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– ¿Qué pasa?

– He encontrado algo espantoso. ¿No lo hueles? Es verdaderamente escandaloso cómo me persiguen los cadáveres. En serio, Harriet…

– Si serás tonto… No es más que el vertedero.

Wimsey siguió con la mirada la mano de Harriet, que señalaba la otra orilla, donde una nube de moscas revoloteaba alrededor de un repulsivo montón de inmundicias.

– ¡Pero por todos los…! ¿Qué demonios pretenden con una cosa así? -Wimsey se pasó una mano húmeda por la frente-. Durante unos momentos he estado de verdad convencido de que me había topado con el señor Jones, del Jesus, y empezaba a arrepentirme de haber hablado con tanta frivolidad del pobre chico. ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!

Impulsó vigorosamente la batea hacia delante.

– Me quedo con el Isis. En este río ya no hay romanticismo.

Capítulo 15

Parémonos a considerar las excelencias del dormir: es joya tan inestimable que si un tirano cambiara su corona por una hora de sueño, no podría comprarse; tan hermosa hechura tiene que aun si un hombre yaciera con una emperatriz, su corazón no latiría hasta que dejara sus abrazos para descansar con el otro; sí, tal es nuestra deuda con este pariente de la muerte que a él debemos la mitad de nuestra vida, pues el dormir es esa cadena de oro que une la salud con nuestro cuerpo. ¿Quién se lamenta de necesidad, de sus heridas, de temores, de opresión, de cautividad mientras duerme? Los pordioseros en sus camas disfrutan tanto como los reyes; ¿podemos, por tanto, hartarnos de tan delicada ambrosía? ¿Podemos beber demasiado de lo que, si tomamos demasiado poco, nos lleva al camposanto y si lo usamos con indiferencia nos reduce al asilo? No y no; fijaos en Endimión, el seguidor de la Luna, que durmió cien años, y no por ello se sintió peor.

THOMAS DEKKER

– La cesta de la merienda está detrás de ti, en la proa -dijo Wimsey.

Habían recalado bajo la sombra jaspeada de un sauce, a la orilla del Isis. Allí no había tanta gente, y la que había pasaba a cierta distancia. Si había algún sitio en el que pudieran encontrar alguna calma, era allí. Por consiguiente, con el termo aún en la mano, Harriet observó con algo más que irritación cómo se aproximaba una batea cargada de gente.

– ¡Lo que faltaba! ¡La señorita Schuster-Slatt y su grupo! Y dice que te conoce.

Las pértigas estaban firmemente clavadas a ambos lados de la embarcación; imposible huir. El contingente estadounidense se cernía inexorable sobre ellos. Ya estaban al lado, y la señorita Schuster-Slatt gritaba entusiasmada. En esta ocasión fue Harriet quien tuvo que sonrojarse por sus amigos. La señorita Schuster-Slatt pidió disculpas por su intromisión con increíble timidez, efectuó las presentaciones, dijo que estaba segura de que eran muy inoportunas, le recordó a lord Peter su primer encuentro, reconoció que él debía de estar tan placenteramente ocupado que no iba a hacerle el menor caso, soltó una andanada de vehementes y preocupantes comentarios sobre la propagación de los hábitos saludables, hizo hincapié una vez más en su falta de tacto, con palabras estridentes, puso en conocimiento de lord Peter que Harriet era una persona muy comprensiva y sencillamente encantadora, y obsequió a ambos con un ejemplar de su nuevo cuestionario. Wimsey prestó oídos y contestó, cortés e imperturbable, mientras que Harriet, que deseaba que el Isis se desbordara y se ahogaran todos, envidiaba su autocontrol. Cuando al fin se quitaron de encima a la señorita Schuster-Slatt y su grupo, las aguas traicioneras devolvieron su aguda voz desde lejos:

– ¿Qué, chicas? ¿No os había dicho que era el perfecto aristócrata inglés?

Ante lo cual Wimsey, ya demasiado agobiado, se tumbó entre las tazas y sufrió un ataque de risa histérica.

– Peter, tu temperamento, tan irreductiblemente dulce, resulta bochornoso -dijo Harriet cuando Peter dejó de cacarear como un gallo-. Esa inofensiva mujer me hace perder los estribos. Toma un poco más de té.

– Creo que debería dejar de ser el perfecto aristócrata inglés y empezar a ser el gran detective -dijo su señoría con tristeza-. Parece que el destino está convirtiendo mi romance de un día en una auténtica farsa. Si ese es el informe, dámelo. Veremos qué clase de detective eres cuando te quedas sola -añadió con una risita.

Harriet le entregó el cuaderno de anillas y un sobre con los documentos anónimos, refrendados, donde era posible, con la fecha y la forma de publicación. Wimsey examinó los documentos, uno a uno, minuciosamente, sin manifestar sorpresa, repugnancia ni ninguna emoción, salvo interés. Volvió a guardarlos en el sobre, llenó y encendió una pipa, se tendió entre los cojines hecho un ovillo y se concentró en el manuscrito. Lo leyó lentamente, volviendo atrás de vez en cuando para comprobar una fecha o un detalle. Al llegar al final de las primeras páginas, levantó la mirada y comentó:

– Hay que reconocerle una cosa a lo de escribir novelas policíacas, y es que sabes hilar una historia y presentar las pruebas.

– Gracias -replicó Harriet secamente-. «La aprobación de sir Hubert es aprobación de verdad.»

Peter continuó leyendo. Su siguiente observación fue:

– Veo que has eliminado a todo el ala de las criadas basándote en una puerta cerrada con llave.

– No soy tan simplona. Cuando llegues al incidente de la capilla, comprobarás que quedan todas eliminadas por otra razón.

– Perdóname. Estaba cometiendo el fatal error de teorizar antes de contar con todos los datos.

Aceptando el reproche, Peter volvió a sumirse en el silencio, mientras Harriet observaba su rostro, de perfil. En líneas generales, como fachada, ya le resultaba soportablemente familiar, pero en aquel momento apreció ciertos detalles, como ampliados por una lente mental. La oreja con sus delicadas volutas, pegada al cráneo, de hermosa línea. El brillo del pelo al rape allí donde se elevaban los músculos del cuello y se unían a la cabeza. La diminuta cicatriz en forma de hoz en la sien izquierda. Las finas arrugas de expresión alrededor del párpado, un poco caído en la comisura. El reflejo dorado del pómulo. La envergadura de las ventanillas de la nariz. Una gota de sudor casi imperceptible sobre el labio superior y un diminuto músculo que temblaba en la sensible comisura de los labios. El ligero enrojecimiento por el sol de la piel clara y la súbita blancura bajo la base del cuello. La pequeña oquedad entre las clavículas.

Peter levantó la mirada, y Harriet se puso roja como la grana, como si la hubieran metido en agua hirviendo. Una enorme mole parecía cernirse sobre ella en medio de la confusión de sus ojos nublados y sus oídos resonantes. Y de repente se despejó aquella bruma. Los ojos de Peter estaban clavados de nuevo en el manuscrito, pero su respiración era como si hubiera estado corriendo.

Vaya, ha ocurrido, pensó Harriet, pero había ocurrido hacía tiempo. La única novedad es que ahora tengo que reconocerlo. Lo sabía desde hace tiempo. Pero ¿lo sabe él? Después de esto, pocas excusas tiene para no saberlo. Al parecer, se niega a reconocerlo, y eso sí podría ser una novedad. En ese caso, lo que yo tenía intención de hacer debería resultar más fácil.

Miró con decisión las aguas ondulantes, pero consciente de cada movimiento de Peter, de cada página que volvía, de cada respiración. Era como si percibiera cada uno de los huesos del cuerpo de Peter, cada uno por separado. Al fin Peter habló, y Harriet se preguntó cómo habría podido confundir su voz con la de ningún otro hombre.

– Verás, Harriet, no tiene muy buena pinta.

– Claro que no. Y no podemos seguir con este problema, Peter. No podemos consentir que más personas se tiren al río de puro miedo. Con o sin publicidad, hay que parar todo esto. Si no, y aunque nadie sufra ningún daño, nos vamos a volver locas.