La dura frase, pronunciada por primera vez sin ambages, impresionó a todo el mundo. La señorita Haydock se cubrió la cara con las manos.
– Un momento -dijo-. Sí recuerdo algo. Íbamos por los jardines…, sí, después de la merienda, y seguimos un poco más antes de torcer. Había una zona con el agua muy revuelta y estuve a punto de perder la pértiga. Recuerdo que dije que sería un sitio muy malo para caerse, por las algas. El fondo es malo, está lleno de cieno y agujeros. La señorita Newland me preguntó si no era donde se había ahogado un hombre el año pasado. Le dije que no lo sabía, pero que creía que era por allí cerca. Ella no dijo nada más, y yo me había olvidado hasta ahora.
Harriet miró su reloj.
– La vieron por última vez a las nueve y media. Tuvo que ir al cobertizo de las barcas. ¿Tiene bicicleta? ¿No? Entonces tardaría casi media hora. Las diez. Pongamos otros cuarenta minutos hasta ese punto, a menos que fuera muy rápido…
– No se le da bien la batea. Cogería una piragua.
– Tendría en contra la corriente y el viento. Pongamos las once menos cuarto. Y tendría que llevar la canoa ella sola. Eso lleva su tiempo, pero aún le quedaría más de una hora. Quizá sea demasiado tarde, pero merece la pena intentarlo.
– Pero puede haber ido a cualquier parte.
– Por supuesto, pero debemos tener en cuenta esa posibilidad. Cuando a la gente se le ocurre una idea, no se le va de la cabeza, y no siempre toman la decisión en el mismo momento.
– Si conozco un poco la psicología de esa muchacha… -empezó a decir la señorita Shaw.
– ¿De qué sirve discutir? -la interrumpió Harriet-. O está viva o está muerta, y tenemos que arriesgarnos. ¿Quién viene conmigo? Voy a por el coche… Se va más rápido por carretera que por el río. Podemos requisar un bote en algún punto de los jardines… si tenemos que entrar a la fuerza en un cobertizo. Decana…
– Estoy con usted -dijo la señorita Martin.
– Necesitamos linternas y mantas. Café caliente. Brandy. Habrá que avisar a la policía para que envíen a un agente y nos veamos en Timm's. Señorita Haydock, usted rema mejor que yo…
– Voy con usted -dijo la señorita Haydock-. Gracias a Dios, tenemos algo que hacer.
Luces en el río. El chapoteo de las espadillas. El constante movimiento de los escálamos.
El bote avanzaba lentamente río abajo. Agazapado en la proa, el agente escudriñaba las aguas de orilla a orilla con el haz de una potente linterna. Aferrada al timón, Harriet repartía su atención entre la oscura corriente y la luz móvil que tenía delante. Con paladas lentas y regulares, la decana mantenía la mirada fija delante de ella, concentrada en su tarea.
A una palabra del policía, Harriet paró el bote y dejó que lo arrastrara la corriente hacia un bulto negro y viscoso en el agua negra. La embarcación dio un bandazo cuando el hombre se inclinó sobre la borda. En medio del silencio se oyó la respuesta, el gemido, el chapoteo y el palmetazo de los remos al otro lado del siguiente recodo.
– Nada -dijo el policía-. Un trozo de arpillera.
– ¿En serio? ¡A remar!
Los remos volvieron a golpear el agua.
– ¿Ese bote es el de la administradora? -dijo la decana.
– Es muy probable -contestó Harriet.
Mientras pronunciaba estas palabras alguien gritó en la otra embarcación. Se oyó un salpicón, un chillido, y el policía respondió gritando:
– ¡Ahí va!
– A toda velocidad -dijo Harriet.
Mientras maniobraba con el timón para que el bote doblase el recodo, vio a la luz de la linterna, a escasas paladas de distancia, lo que habían ido a buscar: la reluciente quilla de una piragua a la deriva en mitad del río, con los remos flotando al lado, y alrededor el agua, formando ondas por la fuerza de la caída.
– Cuidado, señoras, no vayamos a chocar. No puede andar lejos.
– ¡Despacio! -dijo Harriet y añadió-: ¡Sujétenlo!
El río se arremolinaba burlonamente sobre las palas de los remos invertidos. El policía gritó al bote que se acercaba y señaló la orilla izquierda.
– ¡Ahí, en el sauce!
La luz cayó sobre las hojas plateadas, que goteaban sobre el río como la lluvia. Algo desvaído y ominoso giraba debajo.
– Despacio. Zagual. Una a proa. Otra. Otra. Despacio. Zagual. Una. Dos. Tres. Despacio. Una a popa. Despacio. Cuidado con los remos de proa.
El bote atravesó el río y volvió ante la señal del policía, que iba arrodillado a proa, escudriñando el agua. Algo blanco y brillante subió hasta la superficie y volvió a sumergirse.
– Gire un poco más, señorita.
– ¿Listas? Una a popa, zagual. Otra. Despacio. Sujétenlo. -El policía estaba inclinado sobre la borda, tanteando con ambas manos entre las algas-. Un poco más atrás. Despacio. Mantenga los remos de proa fuera del agua. Equilibre el bote. ¿La tiene?
– Sí… pero las algas son una barbaridad de fuertes.
– Cuidado, no vaya a caerse, o ya serán dos. Señorita Haydock… ¡Vamos! A ver si puede ayudar al agente. Decana, una palada muy suave.
La embarcación se balanceó peligrosamente cuando viró y arrancó las pegajosas algas, afiladas y duras como cuchillos. El otro bote se había aproximado y estaba cruzando el río. Harriet le gritó a la señorita Stevens que tuviera cuidado con los remos. Las dos embarcaciones se arrimaron. La chica tenía la cabeza fuera del agua, pálida como la muerte, exánime, desfigurada por cieno negro y algas oscuras. El policía sujetaba el cuerpo. La señorita Haydock tenía las dos manos en el agua, arremetiendo con un cuchillo contra las algas que aprisionaban cruelmente las piernas. La otra barca, obstaculizada por su propia ligereza, estaba escorando e inundándose por la borda, mientras las ocupantes forcejeaban.
– ¡Equilibren ese bote, maldita sea! -gritó iracunda Harriet, a quien no le gustaba la idea de tener que encargarse de otros dos cadáveres y olvidándose de a quién se dirigía. La señorita Stevens no le hizo caso, pero la señorita Edwards echó todo su peso hacia delante, y cuando el bote se levantó también se levantó el cuerpo. Sujetando firmemente la linterna para que el equipo de rescate viera bien lo que hacía, observó cómo se desenredaban las reacias algas.
– Será mejor subirla aquí -dijo el policía. Su bote tenía menos espacio, pero brazos más fuertes y mejor equilibrio. Hubo una sacudida y un tirón cuando izaron por la borda el peso muerto, que cayó chorreando como un guiñapo a los pies de la señorita Haydock.
El agente de policía era un joven enérgico y competente. Administró los primeros auxilios con admirable rapidez. Las mujeres, en la orilla, observaban con expresión angustiada. Ya había llegado más ayuda del cobertizo de los botes. Harriet se encargó de contener el torrente de preguntas.
– Sí, una de nuestras alumnas. No sabe remar muy bien. Nos asustamos al pensar que había cogido una piragua ella sola. Una imprudencia. Sí, temíamos que hubiera un accidente. El viento, la corriente… No. Va contra las normas. (Si iba a haber una investigación judicial, habría que dar más explicaciones, pero no allí, en aquel momento.) Una insensatez. Demasiado optimista. Sí, sí, muy mala suerte. Correr estos riesgos…
– Se pondrá bien -dijo el policía.
Se incorporó y se enjugó el sudor de la frente.
Brandy. Mantas. Un lúgubre grupo en procesión hasta el cobertizo de los botes, si bien menos lúgubre de lo que podría haber sido. Después, una auténtica orgía de llamadas telefónicas. Después, el médico. Después, de repente, Harriet se puso a temblar de puros nervios, y una persona bondadosa le dio whisky. La paciente estaba mejor. La paciente estaba bastante bien. Al policía competente, a la señorita Haydock y a la señorita Stevens les estaban vendando las manos, con profundos cortes a causa de las afiladas algas. La gente hablaba, y Harriet esperaba que no dijeran tonterías.