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Dormía apaciblemente, sin ruido; la postura podría describirse casi como la del erizo, y el durmiente no presentaba ni la boca ni el estómago como posible blanco de objetos arrojadizos, pero no cabía duda de que estaba dormido. Y allí estaba la señorita Harriet Vane, de repente comprensiva, con miedo de hacer el menor movimiento por si lo despertaba y terriblemente contrariada ante la proximidad de una embarcación llena de imbéciles en cuyo gramófono sonaba, para variar, «Amor en flor».

«¡Qué maravilla la Muerte, la Muerte y su hermano, el Sueño!», dice el poeta. Y tras haber preguntado si Iante se despertaría y teniendo la certeza de que lo haría, él se pone a entretejer hermosos pensamientos sobre el sueño de Iante. De esto podemos deducir fácilmente (como Henry, arrodillado en silencio ante el diván que él albergaba buenos sentimientos hacia Iante. Porque el sueño de otra persona es la agria prueba de nuestros sentimientos. A menos que seamos unos salvajes, reaccionamos con bondad ante la muerte, ya sea la de un amigo o la de un enemigo. No nos saca de quicio; no nos tienta a arrojarle cualquier cosa; no nos hace ninguna gracia. La muerte es la debilidad postrera, y no nos atrevemos a insultarla, pero el sueño es solamente una ilusión de debilidad y, a menos que despierte nuestros instintos de protección, lo más probable es que nos provoque un desagradable deseo de intimidar. Desde una superioridad consciente, miramos con desprecio al durmiente, que pone en evidencia toda su fragilidad, y nos permitimos comentarios desdeñosos sobre su aspecto, sus modales y (si se trata de una ocasión en público) sobre la absurda posición en la que pone a su acompañante, si lo tiene, y sobre todo si somos nosotros ese acompañante. Así engañada para hacer de Febe con el durmiente Endimión, Harriet tuvo sobradas oportunidades de examinarse a sí misma. Tras una detenida reflexión, llegó a la conclusión de que lo que más necesitaba era una caja de cerillas. Peter había usado cerillas para encender la pipa; ¿dónde estaban? ¡Maldición! Se había quedado dormido con todo el equipo, pero el blazer estaba a su lado, sobre los cojines, y ¿conoce alguien a algún hombre que solo lleve una caja de cerillas en los bolsillos?

Apoderarse del blazer fue una tarea peliaguda, porque la embarcación se balanceaba con cada movimiento y tuvo que quitarle la prenda de las rodillas, pero Peter dormía el profundo sueño del cansancio físico, y Harriet retrocedió triunfalmente a gatas sin haberlo despertado. Registró los bolsillos con un extraño sentimiento de culpabilidad y encontró tres cajas de cerillas, un libro y un sacacorchos. Con tabaco y literatura se puede hacer frente a cualquier situación, siempre y cuando el libro no esté escrito en una lengua desconocida, naturalmente. No había título en el lomo, y al abrir la gastada tapa de piel de becerro lo primero que vio fue el ex libris grabado con su escudo de armas: tres ratones en plata sobre sable y el gato doméstico agazapado amenazadoramente en la corona del casco. Dos sarracenos armados sujetaban el escudo, bajo el cual aparecía el lema, burlón y arrogante: «A donde mi capricho me lleve». Volvió la portada. Religio Media. ¡Vaya…! Pero ¿era tan inesperado?

¿Por qué viajaba Peter con un libro así? ¿Dedicaba sus ratos libres, entre las investigaciones y la diplomacia, a cavilar sobre las transmigraciones «extrañas y místicas» de los gusanos de seda y «la prestidigitación de los niños cambiados al nacer»? ¿O a reflexionar sobre cuán «vanamente acusamos a la ferocidad de las armas de fuego y las nuevas invenciones de la muerte?». «Sin duda no existe la felicidad en este círculo de la carne, ni está en poder de la óptica de estos ojos contemplar la dicha. El primer día de júbilo es el de la muerte.» Harriet no sentía el menor deseo de darle una aplicación personal a semejante cosa; prefería que Peter estuviera seguro y feliz para que a ella pudiera molestarla su seguridad y su felicidad. Pasó las páginas apresuradamente. «Cuando sin él estoy, muero hasta estar con él. Las almas unidas no se satisfacen con abrazos, sino con el deseo de ser realmente el otro; al ser imposible, esos deseos son infinitos y han de continuar sin posibilidad de satisfacción.» Desde cualquier punto de vista, era un párrafo sumamente irritante. Volvió a la primera página y se puso a leer con meticulosidad, crítica con la gramática y el estilo, con el fin de ocupar la corriente superior de su conciencia sin husmear demasiado en lo que pudiera ocurrir bajo la superficie.

El sol descendía en el cielo y las sombras se alargaban sobre el agua. Ya quedaban menos embarcaciones en el río; los que habían merendado allí volvían a casa apresuradamente para cenar y los que iban a cenar aún no habían salido. Endimión daba la impresión de ir a pasar en la batea toda la noche; ya era hora de hacerse la fuerte y levantar las pértigas. Harriet lo fue retrasando un minuto tras otro, hasta que un agudo chillido y un golpetazo en el extremo de la batea la libró de tener que tomar una decisión. La novata incompetente había regresado con su tripulación y, tras abandonar la pértiga en mitad del río, había dejado su embarcación a la deriva frente a la popa de la batea de Harriet, que empujó a los intrusos con más vigor que simpatía y al darse la vuelta vio a su acompañante incorporándose y sonriendo un tanto avergonzado.

– ¿Me he quedado dormido?

– Casi dos horas -respondió Harriet con una risita de satisfacción.

– ¡Cielo santo, qué actuación tan repugnante! No sabes cuánto lo lamento. ¿Por qué no me has dado un grito? ¿Qué hora es? Pobrecita, si no nos damos prisa, hoy te quedas sin cenar. Mil perdones.

– No tiene la menor importancia. Estabas terriblemente cansado.

– Eso no es excusa. -Peter se había puesto en pie y estaba extrayendo las pértigas del cieno-. A lo mejor lo conseguimos si los dos cogemos las pértigas…, si puedes perdonar la tremenda caradura de pedirte que trabajes para compensar mi nauseabunda pereza.

– Me encantaría, pero ¡una cosa, Peter! -De repente le caía maravillosamente-. ¿Qué prisa hay? Quiero decir, ¿te está esperando el director o algo?

– No. Me he trasladado al Mitre. No puedo tomarme la residencia del director como si fuera un hotel y, además, tienen invitados.

– Entonces, ¿y si comemos algo a la orilla del río, y un día es un día? Quiero decir, si te apetece, ¿o tienes que cenar como es debido?

– Querida mía, de buen grado comería cáscaras de bellota por haberme portado como un cerdo. O cardos. Si, mejor cardos. Eres una mujer muy comprensiva.

– Venga, dame la pértiga. Yo me pongo en la proa y tú al timón.

– Y veo cómo subes la pértiga en tres movimientos.

– Te prometo que lo haré.

De todos modos, Harriet era consciente de la mirada crítica de Wimsey, de Balliol, que la observaba mientras manejaba la pesada pértiga, pues o lo haces con elegancia o espantosamente: no hay término medio. Pusieron rumbo a Iffley.

– Casi habrían sido preferibles los cardos -dijo Harriet cuando volvieron a embarcar un rato más tarde.