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– Esa clase de comida está destinada a personas muy jóvenes que tienen la cabeza en otro sitio, «hombres de pasiones pero sin partes». Me alegro de haber cenado a base de tarta de albaricoque y limonada sintética: amplia tu experiencia. ¿Quién se encarga de la pértiga? ¿Tú, yo o los dos? ¿O abandonamos las distancias y la superioridad y remamos en paz y armonía codo con codo? -Sus ojos se burlaban de Harriet-. Yo soy sumiso. Ordena.

– Lo que tú prefieras.

Peter la llevó solemnemente al asiento de proa y se enroscó a su lado.

– ¿Dónde demonios me he sentado?

– En sir Thomas Browne, supongo. Lo siento, pero te he hurgado en los bolsillos.

– Como soy tan mal compañero, me alegro de haberte proporcionado un buen sustituto.

– ¿Te acompaña continuamente?

– Tengo unos gustos bastante católicos. Fácilmente podría haber sido Kai Lung o Alicia en el país de las maravillas o Maquiavelo…

– ¿O Boccaccio o la Biblia?

– Probablemente. O Apuleyo.

– ¿O John Donne?

Peter guardó silencio unos momentos y después contestó con un tono de voz distinto:

– ¿Ha sido un golpe al azar?

– ¿Buen disparo?

– En el centro de la diana… Si remas un poco por tu lado resultaría más fácil navegar.

– Perdona… ¿Te emborrachas fácilmente con las palabras?

– Con tanta facilidad que, si te digo la verdad, raras veces estoy completamente sobrio. Lo que explica que hable tanto.

– Sin embargo, a cualquiera que me preguntara, le diría que te apasionan el equilibrio y el orden… que no hay belleza sin medida.

– Puede apasionarte lo inalcanzable.

– Pero tú lo alcanzas, o al menos eso parece.

– ¿El perfecto augusto? ¡No! Mucho me temo que, como máximo, es un equilibrio de fuerzas opuestas… El río empieza a llenarse otra vez.

– Hay mucha gente que sale después de cenar.

– Sí, pobrecillos, ¿por qué no iban a salir? ¿Tienes frío?

– Ni pizca.

Era la segunda vez en cinco minutos que Peter evitaba que entrase en su terreno privado. Su estado de ánimo había cambiado desde primeras horas de la tarde y todas sus defensas estaban en pie una vez más. Harriet no podía olvidar de nuevo el letrero de «Prohibido el paso», así que dejó en manos de Peter cambiar de tema.

Así lo hizo él, cortésmente, preguntando qué tal iba la nueva novela.

– Estoy atascada.

– ¿Qué ha pasado?

Aquello supuso poner en escena la trama de La muerte entre viento y agua. Era una historia complicada, y la batea había recorrido un buen trecho del río cuando Harriet llegó al final.

– En lo fundamental no hay nada que esté mal -dijo Peter y procedió a ofrecerle sugerencias sobre los detalles.

– Qué inteligente eres, Peter. Tienes razón. Desde luego que esa sería la mejor manera de resolver la dificultad del reloj, pero ¿por qué toda la historia parece tan pobretona?

– En mi opinión, es Wilfrid. Sé que se casa con la chica, pero ¿tiene que ser tan memo? ¿Por qué se guarda las pruebas y cuenta tantas mentiras innecesarias?

– Porque cree que la culpable es la chica.

– Sí, pero ¿por qué lo hace? Adora a la chica… piensa que es el súmmum… y sin embargo, simplemente por encontrar el pañuelo de ella en el dormitorio se convence inmediatamente, por unos indicios de lo más endebles, no solo de que es la amante de Winchester, sino de que ella lo ha asesinado de una manera especialmente diabólica. Puede ser una forma de amar, pero…

– Pero tú quieres insistir en que no es la tuya… y en realidad, no lo era.

Ya estaba otra vez: el viejo resentimiento y el impulso de devolver despiadadamente el golpe por el placer de verlo sufrir.

– No. Estaba considerando el asunto desde un punto de vista impersonal -replicó Peter.

– Incluso académico.

– Sí… por favor… Desde un punto de vista puramente estructural, creo que la conducta de Wilfrid no queda suficientemente explicada.

– Bueno, en términos académicos reconozco que Wilfrid es el mayor zafio del mundo -dijo Harriet, recuperando el aplomo-. Pero si no oculta el pañuelo, ¿en qué queda la trama?

– ¿No podrías presentar a Wilfrid como uno de esos personajes morbosamente concienzudos, que han crecido con la idea de que todo lo placentero tiene que ser malo, de modo que si quiere considerar a la chica un ángel, precisamente por esa razón es mucho más probable que sea culpable? Ponle un padre puritano y una religión con fuego eterno incluido.

– Qué buena idea, Peter.

– Verás. Tiene la lúgubre convicción de que el amor es un pecado en sí mismo y de que solo puede expiarlo cargando sobre sí los pecados de la joven y regodeándose en un sufrimiento indirecto… Seguiría siendo un zafio, un zafio patológico, pero resultaría un poquito más coherente.

– Sí… sería interesante, pero si le atribuyo todos esos sentimientos intensos y verosímiles, desequilibrará por completo el libro.

– Tendrías que abandonar las historias como rompecabezas y escribir un libro sobre seres humanos, para variar.

– Me da miedo intentarlo, Peter. Quizá se pasaría de castaño oscuro.

– Quizá sería lo más sensato que puedes hacer.

– ¿Escribirlo y quitármelo de encima?

– Sí.

– Lo pensaré. Haría un daño terrible.

– ¿Y eso qué importa, si es un buen libro?

Harriet se quedó desconcertada, no por lo que había dicho Peter, sino por haberlo dicho. Nunca había pensado qué él se tomara su trabajo muy en serio, y desde luego, no se esperaba que adoptara una actitud tan implacable al respecto. ¿El varón protector? Tan protector como un abrelatas.

– Aún no has escrito el libro que podrías escribir si lo intentaras -prosiguió Peter-. Probablemente no podías escribirlo cuando tenías las cosas demasiado cercanas, pero ahora si podrías, si tuvieras… si tuvieras…

– ¿Agallas?

– Exacto.

– No creo que pueda enfrentarme a ello.

– Claro que sí. Y no tendrás paz de espíritu hasta que lo hagas. Yo llevo huyendo de mí mismo veinte años, y no funciona. ¿De qué sirve cometer errores si no los utilizas? Prueba. Empieza con Wilfrid.

– ¡Maldito Wilfrid!… De acuerdo. Lo intentaré. Le quitaré el polvo a Wilfrid, por lo menos.

Peter retiró la mano del zagual y se la tendió a Harriet con gesto de desaprobación.

– «Siempre dándole órdenes a alguien con exquisita insolencia.» Lo siento.

Harriet aceptó la mano y la disculpa y siguieron remando en concordia, pero era cierto, pensó, que ella había tenido que aceptar mucho más que eso. Le sorprendió no sentir rencor.

Se separaron al llegar a la puerta trasera.

– Buenas noches, Harriet. Te devolveré el manuscrito mañana. ¿Te vendría bien por la tarde? Tengo que almorzar con Gerald, supongo, y ponerme serio.

– Ven alrededor de las seis. Buenas noches… y muchas gracias.

– Estoy en deuda contigo.

Peter esperó cortésmente mientras Harriet cerraba la pesada reja.

– ¡Y asiií -con voz almibarada- se cerraron las puertas del conventooo tras Soniaaa!

Se golpeó la frente con gesto teatral y un grito de angustia y fue a caer prácticamente en brazos de la decana, que subía por la carretera al paso brioso de costumbre.

– Merecido se lo tiene -dijo Harriet y enfiló el sendero sin esperar a ver qué pasaba.

Al meterse en la cama, recordó la oración improvisada de un coadjutor bienintencionado pero incoherente que había oído en una ocasión y no había olvidado: «Señor, enséñanos a mirar nuestros corazones cara a cara, por difícil que resulte».

Capítulo 16

Del ruido y el miedo al incendio os libra,

de asesinatos, Benedicite.