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– Ahí está lo malo.

– Dime qué podemos hacer, Peter.

Harriet había vuelto a perder toda conciencia de Peter salvo por la inteligencia, tan conocida, que vivía y se movía de una forma tan extraña tras unos rasgos muy curiosos.

– Pues… hay dos posibilidades. Puedes poner espías por todas partes y esperar a abalanzarte sobre esa persona cuando se produzca el próximo incidente.

– Pero es que no sabes lo difícil que es vigilar un sitio así. Y además, la espera es espantosa. ¿Y si no la pifiamos y ocurre algo terrible?

– Tienes razón. La otra manera, para mí la mejor, sería hacer lo que podamos para asustar a esa loca y que se quede quietecita mientras averiguamos el móvil de toda esta historia. Estoy seguro de que no se trata de pura maldad. Sigue un método.

– ¿No es el móvil sencillamente evidente?

Wimsey se quedó mirándola pensativamente y dijo:

– Me recuerdas a un viejo tutor que yo tenía, ya difunto, un hombre encantador, cuyo tema de investigación eran las relaciones del Papado con la Iglesia de Inglaterra en unas fechas que no recuerdo bien. En una época pusieron este tema para la facultad de historia, y naturalmente, los estudiantes que elegían esa asignatura asistían a las clases del vejete y les iba muy bien, pero notaron que nadie de su propio college cursaba esa asignatura especial, por la sencilla razón de que el tutor era tan honrado que convencía de todo corazón a sus alumnos para que no la eligieran, por temor a influir en sus decisiones.

– ¡Qué hombre tan encantador! La comparación me halaga, pero no entiendo qué tiene que ver conmigo.

– ¿No? ¿No es cierto que, como más o menos te has decidido por el celibato, estás dispuesta a poblar el claustro de fantasmas? Si quieres prescindir de las relaciones personales, prescinde, pero no te precipites sobre ellas imaginándote que tienes que tenerlas o que te van a describir como un caso freudiano.

– No se trata ni de mí ni de mis sentimientos. Se trata de ese espantoso caso del college.

– Pero no puedes dejar tus sentimientos a un lado. De nada sirve decir que el sexo está en el fondo de todo esto. El sexo no es algo que funcione por sí mismo, con independencia de todo lo demás. Normalmente va unido a alguna persona.

– Eso es evidente.

– Pues echémosle un vistazo a lo evidente. El mayor delito de esos malditos psicólogos es impedir que se vea lo evidente. Son como quien va a hacer la maleta para el fin de semana y lo saca toda de armarios y cajones hasta que por fin encuentra el pijama y el cepillo de dientes. Vamos a empezar por unos cuantos puntos evidentes. Conociste a la señorita De Vine en la fiesta de fin de curso, y pusieron la primera carta en la manga de tu toga ese mismo día; las personas objeto de los ataques son casi todas profesoras o estudiantes; días después de tomar el té con el joven Pomfret, Jukes va a la cárcel; todas las cartas enviadas por correo llegan un lunes o un jueves; todos los textos están escritos en inglés, salvo la cita de las arpías; el vestido de la muñeca jamás se había visto en el colegio: tomados en conjunto, ¿todos estos hechos no te sugieren más que una idea general de represión sexual?

– Uno a uno sugieren muchas cosas, pero en conjunto no me dicen nada.

– Sueles tener mayor capacidad de síntesis. Ojalá pudieras quitarte de la cabeza esa preocupación personal. Pero ¿de qué tienes miedo? Los dos grandes peligros de la vida célibe son no tener otra opción y una cabeza desocupada. Las energías zumbando en el vacío producen quimeras, pero tú no corres peligro. Si quieres alcanzar el reposo eterno, es mucho más probable que lo encuentres en la vida del intelecto que en la vida del corazón.

– ¿Y precisamente tú dices eso?

– Eso digo. Son tus necesidades lo que tomamos en cuenta, no las de los demás. Esa es mi honrada opinión de estudioso, considerando el asunto desde el punto de vista académico y por sus propios méritos.

Harriet experimentó la conocida sensación de que Peter se estaba burlando de ella. Volvió a aferrarse al tema principal de la conversación.

– Entonces, ¿crees que podemos resolver el problema con una investigación directa, sin recurrir a un especialista en psiquiatría?

– Creo que puede resolverse con un razonamiento directo e imparcial.

– Peter, me da la impresión de estar actuando como una imbécil, pero la razón por la que quiero apartarme de la gente y los sentimientos y volver al ámbito intelectual es que es el único ámbito de la vida que no he traicionado ni destrozado.

– Lo sé -dijo Peter con más dulzura-. Y es terrible pensar que a su vez te pueda traicionar a ti, pero ¿por qué tienes que pensar eso? Aunque el conocimiento excesivo vuelva loca a una persona, no tiene por qué volver loco a todo el mundo. Todas estas mujeres están empezando a parecerte anormales porque no sabes de cuál sospechar, pero en realidad ni siquiera sospechas de más de una.

– No, pero estoy empezando a pensar que prácticamente cualquiera de ellas sería capaz de hacerlo.

– Supongo que ahí es donde tus temores están distorsionando tus ideas. Si toda persona frustrada se fuera derecha al manicomio, conozco al menos un peligro para la sociedad al que deberían encerrar.

– ¡Déjate de tonterías, Peter! ¿Quieres centrarte?

– Es decir, ¿qué medidas deberíamos tomar? ¿Me dejas esta noche para pensarlo? Si confías en mí para que me haga cargo del asunto, creo ver un par de líneas de investigación que podrían resultar útiles.

– Confío en ti más que en nadie.

– Gracias, Harriet. ¿Quieres que reanudemos nuestra interrumpida vacación?… Ah, mi juventud perdida. Ahí vienen los patos, a por los restos de nuestros bocadillos. Hace veintitrés años di de comer a unos patos idénticos a estos con unos bocadillos idénticos.

– Yo también les di de comer hasta que se hartaron hace diez años.

– Y de aquí a treinta años los mismos patos y los mismos estudiantes compartirán el mismo banquete ritual, y los patos les picarán los dedos a los estudiantes como acaban de picarme a mí. ¡Cuán efímeras son las pasiones humanas en comparación con la sólida continuidad de los patos…! Fuera, bobos. No hay más.

Arrojó las últimas migas de pan al agua, se dio la vuelta entre los cojines y se puso a contemplar el agua ondeante con los ojos entrecerrados… Pasó una batea llena de gente silenciosa, aturdida por el sol, con un plaf y un tintineo alternos cuando la pértiga entraba y salía del agua; después un ruidoso grupo con un gramófono que berreaba «Amor en flor»; a continuación un joven con gafas, solo en una piragua, remando como si le fuera en ello la vida; después otra batea, conducida a paso de funeral por un chico y una chica susurrantes; después un grupo de chicas acaloradas y enérgicas en una canoa de balancines; después otra piragua, conducida velozmente por dos estudiantes canadienses que iban arrodillados; luego una piragua muy pequeña, con una chica que se reía como una tonta y llevaba la pértiga peligrosamente y un joven burlón acuclillado a proa, ambos vestidos y preparados para el inevitable chapuzón; después un grupo muy sosegado, todos vestidos de pies a cabeza, muy corteses con una catedrática; a continuación un grupo de ambos sexos y todas las edades en un bote de remos, con otro gramófono que lanzaba quejoso «Amor en flor»: los habitantes de la ciudad desatados; después una sucesión de chillidos que anunciaban la llegada de un animadísimo grupo enseñando a manejar la pértiga a una novata; luego un ridículo contraste: un hombre muy corpulento con traje azul y sombrero de tela, propulsándose con gran solemnidad él solo en una cáscara de nuez y un joven delgado y en camisa pasando como un rayo a su lado con aire de desprecio, después tres bateas juntas, en las que todos parecían dormidos salvo los responsables de las pértigas y los zaguales. Una de ellas pasó a una palada de distancia de Harriet: un joven barrigón de pelo alborotado tumbado con las rodillas dobladas, la boca ligeramente abierta y la cara arrebolada por el calor; una chica despatarrada y apoyada sobre su hombro, mientras que el hombre enfrente de ella, con el sombrero sobre la cara y las manos apretadas contra el pecho y los pulgares bajo los tirantes también parecía haber perdido todo interés por el mundo exterior. La cuarta pasajera estaba comiendo bombones. La encargada de la pértiga llevaba un vestido de algodón arrugado y las piernas, picadas por los mosquitos, al aire. A Harriet le recordaron un compartimiento de tren de tercera clase en un día caluroso: dormirse en público era funesto, y muy tentador tirarle algo al joven barrigón. En aquel mismo momento, la devoradora de bombones apretujó los dulces que le quedaban en la bolsa y se la lanzó al joven barrigón. Le dio en el estómago, y él se despertó resoplando. Harriet sacó un cigarrillo de su pitillera y se volvió para pedirle fuego a su acompañante. Estaba dormido.