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– Vagamente -dijo Phoebe-. Estaba en tercero cuando nosotras estábamos en primero. Una excelente persona, pero demasiado severa y una auténtica pesada en las reuniones del college.

– Es una persona muy seria, pero tiene el don de hacer que cualquier tema parezca realmente aburrido -dijo la señorita Lydgate-. Una verdadera lástima, porque es sumamente responsable y digna de confianza, pero eso no importa demasiado en el puesto que ocupa actualmente. Es la bibliotecaria de… la señorita Hillyard debe de saberlo, y según tengo entendido, está investigando sobre la familia Bacon. Trabaja mucho, pero me temo que está sometiendo a la pobre señorita De Vine a un interrogatorio, y no me parece justo en una ocasión como esta. ¿Vamos a rescatarla?

Mientras Harriet atravesaba el césped en pos de la señorita Lydgate, la invadió una terrible nostalgia. Si pudiera volver a aquel lugar tan tranquilo, donde solo contaban los logros intelectuales, si pudiera trabajar allí regular y oscuramente, con un razonamiento único, a salvo de las distracciones y el envilecimiento de agentes, contratos, editores, redactores de notas publicitarias, entrevistadores, correo de admiradores, buscadores de autógrafos y de celebridades, y competidores; suprimir los contactos personales, los resentimientos personales, las envidias personales, hincarle el diente a algo aburrido y duradero, madurar hasta alcanzar la solidez de las hayas de Shrewsbury… y entonces ser capaz de olvidarse de la destrucción y el caos del pasado o al menos verlos en proporciones más justas. Porque, en cierto sentido, no era importante. El hecho de haber amado, pecado, sufrido y haberse librado de la muerte tenía mucha menos trascendencia, en última instancia, que una nota a pie de página en una oscura publicación académica que establece la prioridad de tal o cual manuscrito o restablece un minúsculo subíndice perdido. Era la lucha cuerpo a cuerpo con la obstinada personalidad de los demás, todos ellos pugnando por ser el centro de atención, lo que hacía que los accidentes de la propia aventura personal ocuparan un lugar tan destacado en el universo.

Pero dudaba de poder apartarse del mundo hasta tal extremo. Había dado el paso de dejar atrás el paraíso de Oxford y sus grises muros hacía ya tiempo. Nadie se baña en el mismo río dos veces, ni siquiera en el Isis. No soportaría tal serenidad y tal aislamiento… o eso se decía a sí misma.

Mientras intentaba recobrar el equilibrio de sus dispersos pensamientos, le presentaron a la señorita De Vine, y solo con mirarla comprendió que era una estudiosa de una clase completamente distinta a la señorita Lydgate, por ejemplo, y la diferencia con lo que ella pudiera ser jamás resultaba aún más grotesca. Tenía enfrente a una luchadora, sin duda, pero para quien el patio de Shrewsbury era su auténtica y verdadera palestra, un soldado que no sabía de lealtades personales, que únicamente sentía obligación para con los hechos. Una señorita Lydgate, serena, ajena al mundo, podía envolverlo en un cordial calor de caridad; aquella mujer, con un conocimiento del mundo infinitamente más amplio, lo consideraría en su justo valor y lo desecharía si le resultaba incómodo. El rostro delgado, ávido, de grandes ojos grises y hundidos tras las gafas de gruesos cristales, parecía sensible e impresionable, pero tras aquella sensibilidad se escondía una mente dura e inamovible como el granito. Como directora de un college femenino debía de haber desempeñado una tarea desagradable, pensó Harriet, porque daba la impresión de haber eliminado de su vocabulario la palabra «compromiso», y toda jefatura supone compromiso. No parecía capaz de tolerar vacilaciones en las metas ni vaguedades de criterio. Si algo se interpusiera entre ella y el servicio a la verdad, lo pisotearía sin rencor pero también sin piedad, aunque se tratara de su propio prestigio. Una mujer temible a la hora de conseguir un objetivo, aún más debido a la modestia y la moderación engañosas de que haría gala al enfrentarse con cualquier asunto que no dominara. Mientras subían, iba diciéndole a la señorita Gubbins:

– Estoy completamente de acuerdo en que un historiador debería ser preciso en los detalles, pero a menos que se tomen en consideración todos los personajes y circunstancias, no se tendrán en cuenta los hechos. Las proporciones y las relaciones de las cosas son hechos, tanto como las cosas mismas, y si se malinterpretan, se falsea gravemente el conjunto.

Justo entonces, cuando la señorita Gubbins estaba a punto de protestar, con una mirada obstinada, la señorita De Vine vio a la tutora de inglés y se excusó. La señorita Gubbins tuvo que batirse en retirada. Harriet observó con pesar que tenía la piel descuidada, llevaba el pelo despeinado y un gran imperdible blanco para sujetarse la muceta al vestido.

– ¡Por Dios! -exclamó la señorita De Vine-. ¿Quién es esa joven tan desastrada? Parece realmente molesta con mi crítica del libro del señor Winterlake sobre Essex. Por lo visto, piensa que debería haber destrozado a ese pobre hombre por un error nimio de unos cuantos meses al tratar, casi de pasada, la historia temprana de la familia Bacon. No le da la menor importancia al hecho de que ese libro sea el más esclarecedor y erudito hasta la fecha, el que más aporta a la comprensión de las interacciones de dos personajes sumamente enigmáticos.

– No me cabe duda de que para ella es muy importante, porque la familia Bacon es su especialidad -replicó la señorita Lydgate.

– Es una grave equivocación ver la propia especialidad fuera del contexto de fondo. Por supuesto, habría que corregir el error, como hice yo, en una carta personal al autor, que es la forma más adecuada de realizar correcciones nimias, pero estoy segura de que el autor ha descubierto la clave de la relación de esos dos hombres, y con ello, un hecho de verdadera importancia.

– Bueno -dijo la señorita Lydgate, mostrando sus fuertes dientes en una sonrisa amistosa-, parece que ha adoptado una actitud muy dura con la señorita Gubbins. En fin. He traído a alguien que sé que está usted deseando conocer. Le presento a la señorita Harriet Vane, también una artista a la hora de contar detalles.

– ¿La señorita Vane? -La historiadora posó sus brillantes ojos miopes en Harriet, y se le iluminó la cara-. Qué maravilla. Quiero que sepa cuánto me gustó su último libro. Lo considero lo mejor que ha escrito, aunque, claro está, yo no estoy capacitada para dar una opinión desde el punto de vista científico. Hablé de él con el profesor Higgins, que es seguidor suyo, y dijo que sugería una posibilidad sumamente interesante, que no se le había ocurrido hasta entonces. No estaba seguro de que fuera a funcionar, pero piensa hacer cuanto esté en su mano para averiguarlo. Dígame, ¿con qué tuvo que trabajar?

– Pues conté con una opinión muy valiosa -contestó Harriet, sintiendo una odiosa punzada de incertidumbre y, maldiciendo al Profesor Higgins de todo corazón, añadió-: Pero claro…

En ese momento la señorita Lydgate divisó a otra antigua alumna y se marchó corriendo. Phoebe Tucker ya se había perdido de vista, y Harriet se quedó a solas con su destino. Al cabo de diez minutos, durante los cuales la señorita De Vine puso patas arriba, implacablemente, el cerebro de su víctima, le sacó los hechos a sacudidas como una criada sacude vigorosamente una alfombra para quitarle el polvo, la tunde, la orea, la restriega, la coloca en otra posición y la estira con mano firme, afortunadamente apareció la decana y se metió en la conversación.

– Gracias a Dios, el vicerrector está a punto de marcharse, y podremos quitarnos este odioso bombasí y lucir los vestidos de fiesta. ¿Por qué se nos ocurriría reclamar títulos y el enorme placer de achicharramos con la toga en días de calor? ¡Bien! ¡Ya se ido! Denme esos trastos. Voy a dejarlos en la sala común, con mi toga. ¿La suya lleva nombre, señorita Vane? ¡Estupendo! Ya tengo tres togas desconocidas en mi despacho. Las encontré por ahí tiradas a final de curso y, claro, no tengo ni idea de quiénes son las propietarias. Las muy desconsideradas parecen creer que es asunto nuestro ordenar sus absurdas cosas. Las dejan en cualquier sitio, al buen tuntún, y después se las prestan las unas a las otras, y si se multa a alguien por salir sin toga, resulta que siempre se la han robado. Y encima, siempre se las ensucian, que parecen trapos. Usan las togas para quitar el polvo y para avivar el fuego. Cuando pienso en lo que tuvo que sudar nuestra entusiasta generación para tener el derecho a llevar esas prendas… ¡y que a esas niñas no les importe nada! Parece que van vestidas de harapos, como en las ilustraciones de Pendennis… ¡Qué anticuadas! Pero para ellas, ser modernas consiste en imitar a los estudiantes varones de hace medio siglo.