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– Pero mujer, es completamente distinto. Lo uno es natural; lo otro… No sé, me parece una degeneración absoluta de la materia gris. Incluso ha escrito un libro.

– ¿Sobre ágapes?

– Sí. Y la sabiduría superior. Y el pensamiento bello; esas cosas. Y encima, con una sintaxis espantosa.

– ¡Dios santo! Sí, es tremendo, ¿verdad? No entiendo por qué esas religiones estrambóticas afectan tanto a la gramática.

– Debe de ser una especie de putrefacción intelectual que llega a todas partes, pero lo que no sé es cuál de las dos causa la otra, o si las dos son síntomas de otra cosa. Entre la curación mental de Trimmer y el nudismo de Henderson…

– ¡Qué me dices!

– Como lo oyes. Está ahí, en la mesa de al lado. Por eso está tan morena.

– Y su vestido tiene tan mal corte… Supongo que pensará que si no puede ir desnuda, debe ir mal vestida.

– A veces pienso si a muchas de nosotras no nos vendría bien un poco de sana maldad.

En ese momento la señorita Mollison, que estaba tres asientos más allá en el mismo lado de la mesa, se inclinó sobre sus vecinas y gritó algo.

– ¿Qué? -gritó Phoebe a su vez.

La señorita Mollison se inclinó aún más, aplastando hasta tal extremo a Dorothy Collins, Betty Armstrong y Mary Stokes que estuvo a punto de sofocarlas.

– Espero que la señorita Vane no le esté contando nada demasiado espeluznante.

– ¡No! -replicó Harriet en voz muy alta-. Es la señora Bancroft quien me está poniendo a mí los pelos de punta.

– ¿Cómo?

– Me está contando la vida de las de nuestro curso.

– ¡Ah! -exclamó la señorita Mollison, desconcertada.

El apretado grupo se deshizo con la llegada de un plato de cordero con guisantes y las vecinas de mesa de la señorita Mollison pudieron volver a respirar; pero Harriet comprobó, horrorizada, que la pregunta y la respuesta parecían haber abierto una vía para una mujer de piel oscura y aire decidido, con grandes gafas y rígido peinado, sentada frente a ella, que se inclinó hacia delante y dijo, con cerrado acento norteamericano:

– Supongo que no me recordará, señorita Vane. Solo estuve aquí un curso, pero yo la reconocería en cualquier parte. Siempre recomiendo sus libros a mis amigos de Estados Unidos, que están muy interesados en el estudio de la novela policíaca británica, porque pienso que son extraordinariamente buenos.

– Es usted muy amable -replicó Harriet débilmente.

– Y tenemos un conocido común, muy querido por las dos -añadió la señora de las gafas.

¡Dios!, pensó Harriet. ¿Y ahora qué pesado saldrá de la oscuridad? ¿Y quién es esta espantosa fémina?

– ¿De verdad? -dijo, tratando de ganar tiempo mientras hurgaba en su memoria-. ¿Y quién es, señorita…?

– Schuster-Slatt -le sopló Phoebe al oído.

– Schuster-Slatt.

Claro. Llegó en el primer bimestre de verano de Harriet. Al parecer, estudiaba derecho. Se marchó después de un bimestre porque las condiciones de Shrewsbury coartaban la libertad, entró en la Asociación de Estudiantes y desapareció felizmente de su vida.

– Qué lista es usted. Aún recuerda mi nombre. Pues sí, le sorprenderá, pero en mi trabajo veo a muchos miembros de la aristocracia británica -¡Maldición!, pensó Harriet. El estridente tono de la señorita Schuster-Slatt se oía incluso en medio de la barahúnda general-. Su fascinante lord Peter. Fue amabilísimo conmigo, y cuando le conté que habíamos estudiado juntas en la universidad mostró mucho interés. Me parece un hombre adorable.

– Tiene muy buenos modales -replicó Harriet.

Pero la insinuación era demasiado sutil. La señorita Schuster-Slatt añadió:

– Fue encantador conmigo cuando le expliqué mi trabajo. -En qué consistirá, pensó Harriet-. Y, claro, yo quería que me hablase de sus emocionantes investigaciones como detective, pero es demasiado modesto para contar nada. Dígame una cosa, señorita Vane: ¿lleva ese monóculo tan bonito por la vista o por una antigua tradición inglesa?

– Jamás he tenido la impertinencia de preguntárselo -replicó Harriet.

– ¡Ay, la famosa reticencia británica! -exclamó la señorita Schuster-Slatt, y a continuación intervino Mary Stokes.

– ¡Vamos, Harriet, háblanos de lord Peter! Si se parece a las fotografías, debe de ser encantador. Y tú lo conoces muy bien, ¿no?

– Trabajé con él en un caso.

– Debió de ser fascinante. Cuéntanos cómo es él.

– Si tenemos en cuenta -dijo Harriet con un tono que expresaba su desesperación y su enfado-, si tenemos en cuenta que me sacó de la cárcel y que probablemente me libró de la horca, es natural que lo encuentre encantador.

– Ah -dijo Mary Stokes, sonrojándose y apartando la mirada de los furibundos ojos de Harriet como si hubiera recibido un golpe-. Lo siento… No sabía…

– En fin, me temo que no he tenido el menor tacto -dijo la señorita Schuster-Slatt-. Ya me lo decía mi madre: «Sadie, eres la chica con menos tacto que he tenido la desgracia de conocer». Pero es que me he dejado llevar por el entusiasmo. No me paro a pensar. Me pasa lo mismo con mi trabajo. No tengo en cuenta mis sentimientos, ni los sentimientos de los demás. Me lanzo de cabeza sobre lo que quiero, y en la mayoría de los casos lo consigo.

Tras lo cual, con más sensibilidad de lo que cabía esperar, desvió triunfalmente la conversación hacia su trabajo, que al parecer estaba relacionado con la esterilización de los incapacitados y el fomento del matrimonio entre los intelectuales.

Mientras tanto, Harriet, abatida, pensaba en qué diablos se habría apoderado de ella para hacer gala de todos los rasgos desagradables de su carácter solo con oír el nombre de Wimsey. Él no le había hecho ningún daño; simplemente la había salvado de una muerte ignominiosa, le había ofrecido una lealtad inquebrantable y jamás le había exigido ni había esperado gratitud, por ninguna de las dos cosas. No estaba bien que ella se lo devolviera con rencor y gruñidos. He de reconocer que tengo un tremendo complejo de inferioridad, pensó, pero el hecho de reconocerlo no me ayuda a librarme de él. Peter podría haberme gustado tanto si lo hubiera conocido en igualdad de condiciones…

La rectora dio unos golpes en la mesa y en el comedor se hizo un grato silencio. Una oradora se levantó para proponer el brindis de la universidad.

Con tono grave, desplegó el gran pergamino de la historia, abogó por las humanidades, proclamando la Pax Academica ante un mundo aterrorizado y desasosegado. «Se dice que Oxford es la morada de las causas perdidas; si el amor al saber por el saber mismo es una causa perdida en el resto del mundo, encarguémonos de que, al menos, encuentre aquí su hogar permanente.»

Magnífico, pensó Harriet, pero no es la guerra. Y a continuación su imaginación se puso a tejer y destejer las palabras pronunciadas y lo vio como una guerra santa, y aquel grupo de mujeres parlanchinas, heterogéneo, incluso ligeramente absurdo, fundido en una unidad corporativa entre sí y con todo hombre y toda mujer para quienes la integridad intelectual significaba algo más que una ganancia materiaclass="underline" defensores de la torre del alma humana, con sus diferencias olvidadas ante el enemigo común. Ser fiel a la propia vocación, por muchas locuras que pudieran cometerse en la vida emocionaclass="underline" ese era el camino hacia la paz espiritual. ¿Cómo sentirse prisionero, siendo ciudadano de tan gran ciudad, o humillado, allí donde todos disfrutaban de sus derechos de ciudadanía en condiciones de igualdad? La eminente profesora que replicó habló de una diversidad del talento pero del mismo espíritu. Aquel tono siguió vibrando en los labios de cada oradora y en los oídos de cada oyente. Y el resumen del año académico que hizo la rectora no desentonó: nombramientos, becas de investigación, licenciaturas… detalles domésticos de la disciplina sin la que no podía funcionar la comunidad. Con el hechizo de aquella noche de celebraciones, cualquiera podía darse cuenta de que era ciudadana de una ciudad nada desdeñable. Podía ser antigua y anticuada, con edificios incómodos y calles angostas por donde los transeúntes tenían que pelearse para circular, pero sus cimientos estaban asentados sobre las sagradas colinas y sus chapiteles tocaban los cielos.