– Sí, de verdad, señorita Martin, pero voy a terminar este trabajo. No me sentiría a gusto si no lo hiciera. Cenaré algo y después me acostaré. Le prometo que lo haré.
– Así me gusta.
La decana salió de la biblioteca y le dijo a Harriet:
– No me gusta verlas en ese estado. ¿Qué piensa de las posibilidades de su caballo?
– No gran cosa -contestó Harriet-. La conozco. Es decir, la he visto. La última vez en la torre de Magdalen.
– ¿Cómo? ¡Dios mío! -exclamó la decana.
Harriet no había visto mucho a lord Saint-George durante la primera quincena del trimestre. El muchacho ya no llevaba el brazo en cabestrillo, pero aún no estaba lo suficientemente fuerte y eso había puesto freno a sus actividades deportivas, y cuando por fin lo vio Harriet, él le dijo que estaba trabajando. El asunto del poste de telégrafos y del seguro se había resuelto sin problemas y se había evitado la ira paterna. Sin duda, «el tío Peter» había tenido algo que ver, pero es que el tío Peter, si bien mordaz, era muy de fiar. Harriet animó al joven a continuar con su trabajo y rechazó una invitación a cenar para conocer a «su gente». No tenía ninguna gana de conocer a los Denver, y hasta la fecha se había librado.
El señor Pomfret no paraba de tener detalles con ella. El señor Rogers y él la llevaron al río y también invitaron a la señorita Cattermole. Todos se portaron divinamente y se lo pasaron bien, evitando, de común acuerdo, recordar anteriores encuentros. Harriet estaba contenta con la señorita Cattermole: parecía haberse esforzado por ahuyentar las sombras que se habían apoderado de ella, y el informe de la señorita Hillyard era esperanzador. El señor Pomfret también la invitó a almorzar y a jugar al tenis. En la primera ocasión, Harriet alegó un compromiso anterior, sin faltar a la verdad, y en la segunda, sin hacer tanto honor a la verdad, dijo que llevaba años sin jugar al tenis, que no estaba en forma y que no le apetecía demasiado. Al fin y al cabo, tenía trabajo (Le Fanu, Entre el viento y el agua e Historia de la prosodia constituían un programa bastante completo) y no era cuestión de perder el tiempo con estudiantes.
Sin embargo, la noche después de que le presentaran formalmente a la señorita Newland, Harriet se encontró por casualidad con el señor Pomfret. Había ido a ver a una antigua alumna de Shrewsbury adscrita al claustro Somerville, y estaba atravesando Saint Giles al volver, poco antes de medianoche, cuando reparó en un grupo de jóvenes con traje de etiqueta alrededor de uno de los árboles que adornan la famosa vía. De natural curioso, Harriet se acercó a ver qué ocurría. La calle estaba prácticamente vacía, salvo algún que otro vehículo. Las ramas superiores del árbol se agitaron con fuerza, y Harriet, algo apartada del grupito que había debajo, comprendió por los comentarios que el señor Nosecuántos se había comprometido, por una apuesta después de la cena, a trepar a todos los árboles de Saint Giles sin que se enterase el supervisor. Como los árboles eran numerosos y el lugar público, Harriet pensó que la apuesta era demasiado optimista. Estaba a punto de darse la vuelta para cruzar la calle en dirección al Lamb and Flag cuando otro joven, que evidentemente había estado apostado vigilando, llegó jadeante y anunció que el supervisor acababa de aparecer doblando la esquina de Broad Street. El escalador bajó precipitadamente, y el grupo se dispersó en todas direcciones: unos pasaron al lado de Harriet, otros escaparon por las calles laterales, y unos cuantos osados se dirigieron al pequeño recinto conocido como la Defensa, en cuyo interior (puesto que no pertenece a la ciudad sino a Saint John) podían jugar cuanto quisieran al corre que te pillo con el supervisor. Uno de los jóvenes que salieron disparados hacia allí pasó muy cerca de Harriet, se detuvo con una exclamación y se puso a su lado.
– ¡Pero si es usted! -gritó el señor Pomfret-. Curioso, pero siempre me pilla. Una suerte increíble, ¿verdad? Oiga, me ha estado evitando todo este trimestre. ¿Por qué?
– No, no -replicó Harriet-. Es que he tenido muchas cosas que hacer.
– Pero me ha estado evitando -insistió el señor Pomfret-. Yo sé que sí. Supongo que es absurdo pensar que pueda interesarse por mí. Supongo que ni siquiera piensa en mí, y a lo mejor hasta me desprecia.
– No diga tonterías, señor Pomfret. Por supuesto que no hago nada semejante. Me parece usted muy simpático, pero…
– ¿En serio?… Entonces, ¿por qué no me deja que vaya a verla? Mire, tengo que verla. Tengo que contarle una cosa. ¿Cuándo puedo venir a hablar con usted?
– ¿De qué? -preguntó Harriet, asaltada por una terrible duda.
– ¿Cómo que de qué? Vamos, no sea tan cruel. Mire, Harriet… No, no, tiene que escucharme, Harriet, maravillosa, adorable Harriet…
– Señor Pomfret, por favor…
Pero al señor Pomfret no había quien lo parase. Se dejó llevar por su admiración, y Harriet, acorralada en la sombra del gran castaño de Indias junto al Lamb and Flag, se vio obligada a escuchar la confesión de entrega más entusiasta que jamás le haya hecho un joven de veintipocos años a una dama de edad y experiencia considerablemente mayores que las suyas.
– Lo siento muchísimo, señor Pomfret. No había pensado… No, en serio, es imposible. Le llevo al menos diez años, y además…
– ¿Y eso qué importancia tiene? -Con un gesto exagerado y torpe, el señor Pomfret dejó a un lado la diferencia de edad y se lanzó a un torrente de elocuencia que Harriet, exasperada, por él y por sí misma, no pudo detener. La amaba, la adoraba, era profundamente desgraciado, no era capaz ni de trabajar ni de hacer deporte por pensar en ella, si lo rechazaba no sabría qué hacer, ella tenía que haberlo visto, tenía que haberse dado cuenta de que… quería interponerse entre ella y el resto del mundo…
El señor Pomfret medía uno noventa, con anchura y musculatura proporcionales.
– No haga eso, por favor -dijo Harriet, sintiéndose como si le ordenara débilmente al alsaciano enorme y desobediente de otra persona: «Ya está bien, César»-. No, en serio. No puedo consentir que… -y añadió con un tono distinto-: ¡Cuidado, tonto! Ahí llega el supervisor.
Consternado, el señor Pomfret recuperó la compostura y se dio la vuelta, como dispuesto a huir, pero los bulldog del supervisor, que habían pasado un rato muy animado con los escaladores de árboles en Saint Giles y estaban sedientos de sangre, entraron por el arco a buen trote y, al ver a un joven no solo entregado al nocturno deambular sin toga sino incluso abrazado a una fémina (mulier vel meretix, cujus consortio Christianis prorsus interdictum est), saltaron alegremente sobre él, como sobre una presa segura.
– ¡Maldición! -exclamó el señor Pomfret-. Oiga, mire…
– Al supervisor le gustaría hablar con usted, señor -dijo el gran bulldog con gravedad.
Harriet debatió en su fuero interno si no sería más delicado marcharse y dejar al señor Pomfret enfrentado a su destino, pero el supervisor les seguía los talones a sus hombres; se encontraba a escasos metros de ella y ya había exigido el nombre y el college del infractor. No parecía haber otra salida sino afrontar la situación.
– Un momento, señor supervisor -dijo Harriet, intentando contener un rebelde ataque de risa, por el bien del señor Pomfret-. Este caballero está conmigo, y usted no puede… ¡Ah, buenas noches, señor Jenkyn!
Efectivamente, era el afable ayudante del supervisor, que al mirar a Harriet se quedó mudo de asombro y vergüenza.
– Oiga -terció el señor Pomfret con torpeza pero con la convicción caballeresca de que debía una explicación-. Mire, es todo por mi culpa. O sea, me parece que he molestado a la señorita Vane. Ella… o sea, yo…
– Bueno, ahora no puede seguir acechándolo, ¿no le parece? -dijo Harriet con tono persuasivo.