– Esperemos que así sea -dijo la decana-. Es un hombre muy agradable, y su conversación muy interesante. Es economista político.
– ¿Duro o blando?
– Duro, creo.
La pregunta no se refería a la tendencia política o económica del doctor Threep, sino a la pechera de sus camisas. Harriet y la decana habían empezado una colección de pecheras, la primera de las cuales era la del «novio» de la señorita Chilperic. Era extraordinariamente alto y delgado, y de pecho hundido; para resaltar este defecto, siempre llevaba camisa de etiqueta con jaretas, sin almidonar, que le hacía parecer (según la decana) una cáscara de melón. A modo de contraste, había un profesor de química, tan eminente como voluminoso, de otra universidad, que se había presentado con una pechera de extraordinaria rigidez que destacaba como la pechuga de una paloma, sobresaliendo sin control y dejando al descubierto una extensa zona de la camisa a ambos lados. Una tercera variedad de camisa bastante corriente entre los doctos era la que se escapaba del botón central y se abría por el medio. Un día absolutamente inolvidable llegó un famoso poeta a dar una conferencia sobre sus métodos de composición y el futuro de la poesía, y con cada gesticulación (y gesticulaba mucho) el chaleco pegaba un brinco y asomaba una franja de la camisa, adornada con una pequeña lengüeta, como un conejo, por encima de la cinturilla de los pantalones. En aquella ocasión Harriet y la decana hicieron todo un papelón.
El doctor Threep era un hombre corpulento, simpático y hablador que a primera vista no presentaba ninguna fisura que permitiera la crítica sartorial, pero no llevaba sentado a la mesa ni tres minutos cuando Harriet comprendió que estaba destinado a ser una de las piezas más destacadas de la colección. La pechera saltaba. Cuando se encorvaba sobre el plato, cuando se volvía para pasarle la mostaza a alguien, cuando se inclinaba cortésmente para oír lo que decía su vecina de mesa, la pechera de la camisa saltaba con un alegre estallido como cuando se abre una botella de refresco de jengibre. El estruendo del comedor parecía más fuerte de lo normal, de modo que los estallidos resultaban inaudibles más allá de unos cuantos asientos a la derecha y a la izquierda del doctor Threep, pero la rectora y la decana, sentadas a su lado, sí los oían, y Harriet, enfrente, también los oía y no se atrevía a mirar a la decana. El doctor Threep era demasiado fino, o quizá le diera demasiada vergüenza, para hacer alusión al asunto; siguió hablando impertérrito, elevando cada vez más la voz para hacerse oír por encima del barullo de las estudiantes. La rectora fruncía el entrecejo.
– … las excelentes relaciones entre los colleges femeninos y la universidad -dijo el doctor Threep-. De todos modos…
La rectora llamó a una criada, que fue inmediatamente a la mesa de las de los primeros cursos y después a las demás, con el recado de costumbre:
– Saludos de parte de la rectora, que les quedaría muy agradecida si hicieran menos ruido.
– Perdone, doctor Threep. No le he oído bien.
– De todos modos -repitió el doctor Threep, con un estallido y una inclinación de cabeza-, resulta curioso observar que perduran vestigios de los antiguos prejuicios. Ayer, sin ir más lejos, el vicerrector me enseñó una carta anónima de una vulgaridad extraordinaria que le habían enviado por la mañana…
El ruido del comedor iba apagándose poco a poco; era como la calma que precede a la tempestad.
– … con las acusaciones más absurdas, y curiosamente, contra el claustro de este college en concreto. Acusaciones de asesinato, ni más ni menos. El vicerrector…
Harriet se perdió las siguientes palabras; estaba observando cómo, mientras la voz del doctor Threep resonaba en el relativo silencio, todas las cabezas de la mesa se volvían bruscamente hacia él, como movidas por alambres.
– … pegadas sobre papel, algo muy ingenioso. Yo le dije: «Mi buen vicerrector, dudo que la policía pueda hacer gran cosa. Seguramente es obra de algún chiflado inofensivo». Pero ¿no es curioso que ideas tan absurdas existan y persistan a estas alturas?
– Sí, verdaderamente curioso -dijo la rectora sin apenas despegar los labios.
– De modo que desaconsejé la intervención de la policía… al menos de momento, pero le dije que le plantearía el asunto a usted, puesto que se mencionaba Shrewsbury. Naturalmente, respeto su opinión.
Las profesoras estaban como hechizadas, y en aquel momento, el doctor Threep, doblegándose a las decisiones de la rectora, estalló. Fue una explosión tan ruidosa y violenta que resonó de un extremo a otro de la mesa, y el bochorno minúsculo fue devorado por el mayúsculo. La señorita Chilperic prorrumpió de repente en carcajadas estruendosas, nerviosas.
Harriet nunca llegó a recordar con claridad cómo acabó la cena. El docto Threep, fue a tomar café con la rectora, y Harriet terminó en la habitación de la decana, entre la risa y la inquietud.
– Es realmente serio -dijo la señorita Martin.
Tremendo. «Le dije al vicerrector…»
– ¡Pum!
– No, en serio, ¿qué vamos a hacer?
– «Respeto su opinión».
– ¡Pum!
– No entiendo por qué hacen eso las camisas. ¿Y usted?
– No tengo ni idea. Y yo que tenía la intención de ser tan ingeniosa. Por fin hay un hombre entre nosotras, me dije. Voy a observar las reacciones de todo el mundo… ¡y pum!
– No sirve de nada observar las reacciones ante el doctor Threep -replicó la decana-. Todas están demasiado acostumbradas a él. Y además, tiene como media docena de hijos, pero va a ser muy embarazoso si el vicerrector…
– Mucho.
El sábado amaneció nublado y frío.
– Creo que va a haber tormenta -dijo la señorita Allison.
– Todavía es demasiado pronto para eso -objetó la señorita Hillyard.
– En absoluto -replicó la señora Goodwin-. Yo he visto muchas tormentas en mayo.
– Desde luego, se nota electricidad en la atmósfera -añadió la señorita Lydgate.
– Estoy de acuerdo con usted -dijo la señorita Barton.
Harriet había dormido mal. En realidad, se había pasado la mitad de la noche deambulando por el college, pendiente de alarmas imaginarias. Cuando al fin se acostó, tuvo un sueño muy pesado: intentaba tomar un tren con el continuo estorbo de un enorme equipaje que trataba de meter inútilmente en unas maletas indómitas y nebulosas. Por la mañana pasó grandes apuros con las pruebas del capítulo de la señorita Lydgate sobre Gerald Manley Hopkins, tan indómito como las maletas y casi igualmente nebuloso. A ratos, mientras desligaba el sistema rítmico característico de Gerald Manley Hopkins del sistema rival de escansión de la señorita Lydgate (que requería cinco alfabetos y una serie de signos taquigráficos), pensaba en si Freddy Arbuthnot habría logrado hacer lo que había prometido y si ella debía dejar las cosas como estaban o hacer algo más, y en tal caso, ¿qué? Por la tarde ya no pudo aguantar más y salió, bajo un cielo amenazante, a pasear por Oxford, a ser posible hasta agotarse. Echó a andar por High Street y se detuvo unos momentos ante el escaparate de una tienda de antigüedades, donde había un juego de ajedrez de marfil tallado que despertó en ella un afecto absurdo. Incluso jugueteó con la idea de entrar sin más a comprarlo, pero sabía que sería demasiado caro. Era chino, y cada pieza consistía en un nido de bolitas giratorias, delicadas como encaje. Sería agradable tenerlas entre los dedos, pero descabellado comprarlas. Ni siquiera jugaba bien al ajedrez y, además, no se podría jugar a gusto con piezas como aquellas. Venció la tentación y siguió andando. Había otra tienda llena de objetos de madera adornados con los escudos de los colegios: sujetalibros, plumas en forma de remo que parecían de difícil manejo, pitilleras, tinteros e incluso polveras. ¿Mejoraría el arreglo facial el hecho de que fueran testigos los leones del Oriel o los vencejos del Worcester? ¿Te recordaría durante el proceso de transformación que tu prometido se encontraba entre los ciervos del Jesus o que el piadoso pelícano del Corpus nutría a un hermano tuyo? Cruzó la calle para no pasar ante el Queen's (no le habría extrañado que el señor Pomfret saliera de repente, y prefería evitar un encuentro con él) y se dirigió hacia el otro extremo. Libros y grabados, fascinantes en la mayoría de los casos, pero no lo suficientemente apasionantes para retener su atención largo tiempo. Togas, vistosas pero demasiado académicas para su estado de ánimo Una farmacia. Una papelería con más baratijas universitarias, en esta ocasión de vidrio y cerámica. Una tienda de artículos de fumador, con más escudos de armas en ceniceros y latas de tabaco. Una joyería, con escudos de colegios en cucharas, broches y servilleteros. Empezó a aburrirse de tanto escudo y torció por una calle lateral hasta Merton Street. Si en algún sitio podía haber paz, sería en aquel callejón inalterado y adoquinado; pero la paz se lleva dentro, no se encuentra en las calles, por antiguas y hermosas que sean. Entró a Merton Grove por la verja de hierro, atravesó el Dead Man's Walk, siguió por el Broad Walk de Christ Church y dobló por el sendero en el que el New Cut se topa con el Isis. Y allí se quedó horrorizada cuando una voz muy conocida la llamó. Por intervención especial de todas las potencias del mal, allí estaba la señorita Schuster-Slatt, cuya presencia en Oxford Harriet había olvidado felizmente hasta entonces, escoltando a un grupo de norteamericanos deseosos de información. La señorita Vane era la persona más indicada para contárselo todo. ¿Sabía a qué college pertenecía cada barcaza? Esas cabecitas azules y doradas tan monas, ¿eran grifos o fénix, y había tres como símbolo de Trinity College o era simple coincidencia? Y aquello, ¿eran los lirios de Magdalen? En tal caso, ¿por qué estaba pintada la W en toda la barcaza y qué significaba? ¿Por qué tenía el escudo del Pembroke la rosa inglesa y el cardo escocés? Las rosas de New College, ¿también eran inglesas? ¿Por qué se llamaba «New» cuando era tan antiguo y por qué no podía decirse simplemente «New» sino «New College»? ¡Ah, mira, Sadie! ¿Eso que vuela son gansos? ¿Cisnes? ¡Qué interesante! ¿Había muchos cisnes en el río? ¿Era verdad que todos los cisnes de Inglaterra eran propiedad del rey? ¿Era un cisne lo que había en aquella barca? Ah, un águila. ¿Por qué unas barcazas tenían mascarón de proa y otras no? ¿Celebraban fiestas los chicos en las barcazas? ¿Podía explicar la señorita Vane esas carreras a topetazos?, porque con la descripción de Sadie nadie la había entendido. ¿Era aquella la barcaza de la universidad? Ah, la barca del University College. ¿Era el University College donde se daban todas las clases?