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– Algunas antiguas alumnas no son nada del otro mundo -dijo Harriet-. Solo hay que fijarse en Gubbins, por ejemplo.

– ¡Ay, Dios mío, esa pesada! Lo lleva todo sujeto con imperdibles. Y ojalá se lavara el cuello.

– Yo creo que es el color natural de su piel -se apresuró a decir la señorita De Vine, siempre dispuesta a situar meticulosamente los hechos a la luz justa.

– Pues debería tomar zanahorias para limpiar el organismo -replicó la decana, arrebatándole la toga a Harriet-. No, no se moleste. No tardaré nada en tirarlas por la ventana de la sala. Y no se les ocurra escaparse, porque ya no volvería a encontrarlas.

– ¿Llevo bien el peinado? -preguntó la señorita De Vine, repentinamente humana y vacilante tras despojarse del birrete y la toga.

– Se ha descolocado un poquitín -contestó Harriet, examinando el grueso moño de color gris acero del que sobresalían numerosas horquillas demasiado gastadas, como aros de cróquet.

– Siempre me pasa lo mismo -dijo la señorita De Vine, dándose unos toquecitos en el pelo-. Creo que me lo voy a cortar. Seguro que me da menos problemas.

– A mí me gusta así. Le sienta muy bien el moño. Voy a ver qué puedo hacer, ¿le parece?

– Ojalá pueda arreglarlo -dijo la historiadora, aceptando agradecida que le pusieran las horquillas debidamente-. Yo soy muy torpe con las manos. Me he dejado un sombrero en alguna parte -añadió, mirando indecisa el patio-, pero la decana ha dicho que nos quedemos aquí. Ah, gracias. Me siento mucho mejor, más segura. Ah, ahí viene la señorita Martin. La señorita Vane ha tenido la amabilidad de ejercer de peluquera para la Reina Blanca… Pero ¿no debería ponerme sombrero?

– No, ahora no -replicó la señorita Martin en tono rotundo- voy a tomar algo como es debido, y ustedes también. Tengo un hambre canina. He tenido que ir pegada al profesor Boniface, que tiene noventa y siete años y está chiflado y chocho, gritándole al oído porque está más sordo que una tapia, y estoy poco menos que desmayada. ¿Qué hora es? Me siento como el pavo de Marjory Fleming… Me importa un cuerno la reunión de antiguas alumnas. Lo único que quiero es comer y beber. Vamos a abalanzarnos sobre la mesa antes de que la señorita Shaw y la señorita Stevens le echen el guante a los últimos helados.

Capítulo 2

Es propio de todos los melancólicos, dijo Mercurialis, «que el parecer que antaño han mantenido sea sumamente osado, violento y radical. Invitas occurrit», hagan lo que hagan, no pueden librarse de él, y contra su voluntad piensan en él una y mil veces, perpetuo molestantur, nec oblivisci possunt, continuamente preocupados, en compañía y sin ella; en la comida, en el ejercicio, en todo lugar y ocasión, non desinunt ea, quae minime volunt, cogitare; si fuera especialmente ofensivo, no pueden olvidarlo.

ROBERT BURTON

Bueno, parece que de momento va bien, pensó Harriet mientras se cambiaba para la cena. Había habido momentos malos, como al intentar restablecer el contacto con Mary Stokes. Y el breve encuentro con la señorita Hillyard, la tutora de historia, a quien nunca le había caído bien y que le había dicho, con gesto torcido y lengua viperina: «Bueno, señorita Vane, ha tenido usted experiencias muy variadas desde la última vez que la vimos». Pero también había habido momentos buenos, portadores de la promesa de permanencia en un universo heraclíteo. Pensó que podría sobrevivir a la cena de fin de curso, si bien Mary Stokes le había conseguido un asiento a su lado, algo insufrible. Por suerte, también se las había ingeniado para poner a Phoebe Tucker al otro lado. (En aquel entorno, seguía pensando en ellas como Stokes y Tucker.)

Lo primero que le chocó cuando el cortejo formó filas ante la mesa de autoridades y se hubo bendecido la mesa, fue el terrible ruido del comedor. «Chocar» es la palabra adecuada. Te caía encima con todo el peso y la potencia de una estruendosa cascada; golpeaba los oídos como el martilleo de una forja infernal; rasgaba el aire como el repiqueteo metálico de cincuenta mil monotipias en plena composición. Doscientas lenguas femeninas, desatadas como por un resorte, estallaron clamorosamente. Había olvidado cómo era aquello, pero recordó que, al principio de cada trimestre, tenía la sensación de que si el ruido seguía así un minuto más se volvería loca. Al cabo de una semana ya se le había pasado. La costumbre la había inmunizado, pero en aquellos momentos le destrozó los nervios con aún más virulencia que en los primeros tiempos. La gente le gritaba al oído, y ella tenía que gritar a su vez. Miró angustiada a Mary; ¿podría soportarlo una enferma? Mary no parecía darse cuenta; estaba más animada que antes y chillaba alegremente a Dorothy Collins. Harriet se volvió hacia Phoebe.

– ¡Por Dios! Se me había olvidado cómo era este jaleo. Si grito, me saldrá un vozarrón. ¿Te importa?

– En absoluto. Te oigo bastante bien. ¿Por qué Dios habrá dado a las mujeres unas voces tan agudas? Aunque no me importa demasiado. Me recuerda a los obreros nativos discutiendo. Nos están tratando bastante bien, ¿no crees? La sopa es mejor que nunca.

– Han hecho un esfuerzo especial para esta noche. Además, según tengo entendido, la nueva administradora es bastante buena.

– Es verdad. En fin, no creo que yo tenga derecho a tirar piedras contra Brodribb. Hizo algo de economía doméstica. A la pobre Straddles no le preocupaba demasiado la comida.

– Sí, pero a mí Straddles me caía bien. Se portó maravillosamente conmigo cuando me puse enferma justo antes de los exámenes para la especialidad. ¿Te acuerdas?

– ¿Qué pasó con Straddles cuando se marchó?

– Ah, pues es la tesorera del Brontë College. En realidad, lo suyo eran las finanzas. Tenía verdadero talento para los números.

– ¿Y qué fue de esa chica…? ¿Cómo se llama? ¿Peabody? ¿Freebody? ¿Sabes quién te digo? La que proclamaba solemnemente que la gran ambición de su vida era ser administradora de Shrewsbury.

– ¡Uy, la pobre! Se volvió loca de remate con una religión nueva o algo y se metió en una secta increíble, donde van con taparrabos y celebran ágapes a base de frutos secos y pomelos. Bueno, si te refieres a Brodribb…

– Sí, Brodribb… Ya sabía yo que era algo parecido a Peabody. ¡Precisamente ella, tan terriblemente práctica y anodina!

– La reacción, supongo. Instintos emocionales reprimidos y todo eso. En el fondo era tremendamente sentimental, ¿no?

– Sí, lo sé. Tenía una especie de obsesión con la señorita Shaw. Quizá en aquella época estábamos todas muy inhibidas.

– Pues según tengo entendido, la generación actual no padece nada de eso. No tienen ninguna clase de inhibición.

– Vamos, Phoebe, nosotras teníamos bastante libertad, no como antes de las licenciaturas de mujeres. No éramos monjas.

– No, pero nacimos antes de la guerra, lo suficiente para que se nos impusieran ciertas restricciones. Heredamos cierto sentido de la responsabilidad. Y Brodribb era de una familia tremendamente rígida… positivistas, unitarios, presbiterianos o algo por el estilo. La gente de ahora es la verdadera generación de la guerra.