– Vaya nochecita -le dijo la decana al oído.
– ¿Quién está con la señorita Newland?
– La señorita Edwards. La he advertido de que no deje que la chica diga nada si puede evitarlo. Y he acallado a ese policía tan simpático. Un accidente, hijo mío, un accidente. Todo en orden. Qué bien ha mantenido usted la calma, y las demás hemos seguido su ejemplo. La señorita Stevens la perdió un poquito cuando se puso a llorar y a hablar de suicidio, pero yo la hice callar enseguida.
– ¡Maldita sea! -exclamó Harriet-. ¿Por qué querría hacer eso?
– Exactamente, ¿por qué? Cualquiera diría que quería organizar un escándalo.
– Salta a la vista que alguien lo quiere.
– ¿No pensará que la señorita Stevens…? Pero si ha ayudado en el rescate…
– Sí, lo sé. De acuerdo, decana. No pienso nada. Ni siquiera voy a intentar pensar. Lo que pensaba era que iban a volcar el bote entre la señorita Edwards y ella.
– No hablemos de eso ahora. Gracias a Dios no ha ocurrido lo peor. La chica está a salvo, y eso es lo único que importa. Lo que tenemos que hacer es no darle mayor importancia al asunto.
Eran casi las cinco de la mañana cuando las participantes en el salvamento volvían a sentarse en la casa de la rectora, cansadas y vendadas. Todas se dedicaron elogios mutuos.
– Qué inteligente ha sido la señorita Vane al comprender que la pobre chiquilla iría a ese sitio concreto. Ha sido providencial que llegáramos cuando llegamos -dijo la decana.
– Yo no estoy tan segura -replicó Harriet-. Podríamos haber hecho más mal que bien. ¿Se dan cuenta de que no se decidió a saltar hasta que nos vio llegar?
– ¿Quiere decir que quizá no habría saltado si no hubiéramos ido detrás de ella?
– Es difícil saberlo. Yo creo que lo estaba retrasando. Lo que la empujó realmente fue ese grito desde el otro bote. Por cierto, ¿quién gritó?
– Yo -contestó la señorita Stevens-. La vi al mirar por encima del hombro y grité.
– ¿Qué hacía cuando la vio?
– Estaba de pie en la piragua.
– No -repuso la señorita Edwards-. Cuando usted gritó miré a mi alrededor, y la chica estaba poniéndose en pie.
– Se equivoca -la contradijo la señorita Stevens-. Lo que digo es que se estaba levantando cuando la vi y grité para detenerla. Usted no pudo ver nada delante de mí.
– Sé muy bien lo que vi -insistió obstinadamente la administradora.
– Es una lástima que no llevaran nadie al timón -terció la decana-. Nadie puede ver lo que ocurre a su espalda.
– No hace ninguna falta discutir sobre eso -dijo la rectora con cierta brusquedad-. Se ha evitado la tragedia, y eso es lo único que importa. Les estoy sumamente agradecida a todas.
– Me ofende que se insinúe que yo empujé a esa desgraciada muchacha a autodestruirse -dijo la señorita Stevens-. Y decir que no deberíamos haber ido en su busca…
– Yo no he dicho eso -replicó Harriet con expresión de cansancio-. Lo único que he dicho es que si no hubiéramos ido quizá no habría ocurrido, pero por supuesto, teníamos que ir.
– ¿Qué dice la señorita Newland? -preguntó la decana.
– Que por qué no la dejamos en paz -contestó la señorita Edwards-. Yo le he dicho que no sea imbécil ni desagradecida.
– ¡Pobre criatura! -exclamó la señorita Shaw.
– Si yo estuviera en su lugar, no sería tan blanda con esas chicas -dijo la señorita Edwards, y añadió-: Lo que las echa a perder es darles tantos ánimos. Usted las deja hablar demasiado de sí mismas y…
– Pero si no habló conmigo -dijo la señorita Shaw-. Y lo intenté con todas mis fuerzas.
– Hablarían más si las dejara en paz.
– Creo que deberíamos irnos todas a la cama -dijo la señorita Martin.
– Menuda nochecita -dijo Harriet, arrebujándose entre las sábanas, muerta de cansancio-. ¡Vaya noche tan espantosa!
La memoria, revolviéndose en su cerebro como un gato dentro de un saco, le devolvió las imágenes del señor Pomfret y del ayudante del supervisor. Parecían formar parte de otra vida.
Capítulo 13
Mi triste pesar se aliviará
cuando mis pensamientos desvele,
pues no podrás sino afligirte
cuando mis penas te cuente.
No hay nada que a ese amigo,
el de corazón sin dobleces,
los secretos pensamientos no podamos
enviar y a buen recaudo dejar,
y tu leal consejo
mi penoso estado templará,
pues en otro caso, la triste aflicción
a su antojo en mujer me mudará.
MICHAEL DRAYTON
– Deben comprender que es imposible seguir así -dijo Harriet-. Tienen que recurrir a la ayuda de expertos y arriesgarse a las consecuencias. Cualquier escándalo es preferible a un suicidio y una investigación judicial.
– Creo que tiene razón -dijo la rectora.
En el salón de la doctora Baring solo se encontraban la señorita Lydgate, la decana y la señorita Edwards. Habían renunciado a los valientes esfuerzos de fingir seguridad en sí mismas. Los miembros del claustro evitaban mirarse directamente a los ojos y medían sus palabras. Ya no había ni enfado ni desconfianza. Lo que había era miedo.
– No creo que los padres de la chica vayan a quedarse de brazos cruzados -añadió Harriet implacablemente-. Si hubiera conseguido ahogarse, ya tendríamos aquí a la policía y a los periodistas. La próxima vez, la tentativa podría tener éxito.
– La próxima vez… -empezó a decir la señorita Lydgate.
– Habrá una próxima vez -la interrumpió Harriet-. Y podría no ser suicidio, sino claro asesinato. Les dije al principio que no consideraba adecuadas las medidas, y ahora les digo que me niego a seguir compartiendo la responsabilidad. Lo he intentado y he fracasado, en todas las ocasiones.
– ¿Y qué podría hacer la policía? -preguntó la señorita Edwards-. Vinieron una vez, cuando lo de los robos, ¿recuerda, rectora? Montaron un alboroto y detuvieron a quien no debían. Fue un asunto muy engorroso.
– Creo que la policía no es lo más conveniente -dijo la decana, volviéndose hacia Harriet-. Su idea era una empresa de detectives privados, ¿no?
– Sí, pero si alguien sugiere algo mejor…
Nadie tenía ninguna sugerencia realmente práctica. Continuó la conversación, hasta que al finaclass="underline"
– Señorita Vane, creo que su idea es la mejor -dijo la rectora-. ¿Podría ponerse en contacto con esas personas?
– Muy bien, rectora. Voy a llamar por teléfono a la dirección de esa empresa.
– Será usted discreta…
– Por supuesto -replicó Harriet. Empezaba a perder la paciencia; le parecía que ya había pasado el momento de la discreción-. Verá, si traemos a alguien, tendremos que darle carta blanca -añadió.
Evidentemente, era una advertencia desagradable, pero había que reconocer que también necesaria. Harriet preveía innumerables restricciones que obstaculizarían la investigación, y las dificultades que acompañarían a una autoridad dividida. La policía no tenía que rendir cuentas a nadie salvo a sí mismos, pero los detectives privados estaban obligados a acceder más o menos a lo que les pidieran quienes les pagaban. Miró a la doctora Baring y pensó si la señorita Climpson o cualquiera de sus subordinadas sería capaz de hacerse valer frente a tan imponente personalidad.
– Y ahora tengo que enfrentarme con los Newland -le dijo la decana mientras atravesaban el patio-. No es lo que más me apetece en el mundo. Estarán terriblemente afectados, los pobres. El padre es un funcionario de segunda categoría, y la carrera de su hija lo es todo para ellos. Además de lo personal, les supondrá un golpe tremendo si fracasa en los exámenes. Son muy pobres y trabajan mucho, y se sienten tan orgullosos de ella…