– Lord Saint-George no haría una cosa así, ¿verdad?
– No lo sé, Harriet. ¿Por qué no? Nuestro espectáculo está muerto y enterrado. ¿De qué demonios le sirve a nadie en los tiempos que corren? Pero quizá le importe más de lo que cree.
– A ti sí te importa, ¿no, Peter?
– Para mí es muy fácil que me importe, porque no tengo vela en este entierro. Soy el típico mojigato de mediana edad con una admirable habilidad para atar pesadas cargas y depositarlas sobre los hombros de los demás. No creas que le envidio su tarea a mi sobrino. Yo prefiero vivir en paz y que mis huesos reposen en la tierra. Lo que pasa es que me empeño en mantener ciertos valores anticuados, y tengo la cobardía de renegar de ellos, como mi tocayo de los Evangelios. Nunca voy a casa si puedo evitarlo, y también evito venir aquí: los gallos cantan demasiado fuerte y demasiado tiempo.
– Peter, no tenía ni idea de que te sintieras así. Me gustaría ver tu casa.
– ¿En serio? Entonces iremos, un día de estos. No te impondré a la familia, aunque creo que mi madre te caerá bien. Pero elegiremos un día en que estén todos fuera, salvo diez o doce duques inofensivos en el panteón familiar. Todos embalsamados, pobrecillos, para perdurar llenos de polvo hasta el día del Juicio. Típico de una tradición familiar que ni siquiera dejen que te pudras, ¿verdad?
A Harriet no se le ocurrió nada que decir. Llevaba cinco años peleando con Peter, y lo único que había descubierto era su fortaleza, mientras que en la última media hora él había dejado al descubierto todas sus debilidades, una detrás de otra. Y honradamente no podía decirle: «¿Por qué no me lo habías contado?», porque sabía bien cuál sería la respuesta. Afortunadamente, Peter no parecía esperar ningún comentario.
– ¡Dios santo! -fue la siguiente frase de Peter-. ¡Mira qué hora es! Has dejado que me pusiera a divagar y no hemos dicho ni media palabra sobre tu problema.
– Me siento muy agradecida de haberlo olvidado unos momentos.
– Me lo imagino -dijo Peter, mirándola pensativamente-. Oye, Harriet, ¿no podríamos tomarnos el día libre? Debes de estar harta de esta maldita historia. Ven a aburrirte conmigo, para variar. Será un alivio para ti, como cambiar un dolor de muelas por un bonito ataque de reumatismo. Igualmente deplorable pero diferente. Tengo que ir a ese almuerzo, pero no tiene por qué durar demasiado. ¿Qué te parece un paseo en batea desde el puente de Magdalen a las tres?
– El río estará hasta los topes. El Cherwell ya no es lo que era, sobre todo los domingos. Se parece más a Margate en día festivo, con gramófonos, trajes de bario y empujones.
– No importa. Vamos y aportamos nuestros empujones a los del feliz populacho. A menos que prefieras subir al coche y volar conmigo al fin del mundo, pero las carreteras estarán peor que el río. Y si encontramos un sitio tranquilo, o te doy la lata o acometemos ese problema del demonio. Lo público es lo más seguro.
– Muy bien, Peter. Haremos lo que tú quieras.
– Pues entonces en el puente de Magdalen a las tres. De verdad, no estoy rehuyendo el problema. Si no podemos resolverlo juntos, buscaremos a alguien que pueda hacerlo. No hay ni mares innavegables ni tierras inhabitables.
Se levantó y le tendió una mano.
– ¡Peter, eres como una roca! La sombra de una roca enorme en una tierra baldía. Dios mío, ¿en qué estás pensando? En Oxford nadie estrecha la mano.
– El elefante nunca olvida. -Le besó delicadamente los dedos-. Es que me he traído mi cortesía cosmopolita. ¡Dios mío! Hablando de cortesía… voy a llegar tarde al almuerzo.
Recogió el birrete y la toga y desapareció sin darle tiempo a Harriet a acompañarlo hasta la conserjería.
Pero mejor así, pensó Harriet, viéndolo correr por el patio como un estudiante. No tiene mucho tiempo. ¡Válgame Dios, se ha llevado mi toga en lugar de la suya! Bueno, qué más da. Somos casi de la misma estatura y la mía tiene los hombros bastante anchos, así que es lo mismo.
Y de repente le pareció extraño que fuera lo mismo.
Harriet sonrió para sus adentros al ir a cambiarse para el río. Si Peter se empeñaba en mantener tradiciones decadentes, encontraría oportunidades de sobra manteniendo una forma de patronear, unos modales y una vestimenta propios de la época anterior a la guerra, sobre todo la vestimenta. Unos pantalones cortos y mugrientos o unos pantalones corrientes negligentemente enrollados alrededor de la cintura eran la versión moderna de la moda masculina en el Cherwell; para las mujeres, traje de bario y, para las novatas, sandalias de playa de vivos colores. Harriet movió la cabeza ante la luz del sol, que estaba radiante y quemaba. Ni siquiera para impresionar a Peter estaba dispuesta a exhibir una espalda achicharrada y unas piernas comidas por los mosquitos. Se pondría algo apropiado y cómodo.
Al encontrársela bajo las hayas, la decana la miró con exagerada sorpresa ante el deslumbrante despliegue de lino blanco.
– Si fuera hace veinte años, diría que va usted al río.
– Allí voy. De la mano de un pasado más señorial.
La decana gruñó levemente.
– Pues mucho me temo que va a llamar la atención. Ya no se hacen esas cosas. Va vestida, limpia y fresca. Y encima, un domingo por la tarde. Me avergüenzo de usted. Al menos, espero que en ese paquete que lleva bajo el brazo haya discos de cantantes.
– Ni siquiera eso -replicó Harriet.
Lo que había era su diario del problema de Shrewsbury. Había pensado que lo mejor sería que Peter se lo llevara y lo estudiara a solas y después decidiera qué se podía hacer.
Llegó puntual al puente, pero Peter ya estaba allí. Su obsoleta cortesía quedaba acentuada por la presencia de la señorita Flaxman y otra alumna de Shrewsbury, que estaban sentadas en la plataforma, al parecer esperando a su acompañante, acaloradas y enfadadas. A Harriet le divirtió dejar que Wimsey se ocupara del paquete, la ayudara ceremoniosamente a subir a la batea y le arreglara los cojines, y también saber, por su mirada irónica, que Peter comprendía bien la razón de su insólita docilidad.
– ¿Qué se te antoja? ¿Hacia arriba o hacia abajo?
– Bueno, hacia arriba hay más alboroto, pero el fondo es mejor; hacia abajo se va bien hasta la bifurcación, y después hay que elegir entre el cieno y el vertedero.
– Pues habrá que elegir el mal menor, pero tú solo tienes que darme la orden. «Mi oído se abre cual ávido tiburón para percibir la melodía de una divina voz.»
– ¡Cielo santo! ¿De dónde has sacado eso?
– Aunque no te lo creas, es el estrepitoso final de un soneto de Keats. Cierto que es obra de juventud, pero hay cosas que ni la juventud puede justificar.
– Vamos río abajo. Necesito soledad para recobrarme del susto.
Peter sacó la batea al río y salvó el puente hábilmente. Después dijo:
– ¡Qué mujer tan extraordinaria! Has permitido que extendiera la cola de la vanidad ante esas dos Ariadnas abandonadas. ¿Prefieres ser independiente y coger la pértiga? Reconozco que es más divertido llevar que que te lleven, y que el deseo de divertirte tú más que nadie constituye las nueve décimas partes de la ley de caballería.
– ¿Será posible que tengas una actitud justa y generosa? A mí, a generosidad no me gana nadie. Me quedaré aquí sentada como toda una señora y te veré trabajar. Es bonito ver las cosas bien hechas.
– Si dices eso, empezaré a creérmelo y haré alguna tontería.
Realmente resultaba agradable verlo con la pértiga, moviéndose con naturalidad y sorprendente rapidez. Se abrieron paso entre la multitud por el sinuoso río a una velocidad increíble hasta que en un estrecho tramo los detuvo otra batea que giraba con torpeza en medio de la corriente y encajonaba peligrosamente dos piraguas contra la orilla.