– ¡Hola!
– ¡Hola! -replicó Phoebe-. Ah, eres tú. ¡Gracias a Dios! Empezaba a pensar que no había nadie de nuestro curso, excepto Trimmer y esa odiosa Mollison. Ven a por unos emparedados. Cosa rara, pero son bastante buenos. ¿Cómo te va? Estupendamente, ¿no?
– No me va del todo mal.
– Pero estás haciendo buenas cosas.
– Como tú. Vamos a buscar un sitio donde sentarnos. Quiero que me cuentes lo de la excavación.
Phoebe Tucker había estudiado historia, se había casado con un arqueólogo y la combinación parecía funcionar extraordinariamente bien. Desenterraban huesos, piedras y cerámica en rincones remotos del planeta, escribían libros y daban conferencias en sociedades eruditas. En sus ratos libres habían tenido tres risueñas criaturas, a quienes dejaban tranquilamente en manos de unos abuelos encantados, antes de volver a precipitarse sobre sus piedras y sus huesos.
– Pues acabamos de volver de Ítaca. Bob está como loco con un nuevo grupo de enterramientos y ha elaborado una teoría totalmente original y revolucionaria sobre los ritos funerarios. Está escribiendo un ensayo que contradice todas las tesis de Lambard, y yo le ayudo moderando los adjetivos y poniendo notas de disculpa a pie de página. O sea, Lambard puede ser un viejo imbécil y un retorcido, pero es más digno no decirlo tal cual. Una cortesía insulsa resulta más demoledora, ¿no crees?
– Infinitamente más demoledora.
Al fin alguien que no había cambiado ni un pelo, a pesar de los años y del matrimonio. Harriet estaba de humor para alegrarse por una cosa así. Tras un interrogatorio exhaustivo sobre los ritos funerarios, preguntó por la familia.
– Pues están cada día más graciosos. A Richard, el mayor, le fascinan los enterramientos. Su abuela se quedó horrorizada el otro día cuando lo encontró excavando, con paciencia y corrección, en el montón de basura que había recogido el jardinero, haciendo una colección de huesos. La generación de la abuela se preocupa mucho por eso de los gérmenes y la porquería. Supongo que tienen razón, pero mis retoños no están tan mal, al fin y al cabo. Así que su padre le ha regalado una vitrina para que guarde los huesos. Encima, animándolo, dijo madre. Creo que vamos a tener que llevárnoslo la próxima vez, pero la abuela se preocuparía muchísimo, pensando en que no hay alcantarillas y en lo que podrían contagiarle los griegos. Parece que los tres están saliendo bastante inteligentes, gracias a Dios. ¿Te imaginas ser madre de unos retrasados? Qué aburrimiento y qué pesadez. Sí se pudieran inventar, como los personajes de un libro, resultaría mucho más conveniente para una cabeza bien ordenada.
La conversación pasó de una forma natural a la biología, a los factores mendelianos y a Un mundo feliz, y se cortó en seco ante la aparición, de entre una multitud de antiguas alumnas, de la que había sido tutora de Harriet. Phoebe y ella se abalanzaron a saludarla al mismo tiempo. La señorita Lydgate tenía la misma actitud de siempre. Jamás parecía presentarse ningún problema moral a los ojos cándidos e inocentes de aquella gran estudiosa. De una escrupulosa integridad personal, aceptaba las irregularidades de los demás con una caridad incondicional. Como cualquier estudiante de literatura, conocía por su nombre todos los pecados del mundo, pero era dudoso que los hubiera reconocido al verlos en la vida real. Era como si una falta cometida por una persona que ella conociera se desarmara y se desinfectara por el contacto. Por sus manos habían pasado muchas jóvenes, y ella había encontrado muchas cosas buenas en todas; no cabía la posibilidad de pensar que fueran malvadas a propósito, como Ricardo III o Yago. Desgraciadas, sí; insensatas, sí, y también expuestas a unas tentaciones complejas y difíciles a las que, afortunadamente, la señorita Lydgate no había tenido que enfrentarse jamás. Si tenía noticia de un robo, un divorcio o de cosas aún peores, fruncía el entrecejo con expresión de perplejidad y pensaba en lo desdichadas que debían de haber sido aquellas personas para haber cometido tales atrocidades. Solo en una ocasión le había oído Harriet hablar de alguien que conociera en tono de absoluta reprobación: una antigua alumna suya que había escrito un libro de divulgación sobre Carlyle. «No ha realizado ninguna clase de investigación -dictaminó la señorita Lydgate-, ni ha hecho el menor esfuerzo por llegar a un juicio crítico. Se ha limitado a reproducir las habladurías de siempre sin molestarse en comprobar nada. Es un libro de tres al cuarto, una ordinariez, una chapuza. Francamente, me avergüenzo de ella.» Pero añadió: «Claro que, según tengo entendido, la pobrecilla anda muy mal de dinero».
La señorita Lydgate no dio muestras de sentirse avergonzada de la señorita Vane; al contrario: la saludó afectuosamente, le pidió que fuera a verla el domingo por la mañana, comentó su obra en términos encomiásticos y la elogió por mantener un nivel tan culto de inglés incluso en sus novelas policíacas.
– Proporciona usted mucha alegría en la sala del profesorado, y según creo, la señorita De Vine también es ferviente admiradora suya -añadió.
– ¿La señorita De Vine?
– Ah, claro, no la conoce. Es la nueva profesora del departamento de investigación. Es una persona muy agradable, y sé que quiere hablar con usted sobre sus libros. Tiene que venir para que se la presente. Está aquí desde hace tres años. Bueno, no residirá aquí hasta el próximo curso, pero vive en Oxford desde hace unas semanas y trabaja en la Biblioteca Bodleiana. Está haciendo un estupendo trabajo sobre las finanzas de la nación en la época Tudor, absolutamente fascinante incluso para personas como yo, que soy una ignorante en cuestiones de dinero. Estamos todas muy contentas de que el college decidiera ofrecerle la beca Jane Barraclough, porque es una extraordinaria especialista y lo ha pasado muy mal.
– Me parece que he oído hablar de ella. ¿No fue directora de uno de los grandes colleges de provincias?
– Sí. Fue rectora de Flamborough durante tres años, pero en realidad no era su trabajo. Demasiados asuntos de administración, aunque era estupenda para las cuestiones económicas, desde luego, pero tenía demasiadas cosas que hacer, entre su propio trabajo, dirigir doctorados y demás, y las alumnas… entre la universidad y el college acabó agotada. Es una de esas personas que siempre dan lo mejor de sí mismas, pero creo que no congenió con las demás en el plano personal. Cayó enferma y tuvo que pasar un par de años en el extranjero. Se puede decir que acaba de volver a Inglaterra. Y claro, el tener que abandonar Flamborough le supuso una gran diferencia desde el punto de vista económico, así que es bueno saber que durante los próximos tres años podrá continuar con su libro sin preocuparse por esas cosas.
– Sí, ahora me acuerdo -dijo Harriet-. Lo vi anunciado en algún sitio, en Navidad, más o menos.
– Supongo que lo vería en el anuario de Shrewsbury. Naturalmente, nos sentimos muy orgullosas de tenerla aquí. Por supuesto, debería disponer de una cátedra, pero dudo mucho que soportara la tutoría. Cuantas menos distracciones, mejor, porque es una auténtica estudiosa. Mire, allí está… Ay, qué lástima. Me temo que la ha pillado por banda la señorita Gubbins. ¿Recuerdan a la señorita Gubbins?