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– Supongo que no la conocerá -dijo la decana-. Es muy tímida, pero la señorita Shaw piensa que tiene todas las probabilidades de obtener la calificación más alta.

– Sin embargo, este trimestre no tiene muy buen aspecto -dijo la administradora-. Espero que no vaya a sufrir una crisis nerviosa ni nada parecido. El otro día le dije que no debía saltarse el comedor tan a menudo.

– Sí, se empeñan en hacerlo -replicó la decana-. Con decir que no les apetece cambiarse cuando vuelven del río, se quedan en su habitación en pijama y se toman un huevo, pero estoy segura de que un huevo cocido y una sardina no son suficientes para estos exámenes.

– Y el lío que supone para las criadas que tienen que limpiarlo todo -refunfuñó la administradora-. Es prácticamente imposible tener arregladas las habitaciones antes de las once si están llenas de platos sucios.

– Lo que le pasa a Newland no tiene nada que ver con ir al río -objetó la decana-. La chiquilla trabaja mucho.

– Pues todavía peor -dijo la administradora-. No me fío de las alumnas que se dedican a empollar en el último trimestre. No me extrañaría que su «caballo» se retirase, señorita Vane. Me da la impresión de que está muy nerviosa.

– Qué deprimente -dijo Harriet-. Quizá debería vender la mitad de mi boleto mientras tenga buen precio. Coincido con Edgar Wallace: «Que me den un caballo bueno y estúpido que se coma la avena». ¿Alguna apuesta por Newland?

– ¿Qué dicen de Newland? -preguntó la señorita Shaw, acercándose a ellas. Estaban tomando café en el jardín de las profesoras-. Por cierto, decana, ¿no podría poner un aviso sobre sentarse en la hierba del patio nuevo? Ya he tenido que echar a dos grupos que estaban merendando. No podemos consentir que esto parezca la playa de Margate.

– Claro que no. Saben perfectamente que está prohibido. ¿Por qué son las estudiantes tan descuidadas?

– Siempre deseando parecerse a los hombres -replicó sarcásticamente la señorita Hillyard-. Pero según observo, el parecido no abarca el respeto a los jardines del college.

– Incluso usted ha de reconocer que los hombres tienen algunas virtudes -dijo la señorita Shaw.

– Más tradición y disciplina, pero nada más -replicó la señorita Hillyard.

– No sé -dijo la señorita Edwards-. Creo que las mujeres son por naturaleza más desordenadas, y les atrae la idea de las meriendas en el campo.

– Es muy agradable estar al aire libre con este tiempo tan bueno -apuntó la señorita Chilperic, casi disculpándose (ya que su época de estudiante no quedaba muy lejos)- y no se dan cuenta de lo horrible que queda.

– Cuando hace calor, los hombres tienen el sentido común de quedarse en casa, donde hace más fresco -intervino Harriet, retirando su silla hacia la sombra.

– Los hombres sienten predilección por el aire viciado -dijo la señorita Hillyard.

– Sí, pero ¿qué decían de la señorita Newland? -insistió la señorita Shaw-. No estaba usted ofreciéndose a vender su boleto, ¿verdad, señorita Vane? Porque, créame, es la favorita. Es la típica becaria de Latymer, y su trabajo extraordinario.

– Alguien ha sugerido que está inapetente y que probablemente no competirá.

– Qué crueldad -dijo la señorita Shaw, indignada-. Nadie tiene derecho a decir cosas así.

– Parece agobiada y con los nervios a flor de piel -dijo la administradora-. Es demasiado aplicada, trabaja demasiado. No le ha cogido el tranquillo a los exámenes para la especialidad, ¿verdad?

– No hace mal su trabajo -replicó la señorita Shaw-. Está un poco pálida, pero supongo que es por este calor que ha llegado de repente.

– Posiblemente está preocupada por cosas de su casa -apuntó la señora Goodwin.

Había vuelto al college el 9 de mayo, ya que, afortunadamente, la situación de su hijo había cambiado para mejor, aunque todavía no estaba fuera de peligro. Parecía preocupada y comprensiva.

– Me lo habría contado si así fuera -dijo la señorita Shaw-. Yo animo a mis alumnas a que confíen en mí. Desde luego, es una muchacha muy reservada, pero he hecho todo lo posible para que sea más comunicativa, y estoy segura de que si le pasara algo me habría enterado.

– Bueno, tendré que ver a ese caballo para decidir qué hago con mi boleto. Alguien tiene que elegirla -dijo Harriet.

– Me imagino que en este momento estará en la biblioteca -dijo la decana-. La vi corriendo como una loca hacia allí antes de la cena, saltándose el comedor como siempre. Estuve a punto de hablar con ella. Venga a dar una vuelta, señorita Vane. Si está allí, la echaremos, por su bien. De todas maneras, tengo que hacer una consulta.

Harriet se levantó, riendo, y acompañó a la decana.

– A veces pienso que las alumnas de la señorita Shaw confiarían más en ella si no estuviera siempre sonsacándolas y pinchándolas -dijo la señorita Martin-. Le encanta que la gente le tenga cariño, y lo considero un error. Sé amable, pero déjalas en paz: ese es mi lema. Las tímidas se meten en su concha cuando las pinchas, y las egoístas hacen un montón de tonterías para llamar la atención. Pero claro, cada cual tiene su método.

Abrió la puerta de la biblioteca, se detuvo en el cubículo del fondo para consultar un libro y comprobar una cita y después atravesó la alargada sala delante de Harriet. Sentada a una mesa cerca del centro había una chica delgada, rubia, trabajando entre un montón de libros de consulta. La decana se paró.

– ¿Todavía aquí, señorita Newland? ¿No ha cenado nada?

– Tomaré algo más tarde, señorita Martin. Hace mucho calor, y quiero terminar este trabajo de lengua.

La muchacha parecía asustada e intranquila. Se retiró el pelo húmedo de la frente. Tenía el blanco de los ojos como el de un caballo inquieto.

– No sea tonta -replicó la decana-. Tanto trabajar y tan poco divertirse es sencillamente absurdo en este trimestre. Como siga así, tendremos que mandarla a una cura de reposo y prohibirle, que trabaje durante al menos una semana. ¿Tiene dolor de cabeza? Lo parece.

– No mucho, señorita Martin.

– Por lo que más quiera, deje ya a ese condenado Ducange o Meyer-Lübke o quien demonios sea y vaya a divertirse un rato -dijo la decana-. Siempre tengo que andar detrás de las alumnas para la especialidad a fin de sacarlas del río y que vayan al campo -añadió, dirigiéndose a Harriet-. Ojalá fueran todas como la señorita Camperdown… Estuvo aquí después de usted. Menudo susto le dio a la señorita Pyke, repartiendo todo el trimestre entre el río y las pistas de tenis, y acabó con sobresaliente en clásicas.

La señorita Newland parecía más asustada que nunca.

– Es que no soy capaz de pensar -confesó-. Se me olvidan las cosas y me quedo en blanco.

– Natural -replicó la decana vivamente-. Es una clara señal de que se está excediendo. Deje eso inmediatamente. Levántese ahora mismo, coma un poco y lea una buena novela o algo, o vaya a jugar un partidito de tenis con alguien.

– No se preocupe, por favor, señorita Martin. Prefiero seguir con esto. No tengo ganas de comer y el tenis no me interesa. ¡No se preocupe! -exclamó, casi histérica.

– De acuerdo, hija -replicó la decana-. No quiero incordiar, pero sea usted sensata.