Mary Attwood y sus amigas al otro lado del patio, saludándola con la mano. Ella devolvió el saludo. No tenía intención de cruzar el césped para reunirse con ellas. Quería mantenerse distante, una unidad entre la multitud oficial.
Anticipándose a su aparición en público, el reloj dio las tres detrás de unas colgaduras. La grava crujió con las pisadas. Apareció el cortejo bajo el arco, una fila de personas mayores que iban de dos en dos, ataviadas con el incongruente boato de una época más fastuosa, caminando con la actitud digna e indiferente que caracteriza las ceremonias universitarias en Inglaterra. Cruzaron el patio; subieron al estrado bajo el reloj; los profesores se quitaron las gorras y los birretes de estilo Tudor en señal de deferencia al vicerrector; las profesoras adoptaron una actitud reverencial, propia de un oficio religioso. El vicerrector empezó a hablar con voz frágil, delicada. Habló de la historia del college; aludió con elegancia a los logros que no pueden calibrarse por el mero paso del tiempo; hizo un chistecito absurdo sobre la relatividad y lo remató con una cita clásica; mencionó la generosidad del benefactor y la respetada personalidad del difunto miembro del consejo en cuya memoria se presentaba el reloj; expresó su alegría de poder descubrir el hermoso artefacto, que tanto contribuiría a la belleza del patio, patio que, si bien reciente en cuanto al tiempo, era plenamente digno de ocupar un lugar entre aquellos antiguos y nobles edificios que eran la gloria de nuestra universidad, añadió. En nombre del rector y de la Universidad de Oxford, procedía a descubrir el reloj. Acercó la mano al cordón, y del rostro de la decana se apoderó una expresión de nerviosismo, que se transformó en una sonrisa triunfal cuando cayeron las colgaduras sin catástrofes ni contratiempos. El reloj fue descubierto, unas cuantas personas de espíritu atrevido iniciaron una ovación, y la rectora, con un breve y cuidado discurso, agradeció al vicerrector su amable asistencia y sus bondadosas palabras. La manecilla dorada del reloj se movió y dio los cuartos melodiosamente. Los asistentes soltaron un suspiro de satisfacción; volvió a congregarse el cortejo, que realizó el trayecto de regreso bajo el arco, y la ceremonia concluyó felizmente.
Mezclada con el gentío, Harriet descubrió horrorizada que Vera Mollison había vuelto a aparecer, se había puesto a su lado y estaba diciendo que suponía que todos los escritores de novelas de misterio debían de sentir un gran interés personal por los relojes, porque había muchas coartadas que se basaban en los relojes y las señales horarias. Un día había ocurrido algo extraño en la escuela en la que daba clase, y creía que sería un argumento excelente para una novela policíaca, para cualquier persona lo suficientemente lista para idear tales cosas. Estaba deseando ver a Harriet para contárselo. Plantándose con firmeza en el césped del patio viejo, a considerable distancia de las mesas de los refrigerios, se puso a relatar el extraño incidente, que requería una extensa explicación preliminar. Se acercó una criada con tazas de té. Harriet se hizo con una y enseguida se arrepintió; le impediría una rápida retirada, y se vio pegada a la señorita Mollison para toda la eternidad. Con una oleada de gratitud que le levantó el ánimo, vio a Phoebe Tucker. La pobre Phoebe, con el mismo aspecto de siempre. Se excusó precipitadamente con la señorita Mollison, le rogó que le contara el incidente del reloj en un momento de más tranquilidad, se abrió paso entre un montón de togas y dijo: