Así que Harriet esperó en las habitaciones de la decana, observando tranquilamente el jugueteo del sol estival entre las ramas de los plátanos del patio nuevo y el dibujo saltarín que trazaba sobre el estrado, hasta que alguien llamó a la puerta. Cuando dijo «¡Adelante!», esa expresión, tan común y corriente, pareció adquirir una importancia insólita. Para bien o para mal, había solicitado la presencia de algo explosivo del mundo exterior que rompería el orden y la tranquilidad de aquel lugar; había vendido aquella violación de lo establecido a una fuerza extraña; había tomado partido por Londres frente a Oxford y por el mundo frente a la clausura.
Pero cuando entró Peter, Harriet comprendió que la idea que se había hecho era absurda. Peter daba la impresión de formar parte de aquella habitación silenciosa, como si nunca hubiera formado parte de ningún otro sitio.
– ¡Hooola! -dijo Peter, con un débil eco de su vieja actitud frívola. Después se despojó de la toga, la tiró sobre el sofá, junto a la de Harriet, y dejó el birrete sobre la mesa.
– He encontrado tu nota al volver. O sea que recibiste mi carta…
– Sí. Siento que hayas tenido que tomarte tantas molestias. Pensé que, como de todos modos iba a venir a Oxford, podía venir a verte. Mi intención era haber llegado anoche, pero me liaron… y además, pensaba que sería mejor anunciar mi llegada.
– Gracias. Siéntate.
Harriet le acercó una butaca, y Peter literalmente se desplomó en ella. No sin cierta angustia, Harriet observó que la luz ponía de relieve las angulosidades de la mandíbula y las sienes de Peter.
– ¡Peter! ¡Si es que estás muerto de cansancio! ¿Qué has estado haciendo?
– Hablar -contestó Peter, contrariado-. Palabras, palabras y más palabras durante semanas interminables. Soy el gracioso profesional del Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿No lo sabías? Pues así es. No pasa con frecuencia, pero siempre tengo que estar listo por si se me necesita. Si algo sale mal… qué sé yo… que el secretario de un subsecretario con poca discreción y menos dominio del francés suelta una frase poco afortunada en un discurso después de la cena, pues envían al actor con labia para poner a todos de buen humor otra vez. Llevo a la gente a comer, les cuento cosas divertidas y los preparo para que se ablanden un poco. ¡Dios! ¡Menudo jueguecito!
– No lo sabía, Peter. Acabo de darme cuenta de que he sido demasiado egoísta incluso para intentar enterarme de nada, pero tú no sueles estar tan desanimado. Pareces…
– No te preocupes, Harriet. No me digas que empiezo a aparentar la edad que tengo. El eterno infantilismo es mi única baza diplomática.
– Lo único que te pasa es que parece que llevas varias semanas sin dormir.
– Pues ahora que lo dices, no estoy seguro de haber dormido. Pensaba (en cierto momento todos lo pensamos) que podía ocurrir algo, el asqueroso revuelo de siempre. Llegué al extremo de decirle una noche a Bunter: «Ya lo tenemos encima. Otra vez al ejército, sargento…». Pero al final todo ha quedado en nada… de momento.
– ¿Gracias a los comentarios ocurrentes?
– No, por Dios, no. Lo mío ha sido una trivialidad, una ligera escaramuza fronteriza. No te creas que soy yo el hombre que ha salvado al imperio.
– ¿Y quién ha sido?
– Ni idea. Nadie lo sabe. Nunca se sabe con certeza. Cuando el viejo cacharro se bambolea hacia un lado, piensas: «¡Ya está!», luego se bambolea hacia el otro lado y piensas: «Todo en orden», y de repente un día te ves metido en el lío y no te acuerdas de cómo te has metido.
– Eso es lo que todos tememos en el fondo.
– Sí. A mí me aterroriza. Es un alivio haber vuelto aquí, encontrarte… y que todo siga como antes. Aquí es donde se hacen las cosas de verdad, Harriet… si esos metepatas de fuera cerraran la boca y dejaran que esto siguiera adelante. ¡Dios, cómo detesto la violencia, las prisas y ese ingenio espantoso, evasivo! Es desatinado, falto de rigor, de sinceridad… únicamente propaganda, argucias y «¿qué sacamos nosotros de esto?». Ni tiempo, ni paz, ni silencio; únicamente conferencias, periódicos y discursos hasta que ya no sabes ni lo que piensas… Si pudiera uno echar raíces aquí, entre la hierba y las piedras y hacer algo que mereciera la pena, aunque solo fuera recuperar el aliento perdido por amor al trabajo y nada más.
Harriet se quedó atónita al oírlo hablar con tal vehemencia.
– Pero Peter, si estás diciendo precisamente lo que yo siento desde hace tiempo, pero ¿qué se puede hacer?
– No, no se puede hacer nada, aunque a veces uno vuelve y piensa que sí.
– «Preguntad por las antiguas sendas, cuál es el buen camino, y seguidlo, pues hallaréis reposo para vuestra alma».
– Sí -dijo Peter con amargura-. Y continúa: «Mas ellos respondieron: no lo seguiremos». ¿Reposo? Había olvidado que existía semejante palabra.
– Yo también.
Guardaron silencio unos minutos. Wimsey le ofreció a Harriet su pitillera y encendió una cerilla para los dos.
– Peter, qué raro parece que estemos aquí hablando así. ¿Te acuerdas de aquellos momentos terribles en Wilvercombe cuando no encontrábamos nada que tirarnos el uno al otro salvo agudezas de mal gusto y comentarios llenos de maldad? Bueno, yo estaba llena de maldad; tú no.
– Era por el ambiente del balneario -replicó Wimsey-. Uno se pone ordinario en los balnearios. Si hay algo que me aterroriza en la vida es que un día surja un problema de antología en Brighton o Blackpool y que sea lo suficientemente imbécil para entrometerme. -La risa había vuelto a su voz y tenía los ojos serenos-. Gracias a Dios, resulta dificilísimo ser vulgar en Oxford… por lo menos, después del segundo año. Lo cual me recuerda que aún no te he dado las gracias debidamente por haber sido tan amable con Saint-George.
– ¿Ya lo has visto?
– No. He amenazado con caer sobre él el lunes, y mostrarle la sanción de desheredamiento. Hoy se ha ido a no sé dónde con un grupo de amigos, y sé lo que eso significa. Es un perfecto malcriado.
– No es de extrañar, Peter. Es increíblemente guapo.
– Un cretinillo precoz, eso es lo que es -replicó Wimsey sin entusiasmo-. Aunque de eso no puedo echarle la culpa: lo lleva en la sangre, pero está actuando con su típica impudencia al obligarte a relacionarte con él, cuando siempre te has negado a conocer a mi familia.
– Verás, Peter, lo encontré yo solita.
– Literalmente, o eso dice él. Al parecer estuvo a punto de tirarte al suelo, te estropeó tus cosas, te dio la lata e inmediatamente tú dedujiste que tenía que ser pariente mío.
– Eso es… si eso es lo que dice, sabes que no debes creértelo, pero era imposible no ver el parecido.
– ¡Pero si sé de personas que hablan con desprecio de mi aspecto! Te felicito por esa percepción tuya, digna de Sherlock Holmes en sus mejores momentos.
A Harriet le hizo gracia y la enterneció aquella vena de vanidad de Peter, pero sabía que él la calaría de inmediato si le seguía el juego diciendo algo más halagador que la verdad.
– Reconocí la voz incluso antes de verlo. Y tiene tus mismas manos. No creo que nadie haya hablado con desprecio de eso.
– ¡Maldita sea, Harriet! ¡Mi única debilidad realmente bochornosa, el secreto de mi soberbia más celosamente guardado expuesto sin piedad a la luz del día! Siento un orgullo absurdo por haber heredado las manos de los Wimsey. A mi hermano y a mi hermana no les ha tocado, pero en los retratos de familia se remontan a hace trescientos años. -Su rostro se ensombreció unos momentos-. Me extraña que a estas alturas no se les haya agotado toda la fuerza. Tenemos los días contados. Harriet, ¿vendrás conmigo a Denver un día a verlo antes de que lo invada la nueva civilización, como la jungla? No quiero ponerme en plan Galsworthy. Te dirán que todo ese tinglado me importa un bledo, y no sé si me importa, pero nací allí y lamentaría vivir para ver la tierra vendida para edificios y la casa solariega convertida en escenario de películas de Hollywood.