– ¡Antes de meterse en estas aguas, tendrían que aprender las normas del río! -gritó Wimsey, empujando a los infractores y mirando ofensivamente al joven responsable (nervudo, desnudo de cintura para arriba y rosa como una gamba por el sol)-. Esas piraguas tienen preferencia, y si no sabe sujetar una pértiga como es debido, le recomiendo que se retiren a las aguas estancadas y se queden
En aquel mismo momento un hombre de mediana edad, cuya batea estaba amarrada un poco más arriba, volvió bruscamente la cabeza y gritó con voz resonante:
– ¡Dios santo! ¡Wimsey, de Balliol!
– Vaya, vaya, vaya -dijo su señoría, abandonando al joven rosado y situándose junto a la otra batea-. ¡Por todos los santos, Peake, de Brasenose! ¿Qué te trae por aquí?
– Pero si yo vivo aquí -respondió el señor Peake-. Más bien habría que preguntar qué te trae a ti por aquí. No conoces a mi esposa… Cariño, lord Peter Wimsey, el as del críquet. El resto de mi familia.
Señaló vagamente con la mano un surtido de vástagos.
– Nada, he venido a dar una vuelta -dijo Peter cuando hubieron acabado las presentaciones-. Es que tengo un sobrino aquí y esas cosas. ¿Qué haces? ¿Eres tutor, profesor…?
– Bueno, doy clases. Una vida de perros, de verdad. ¡Dios mío! Ha pasado mucha agua bajo el puente Folly desde la última vez que nos vimos, pero habría reconocido tu voz en cualquier parte. Nada más oír ese tono brusco y desdeñoso, he dicho: «Wimsey, de Balliol». ¿Tenía o no tenía yo razón?
Wimsey subió la pértiga y se sentó.
– ¡Ten piedad, hijo, ten piedad! «Deja que los muertos entierren a sus muertos.»
– Es que, veréis -le dijo el señor Peake al mundo en general-, cuando estábamos juntos… de eso hace un montón de años ¡pero es igual!, cuando a alguien le endosaban un primo del campo o un viajero estadounidense que preguntaba, como siempre hace esa gente: «¿Qué es eso que llaman el estilo de Oxford?», le enseñábamos a Wimsey, de Balliol. Encajaba estupendamente entre los jardines de Saint John y el monumento a los Mártires.
– Pero ¿y si no estaba o no quería desempeñar su papel?
– Esa catástrofe jamás ocurrió. Era imposible no encontrar a Wimsey, de Balliol, plantado en el centro del patio dándole órdenes a alguien con exquisita insolencia.
Wimsey escondió la cara entre las manos.
– Hacíamos apuestas sobre lo que dirían de él después -añadió el señor Peake, que parecía conservar el humor estudiantil, sin duda debido al continuo contacto con la mentalidad de los de primer curso-. La mayoría de los estadounidenses decían: «¡Caramba! ¡Si es el perfecto aristócrata inglés!», pero algunos decían: «¿De verdad le hace falta ese cristal en el ojo o forma parte del disfraz?».
Harriet se rió, pensando en la señorita Schuster-Slatt.
– Cariño… -dijo la señora Peake, que parecía de natural bondadoso.
– Los primos del campo -continuó implacable el señor Peake- invariablemente se quedaban estupefactos y había que reanimarlos con café y helados en Buol's.
– Yo, como si no estuviera -dijo Peter, cuyo rostro era invisible, salvo la punta de una oreja carmesí.
– Pero te conservas muy bien, Wimsey -añadió el señor Peake, benévolo-. Mantienes la línea. ¿Todavía sirves para una carrerita por el terreno de juego? No puedo decir que yo sirva ya de gran cosa, excepto para el partido de padres, ¿eh, Jim? Es lo que tiene el matrimonio, que engordas y te vuelves vago, pero tú no has cambiado, ni pizca. Sigues siendo inconfundible. Y tienes razón con lo de estos patanes del río. Estoy hasta la coronilla de que me empujen y de que me metan sus asquerosas pértigas en la proa. No saben ni pedir perdón. Les parece divertidísimo. Si serán zoquetes… Y con esos gramófonos vociferándote en los oídos… ¡Pero míralos! ¡Míralos! Si es que te dan ganas de vomitar. ¡Son como la jaula de los monos del zoológico!
– «¡Noble, desnuda y antigua!» -apuntó Harriet.
– No me refiero a eso. Me refiero a trepar por la pértiga. ¡Fíjense en esa chica! Una mano encima de la otra… ¡y arriba! Y ahora gira y empuja como si estuviera desatascando un desagüe. Como no tenga cuidado, al agua que se va.
– Va vestida para eso -replicó Wimsey.
– Voy a decirte una cosa -dijo el señor Peake con tono confidencial-. Esa es la verdadera razón del traje. Esperan caerse. Está muy bien salir del agua con esas preciosas arrugas en los pantalones, pero si te caes así, es todavía más divertido.
– Cuánta razón tienes. Bueno, estamos impidiendo el paso. Iré a verte un día, si me lo permite la señora Peake. Hasta pronto.
Las bateas se separaron.
– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Peter cuando ya no podían oírlos. Qué agradable ver a los viejos amigos. Y qué saludable.
– Sí, pero ¿no te resulta deprimente cuando se ponen a gastar las mismas bromas de hace cien años?
– Terriblemente deprimente. Es el único inconveniente de vivir aquí, que te mantiene joven. Demasiado joven.
– Es penoso, ¿no?
El río se ensanchaba allí, y a modo de respuesta Peter dobló las rodillas para darse impulso, haciendo a la batea una reverencia y al agua borbotear alegremente bajo la proa.
– ¿Recuperarías la juventud si pudieras, Harriet?
– Por nada del mundo.
– Yo tampoco. Por mucho que me dieran, aunque a lo mejor es una exageración. Por una cosa que tú podrías darme quizá me gustaría recuperar veinte años de mi vida, pero no los mismos veinte años. Y si volviera a tener veintitantos, no querría lo mismo.
– ¿Por qué estás tan seguro? -preguntó Harriet, acordándose de repente del señor Pomfret y el ayudante del supervisor.
– Por el vivo recuerdo de mis locuras… ¡Harriet! ¿No me irás a decir que los jóvenes no son todos tontos a los veinte años? -Se puso en pie, arrastrando la pértiga y mirando a Harriet; las cejas enarcadas le daban un toque caricaturesco a su rostro-. Vaya, vaya, vaya… Espero que no sea Saint-George, por cierto. Sería una complicación doméstica verdaderamente lamentable.
– No, Saint-George no.
– Ya decía yo. Sus locuras son menos ingenuas, pero alguien hay. En fin, me niego a preocuparme, puesto que lo has mandado a paseo.
– Me gusta la rapidez con la que haces deducciones.
– Eres incurablemente sincera. Si hubieras hecho algo drástico, me lo habrías contado en tu carta. Habrías dicho: «Estimado Peter, tengo que exponerte un caso, pero en primer lugar creo que es simplemente de justicia que te informe de que estoy prometida al señor Jones, del Jesus». ¿O no?
– Es probable. ¿Y de todas maneras habrías investigado el caso?
– ¿Por qué no? Un caso es un caso. ¿Qué tal es el fondo en el río viejo?
– Asqueroso. Por cada palada que das retrocedes dos.
– Entonces nos quedaremos en el tramo nuevo. En fin, el señor Jones, del Jesus, cuenta con mi sincera simpatía. Confío en que sus cuitas no afecten a sus estudios.
– Solo está en segundo.
– Entonces tiene tiempo para superarlo. Me gustaría conocerlo. Probablemente es el mejor amigo que tengo en el mundo.
Harriet no replicó. La inteligencia de Peter le daba mil vueltas a la suya, más lenta. Era verdad que, en cierta medida, el cariño espontáneo de Reggie Pomfret le había hecho más creíble que los sentimientos de Peter fueran algo más que la ternura del artista hacia su obra, pero le resultaba odioso que Peter hubiera llegado a esa conclusión con tal rapidez. Le molestaba que fuera capaz de entrar y salir de sus pensamientos como si se tratara de su propia casa.
– ¡Cielo santo! -exclamó Peter. Escudriñó preocupado las aguas verde oscuro. Una sarta de burbujas grasientas subió lentamente hasta la superficie, dejando al descubierto el sitio donde la pértiga había abierto el cieno, y en el mismo momento les inundó las fosas nasales un repugnante hedor a putrefacción.