– ¿Hablas en serio?
– Por una vez…
Harriet estuvo a punto de decirle que se dejara de tonterías, pero recordó lo que le había contado la señorita Barton sobre unas manos fuertes que la aferraban por detrás. Quizá fuera cierto. La idea de recorrer los largos pasillos por la noche le pareció de repente muy desagradable.
– Muy bien. Tendré cuidado.
– Creo que sería conveniente. Bueno, tengo que irme. Volveré a tiempo de aguantar la mesa de autoridades en la cena. ¿A las siete?
Harriet asintió. Peter había interpretado al pie de la letra la orden de ir a verla «esta mañana en lugar de a las seis». Fue a enfrentarse con las pruebas de la señorita Lydgate, un tanto perpleja.
Capítulo 17
Aquel que mucho pregunte, mucho aprenderá y mucho disfrutará, mas sobre todo si dirige sus preguntas a personas de ingenio, pues les dará ocasión de deleitarse hablando, y él recabará conocimientos sin cesar; mas que sus preguntas no sean dificultosas, puesto que eso es pura afectación, y que respete el turno de palabra de los demás.
FRANCIS BACON
– Parece una madre nerviosa con un hijo a punto de recitar «El naufragio del Hesperus» en el concierto del colegio -dijo la decana
– Me siento más bien como la madre de Daniel.
Dijo el rey Darío a los leones:
Morded a Daniel, morded a Daniel.
Mordedlo, mordedlo
– ¡Grrr! -dijo la decana.
Estaban ante la puerta de la sala del profesorado, desde donde se dominaba la conserjería de Jowett Walk. El patio viejo estaba muy animado. Las rezagadas iban a cambiarse apresuradamente para la cena; otras, que ya se habían cambiado, paseaban en grupos, esperando la campana; algunas seguían jugando al tenis; la señorita De Vine salió del edificio de la biblioteca, aún colocándose distraídamente horquillas en el pelo (Harriet había examinado e identificado aquellas horquillas); una elegante figura enfiló hacia ellas desde el patio nuevo.
– La señorita Shaw lleva un vestido nuevo -dijo Harriet.
– ¡Es vedad! ¡Qué fina!
Y allí estaba, hermosa cual melón en un trigal,
deslizándose preciosa cual buque por la mar.
»Eso era por Daniel, hija mía.
– Querida decana, es usted una arpía.
– Bueno, ¿no lo somos todas? Esto de que todo el mundo llegue pronto es sumamente siniestro. Incluso la señorita Hillyard se ha engalanado con su mejor vestido negro, con cola y todo. Al parecer, todas pensamos que en la cantidad está la seguridad.
No era insólito que el claustro se reuniera fuera de la sala común cuando hacía buen tiempo en verano, pero al mirar a su alrededor, Harriet tuvo que reconocer que aquella tarde había más personas de lo normal antes de las siete. Pensó que todas parecían inquietas y algunas incluso hostiles. Evitaban mirarse a los ojos; sin embargo, se agrupaban como para protegerse de una amenaza común. De repente le pareció absurdo que Peter Wimsey pudiera asustar a nadie; las veía como pacientes nerviosas e inofensivas en la sala de espera del dentista.
– Al parecer estamos preparando una recepción imponente para nuestro invitado -le dijo con voz ronca la señorita Pyke al oído- ¿Es de carácter tímido?
– Yo diría que está totalmente endurecido -contestó Harriet.
– Eso me recuerda, en cuestión de pecheras de camisa… -dijo la decana.
– Dura, por supuesto -replicó indignada Harriet-. Y si revienta o se abulta, le doy a usted cinco libras.
– Llevaba tiempo queriendo preguntárselo -dijo la señorita Pyke-. ¿Cómo se produce ese ruido? No quise preguntarle al doctor Threep algo tan personal, pero se me despertó la curiosidad.
– Será mejor que se lo pregunte a lord Peter -respondió Harriet.
– Si piensa que no se ofenderá, lo haré -repuso la señorita Pyke con absoluta seriedad.
Las campanas del New College, bastante desafinadas, repicaron los cuartos y dieron la hora.
– Parece que la puntualidad es una de las virtudes del caballero -dijo la decana, contemplando la conserjería-. Será mejor que vaya a su encuentro y lo calme un poco antes de la dura prueba.
– ¿Usted cree? -Harriet negó con la cabeza-. «No apabullarán a Tammas Yownie.»
Quizá podía resultar un tanto embarazoso para un hombre cruzar en solitario un amplio patio bajo el fuego de miradas de un nutrido grupo de universitarias, pero era un juego de niños en comparación, por ejemplo, con la larga caminata desde la caseta de Lord's hasta el otro extremo del campo, con cinco palos derribados y los noventa que faltaban para el seguimiento. Miles de personas entonces vivas habrían reconocido aquel andar plácido y pausado y aquella cabeza erguida. Harriet dejó que Peter cubriera tres cuartas partes del recorrido a solas y después se dirigió hacia él.
– ¿Te has lavado los dientes y has rezado tus oraciones?
– Sí, mamá, y me he cortado las uñas, me he lavado detrás de las orejas y llevo un pañuelo limpio.
Mirando a una pandilla de alumnas que pasaba por allí, Harriet pensó que ojalá pudiera haber dicho lo mismo de ellas. Iban todas mugrientas y despeinadas, y de pronto se sintió curiosamente agradecida a la señorita Shaw por haber hecho un esfuerzo con la ropa. Con respecto a su acompañante, le inspiraba desconfianza desde la cabeza, de cabello lacio y amarillo, hasta los zapatos; Peter no se encontraba en el mismo estado de ánimo que por la mañana, y parecía más dispuesto a hacer travesuras que una bandada de monos.
– Entonces, vamos, y pórtate bien. ¿Has visto a tu sobrino?
– Lo he visto. Probablemente mañana se hará público que estoy en bancarrota. Me ha encargado que te dé cariñosos recuerdos, sin duda pensando que aún puedo ser generoso con esas mercancías. Todo ha vuelto de él a ti como si antes fuera mío. Ese color te queda muy bien.
Lo dijo con un tono gratamente distante, y Harriet pensó que ojalá se refiriese al vestido, pero no podía estar segura. Se alegró cuando traspasó Peter a la decana, que se acercó a reclamarlo y a liberarla de las presentaciones. Harriet los observó divertida. La señorita Lydgate, demasiado natural para adoptar ninguna actitud, lo saludó como habría saludado a cualquier otra persona y le preguntó con ansiedad por la situación en Europa central; la señorita Shaw sonrió con una gentileza que por comparación resaltó la brusquedad del «¿Cómo está usted» de la señorita Stevens, que se apartó inmediatamente para continuar una animada conversación sobre asuntos del college con la señorita Allison; la señorita Pyke se abalanzó sobre él con una inteligente pregunta sobre el último asesinato; la señorita Barton, a todas las luces decidida a ponerle los puntos sobre las íes respecto a la pena capital, quedó desarmada por la rotunda amabilidad del semblante que se presentaba ante ella, y en su lugar comentó que había sido un día extraordinariamente bueno.
¡Farsante!, pensó Harriet cuando, al ver que no había nada que hacer con Peter, la señorita Barton se lo traspasó a la señorita Hillyard.
– ¡Ah! Maravilloso -dijo al instante Wimsey, mirando sonriente a los malhumorados ojos de la tutora de historia-. Su trabajo en la Historical Review sobre los aspectos diplomáticos del divorcio…
Cielo santo, pensó Harriet. Espero que sepa de lo que habla.
– … verdaderamente magistral. Si acaso, pienso que quizá haya subestimado ligeramente la presión que ejerció sobre Clemente…