»… podría haber ampliado un poquito más el argumento. Señala muy acertadamente que el emperador…
Sí; había leído el artículo.
– … tergiversado por los prejuicios, pero una destacada autoridad en derecho canónico…
»… habría que revisarlo por completo y reeditarlo. Innumerables errores de transcripción y al menos una omisión deliberada…
»… si en algún momento necesita acceder allí, probablemente yo podría ponerla en contacto con… por cauces oficiales… presentación personal… sin ningún problema…
– Da la impresión de que a la señorita Hillyard le han hecho un regalo de cumpleaños -le dijo la decana a Harriet.
– Creo que le está ofreciendo acceso a una fuente de información insólita.
Al fin y al cabo, pensó Harriet, Peter es alguien, aunque a mí a veces se me olvide.
– … no tanto político como económico.
– ¡Ah! Cuando se trata de economía nacional, la verdadera autoridad es la señorita De Vine -dijo la señorita Hillyard.
Hizo las presentaciones de rigor, y la conversación continuó.
– Vaya, ha conquistado por completo a la señorita Hillyard -dijo la decana.
– Y la señorita De Vine lo está conquistando por completo a él.
– Supongo que es mutuo. De todos modos, a la señorita De Vine se le está deshaciendo el peinado por detrás, signo inequívoco de satisfacción y entusiasmo.
– Pues sí -replicó Harriet.
Wimsey discutía con argumentos muy inteligentes sobre la apropiación de los fondos monásticos, pero a Harriet no le cabía duda de que, en el fondo, tenía la cabeza llena de horquillas.
– Aquí llega la rectora. Vamos a tener que separarlos por la fuerza. Lord Peter tiene que aguantar a la doctora Baring y acompañarla a cenar… Bueno, todo bien. La rectora lo ha cogido por banda. ¡Ese comentario tan tajante sobre la prerrogativa real…! ¿Quiere sentarse a su lado y apretarle la mano?
– No creo que necesite mi ayuda. Usted es la persona adecuada. No es sospechosa, pero tiene mucha información interesante.
– De acuerdo. Iré a cotorrear con él. Será mejor que usted se siente enfrente de nosotros y me dé una patada si digo algo indiscreto.
Con semejante distribución, Harriet se sintió un tanto incómoda entre la señorita Hillyard (en quien siempre percibía cierta rivalidad) y al señorita Barton (que evidentemente seguía preocupada por los pasatiempos detectivescos de Wimsey), y frente a frente con las dos personas cuyas miradas más podían descomponerla. Al otro lado de la decana estaba la señorita Pyke; al otro lado de la señorita Hillyard, la señorita De Vine, bien a la vista de Wimsey. La señorita Lydgate, aquella fortaleza segura, se había sentado al otro extremo de la mesa y no ofrecía protección.
Ni la señorita Hillyard ni la señorita Barton tenían mucho de que hablar con Harriet, quien pudo observar sin demasiada dificultad la evidente voluntad de la rectora de calar a Wimsey y la voluntad de Wimsey, diplomáticamente velada pero igualmente obstinada, de calar a la rectora, contienda que transcurrió en medio de una inalterable cortesía por ambas partes.
La doctora Baring empezó por preguntar si habían levado a lord Peter a visitar el college y lo que opinaba de él, y con la debida modestia añadió que, arquitectónicamente, no podía competir con las instituciones más antiguas.
– Teniendo en cuenta que la arquitectura de mi antigua institución está matemáticamente compuesta de ambición, descuido, desprecio y afeamiento, ese comentario parece un sarcasmo -repuso su señoría, quejumbroso.
Casi tentada a considerarse culpable de haber infringido los buenos modales, la rectora se apresuró a asegurarle que no se trataba de una alusión personal.
– De vez en cuando viene bien que nos lo recuerden -dijo Wimsey-. Nos humillamos con el gótico del siglo XIX, por si acaso olvidamos a Dios en nuestra soberbia condición de hombres del Balliol. Derribamos lo bueno para dejar sitio a lo malo; ustedes, por el contrario, han creado el mundo de la nada, un procedimiento más propio de lo divino.
Maniobrando incómoda en aquel resbaladizo terreno entre la seriedad y la broma, la rectora encontró un punto de apoyo:
– Es cierto que tuvimos que hacer lo que pudimos con muy poco, y nuestra situación aquí se distingue precisamente por eso.
– Sí. ¿Prácticamente no reciben donaciones?
Planteó la pregunta de tal modo que incluía a la decana, que contestó alegremente:
– Así es. Todo se ha hecho a base de ahorrar de aquí y de allá.
– En tal caso, incluso expresar admiración parece una impertinencia -dijo Wimsey muy serio-. El comedor es muy bonito… ¿Quién es el arquitecto?
La rectora lo deleitó con un poco de historia local e interrumpió el discurso para decir:
– Pero quizá no le interese especialmente el problema de la educación de las mujeres.
– ¿Sigue siendo un problema? Pues no debería serlo. Espero que no me pregunte si aprueba que las mujeres hagan esto o lo otro.
– ¿Por qué?
– No debería usted insinuar que tengo derecho a aprobar o desaprobar nada.
– Le aseguro que incluso en Oxford aún nos encontramos con no pocas personas que defienden su derecho a desaprobar.
– Y yo que confiaba en haber vuelto a la civilización…
Se aprovechó la oportunidad de que retirasen los platos de pescado para cambiar de conversación, y la rectora centró sus preguntas en la situación de Europa. Allí el invitado se encontraba a sus anchas. Harriet cruzó la mirada con la de la decana y sonrió, pero estaba a punto de comenzar el reto más temible. La política internacional llevaba a la historia, y la historia, para la doctora Baring, a la filosofía. De entre una maraña de palabras surgió de repente el ominoso nombre de Platón, y la doctora Baring planteó una especulación filosófica tentadoramente, como quien mueve un peón de ajedrez.
Muchas personas se habían precipitado en desastres irreparables por el peón filosófico de la rectora. Había dos maneras de tomárselo, ambas desastrosas. Una consistía en fingir que sabías de qué trataba el asunto; la otra, en manifestar un falso deseo de aprender. Su señoría sonrió amablemente y se negó a aceptar el gambito.
– Eso está fuera de mi alcance. No tengo una mente filosófica.
– ¿Y cómo definiría la mente filosófica, lord Peter?
– No la definiría. Las definiciones son peligrosas, pero sé que la filosofía es un misterio para mí, como la música para quien no tiene oído.
La rectora le dirigió una dura mirada, y él le ofreció un perfil inocente, con la cabeza gacha y pensativa sobre el plato, como una garza empollando junto a una laguna.
– Un ejemplo muy acertado -dijo la rectora-. Da la casualidad de que no tengo buen oído.
– ¿En serio? Sí, pensaba que podría ser su caso -replicó Wimsey con ecuanimidad.
– Qué interesante. ¿Cómo lo sabe?
– Es algo en el timbre de la voz. -Le presentó unos cándidos ojos grises-. Pero no se puede llegar a esa conclusión sin ciertos riesgos, y como quizá haya observado, no he llegado a esa conclusión. En eso consiste el arte del embaucador: en incitar a una confesión y presentarla como el resultado de la deducción.
– Comprendo -repuso la doctora Baring-. Expone su técnica con toda franqueza.
– De todas maneras lo habría adivinado, así que es mejor exhibirse abiertamente y adquirir una inmerecida fama de sincero. La gran ventaja de decir la verdad es que nadie se la cree… Es la base de ψεύδη λέγειν ὡς δει
– De modo que hay un filósofo que no es un misterio para usted, ¿no? La próxima vez empezaré con Aristóteles.
La rectora se volvió hacia la comensal que estaba a su izquierda y dejó en paz a Wimsey.
– Lo siento, pero no tenemos ninguna bebida fuerte que ofrecerle -dijo la decana.
El rostro de Wimsey expresaba con elocuencia una mezcla de recelo y picardía.
– «El sapo que está bajo el rastrillo sabe hacia dónde va cada una de las afiladas púas.» ¿Siempre ponen a prueba a sus invitados con preguntas difíciles