Выбрать главу

Y así sucesivamente, por todo el sendero, por el largo paseo arriba hasta llegar a los edificios Meadow y dar una vuelta por Christ Church, desde el comedor hasta la cocina, desde la catedral hasta la biblioteca, desde el estanque de Mercurio hasta la campana Great Tom, mientras el cielo iba encapotándose por momentos y la atmósfera se hacía más opresiva, hasta que Harriet, que había empezado el paseo con la sensación de tener el cráneo como lleno de lana, acabó con un dolor de cabeza enloquecedor.

La tormenta aguantó hasta después de la cena, salvo algunas amenazas gruñonas de truenos. A las diez en punto recorrió el cielo el primer relámpago, como un reflector, recortando en azul violáceo tejados y copas de árboles contra la oscuridad, y a continuación un trueno hizo temblar las paredes. Harriet abrió la ventana de par en par y se asomó. Había un olor dulce a lluvia inminente. Otro estrepitoso destello; una ráfaga de viento y a continuación el impetuoso susurro del torrente de agua, el gorgoteo de las alcantarillas desbordadas y por último, la tranquilidad.

Capítulo 14

Tregua, dulce amor; parlamentar ansío;

largo tiempo ha del inicio de estas guerras

que ni tú ni yo ganar podemos:

malo el combate sin vencedor.

Te ofrezco condiciones de paz justa,

mi corazón de rehén, y aquí quedará;

despidamos nuestras tropas, que cese el rencor,

y que con mi promesa tu promesa renueves.

MICHAEL DRAYTON

– Buena tormenta hemos tenido -dijo la decana.

– De primera categoría -replicó secamente la administradora-, para quienes les guste y no tengan que soportar a quienes no les gusta. Las habitaciones del servicio eran un auténtico caos. Carrie histérica, la cocinera convencida de que había llegado su última hora y Annie a voz en grito diciendo que sus hijas debían de estar aterrorizadas y que quería irse a Headington inmediatamente para consolarlas…

– Pues no sé por qué no la envió allí enseguida en el primer coche que estuviera disponible -terció la señorita Hillyard con tono sarcástico.

– … y a una de las pinches de cocina le dio un ataque de religiosidad y confesó sus pecados ante un montón de personas boquiabiertas -añadió la señorita Stevens-. No acabo de entender por qué la gente tiene tan poco dominio de sí misma.

– A mí los truenos me espantan -dijo la señorita Chilperic.

– La pobre Newland se ha vuelto a alterar mucho -dijo la decana-. A la enfermera ha llegado a asustarla. Dice que la ayudante se escondió en el armario de la ropa blanca y que no quería quedarse a solas con Newland, pero la señorita Shaw se responsabilizó amablemente de la situación.

– ¿Quiénes son las cuatro alumnas que estaban bailando en traje de baño en el patio? -preguntó la señorita Pyke-. Parecía algo ritual, y es que me recordaron los bailes ceremoniales de…

– Lo que a mí me daba miedo es que a las hayas las derrumbara un rayo -dijo la señorita Burrows-. A veces pienso si estando tan cerca de los edificios, deberían seguir ahí. Si se vinieran abajo…

– Administradora, en mi techo hay una gotera tremenda -dijo la señora Goodwin-. Me entra el agua a chorros, y justo encima de la cama. He tenido que cambiar de sitio todos los muebles, y la alfombra está hecha un…

– De todos modos, hemos tenido una buena tormenta -insistió la decana-, y ha limpiado el aire. Fíjense. ¿Podría pedirse una mañana de domingo más luminosa y más bonita?

Harriet asintió con la cabeza. El sol brillaba sobre la hierba húmeda y soplaba un viento fresco.

– ¡Y gracias a Dios, se me ha quitado el dolor de cabeza! Me gustaría hacer algo tranquilo y bonito, muy de Oxford. ¿No tiene todo un color precioso? ¡Si parece un misal miniado, con esos azules, escarlatas y verdes!

– Verá lo que vamos a hacer -dijo la decana muy animada-. Vamos a ir como dos buenas chicas al sermón del University. No se me ocurre nada más normal, más académico y que más pueda tranquilizarla a una. Y los sermones del doctor Armstrong siempre son interesantes.

– ¿Un sermón? -A Harriet le hizo gracia-. Bueno, es lo último que se me habría ocurrido, pero no es mala idea. Vamos.

Sí, la decana tenía razón: allí estaban los aspectos más reconfortantes y ceremoniales del gran compromiso anglicano. La solemne procesión de doctores con muceta; el vicerrector haciendo la reverencia de rigor al predicador y los bedeles tropezando delante de ellos; la multitud de togas negras y el decoroso colorido de los vestidos veraniegos de las esposas de los catedráticos; el himno y la oración petitoria; el predicador, de muceta y toga, austero con su sotana y sus bandas; el discurso calmo y delicado con voz débil, clara y académica sobre las relaciones de la filosofía cristiana con la física atómica. Allí estaban la universidad y la Iglesia de Inglaterra, unidas en un beso honesto y apacible, como los ángeles de una Natividad de Botticelli: exquisitamente ataviados, alegres pero serios, un tanto amanerados, un tanto pendientes de su recíproca cortesía. Allí, sin acaloramiento, podían discutir su problema común, coincidir plácidamente o plácidamente coincidir en discrepar. Nada tenían que decir aquellos ángeles de las feas y grotescas figuras demoníacas que cubrían la parte inferior del cuadro. En caso de necesidad, ¿qué solución aportarían para el problema de Shrewsbury? Otras instituciones serían más audaces: la Iglesia católica daría una respuesta fluida, competente, experta; las extrañas y discordantes sectas de la nueva psicología darían otra distinta, fea, torpe, vacilante y aplicada con un empirismo desaforado. Resultaba entretenido imaginarse una universidad freudiana indisolublemente unida a un organismo católico: sin duda no vivirían con tanta armonía como la Iglesia anglicana y la Escuela de Humanidades, pero daba gusto creer, aunque solo fuera durante una hora, que se podían tratar todas las dificultades humanas con aquel espíritu de imparcialidad y cordialidad. «La universidad es un paraíso»… cierto, pero… «después comprendí que hay un camino hacia los infiernos aun desde las puertas de los cielos».