Harriet le deslizó una mano bajo el brazo.
– No, ahora ya nos hemos metido en ello. Nos rebajaremos juntos.
– Estaría bien. Como los amantes en esa película de Stroheim, nos sentaremos en la cloaca.
Harriet notaba los músculos y los huesos de Peter, tranquilizadoramente humanos bajo la fina tela. Pensó: Él y yo pertenecemos al mismo mundo, y todas estas personas son las extrañas. Y a continuación: ¡Qué demonios! Esta pelea entre las dos… ¿por qué se tiene que meter nadie? Pero eso era absurdo.
– ¿Qué quieres que haga, Peter?
– Que me lances la pelota si se sale del círculo, pero no de una forma evidente. Solo tienes que emplear tu devastadora habilidad para no irte por las ramas y decir la verdad.
– Parece fácil.
– Y lo es… para ti. Por eso te quiero. ¿No lo sabías? Bueno, ahora no podemos ponernos a discutir por eso; pensaría que estamos tramando algo.
Harriet le soltó el brazo y entró en la habitación delante de él, avergonzada y, en consecuencia, desafiante. El café ya estaba en la mesa, y los miembros del claustro a su alrededor, sirviéndose. Harriet vio que la señorita Barton iba a abalanzarse sobre Peter, ofreciéndole cortésmente un refrigerio con los labios per con un destello de resolución en los ojos. A Harriet no le importaba de momento qué le ocurriera a Peter. Ya le había dado un nuevo problema para entretenerse, y se retiró a un rincón con una taza de café, un cigarrillo y el problema. Muchas veces había pensado, con cierta imparcialidad, qué sería lo que Peter valoraba de ella y lo que al parecer había valorado desde el primer día, cuando estaba en el banquillo de los acusados y tuvo que defender su vida. Ahora que lo sabía, pensó que rara vez se podrían haber aducido como escusa para amar dos cualidades más antipáticas.
– Pero ¿de verdad se siente cómodo haciendo eso, lord Peter?
– No… No se lo recomendaría a nadie como actividad cómoda, pero ¿tiene gran importancia su comodidad, la mía o la de nadie?
Probablemente la señorita Barton se lo tomó como una frivolidad, pero Harriet reconoció aquella voz que había dicho implacable: «¿Qué importa si hace daño…?». Que lo resuelvan ellos… Antipáticas, pero si Peter hablaba en serio, explicaba muchas cosas. Eran unas cualidades que podían reconocerse bajo las condiciones más sórdidas… «Imparcialidad… Si encuentra a alguien que la aprecie por eso, ese cariño será sincero.» Era lo que había dicho la señorita De Vine, que no estaba muy lejos, con los ojos tras los gruesos cristales de las gafas clavados en Peter, con una mirada extraña, calculadora.
Las conversaciones en grupo empezaban a decaer, y la gente a guardar silencio mientras se sentaba. Las voces de la señorita Allison y de la señorita Stevens se elevaron hasta dominar todo lo demás. Hablaban sobre un asunto del college, con vehemencia, airadamente. Apelaron a la opinión de la señorita Burrows. La señorita Shaw se dirigió a la señorita Chilperic para hacer un comentario sobre «el baño de las solteronas»; la señorita Chilperic empezó a dar una respuesta minuciosa, demasiado minuciosa y larga, de modo que llamó la atención de todo el mundo, vaciló, empezó a sentirse confusa y se calló. Con expresión preocupada, la señorita Lydgate escuchaba una anécdota que le contaba la señora Goodwin sobre su hijo, y en medio de todo, la señorita Hillyard, que estaba lo suficientemente cerca para oírlo, se levantó de forma harto significativa, fue a apagar su cigarrillo en un cenicero que le quedaba bastante lejos y se trasladó lentamente, como con desgana, hasta un asiento bajo la ventana junto al que seguía de pie la señorita Barton. Harriet vio su mirada irritada, ardiente, clavada en la cabeza inclinada de Peter, después que la volvía hacia el patio bruscamente y a continuación la clavaba de nuevo en Peter. La señorita Edwards, que estaba sentada en una silla baja enfrente de Harriet, con las manos apoyadas en las rodillas e inclinada hacia delante, con una actitud un tanto hombruna, daba la impresión de estar a la espera de algo. La señorita Pyke, de pie, encendiendo un cigarrillo, con expresión de interés, parecía acechar una oportunidad para que Peter le hiciera caso, pero mucho más tranquila que las demás. La decana, acurrucada en una butaca, escuchaba de buen grado lo que decían Peter y la señorita Barton. En realidad todo el mundo estaba pendiente de lo que hablaban, y al mismo tiempo la mayoría intentaba fingir que Wimsey era un invitado más, que no era un enemigo, un espía. Intentaban evitar que fuera el centro de atención, puesto que ya era el centro de la reflexión.
Sentada en una butaca junto a la chimenea, la rectora no prestaba ayuda a nadie. Los esfuerzos por reanimar las conversaciones fueron debilitándose, uno tras otro, dejando la única voz de tenor flotando en el aire, como un instrumento que ejecuta un solo cuando la orquesta guarda silencio:
– La ejecución del culpable resulta desagradable, pero no tan angustiosa como el sacrificio de los inocentes. Si vienes a por mí, ¿no me permitirías que te diera un arma más útil?
Wimsey miró a su alrededor, y al darse cuenta de que, salvo la señorita Pyke, Harriet y él, todo el mundo guardaba silencio, hizo una pausa a modo de interrogación que parecía cortesía, pero que Harriet clasificó mentalmente como «buena representación teatral».
La señorita Pyke se dirigió delante de él hacia un sofá grande junto al asiento de la señorita Hillyard y mientras se acomodaba en un rincón dijo:
– ¿Se refiere usted a las víctimas del asesino?
– No repuso Peter-. Me refiero a mis víctimas. -Se sentó entre la señorita Pyke y la señorita Barton y añadió cordialmente-: Verán; descubrí por casualidad que una joven había matado a una mujer mayor por su dinero. No es que importara mucho, porque la anciana se estaba muriendo y la chica, aunque no lo sabía, habría heredado ese dinero. En cuanto empecé a meterme en el asunto, la chica se puso otra vez a la tarea, mató a dos personas inocentes para cubrirse las espaldas y agredió a otras tres con intenciones homicidas. Al final se suicidó. Si yo la hubiera dejado en paz, en lugar de cuatro muertes, podría haber habido solo una.
– ¡Válgame Dios! -exclamó la señorita Pyke-. ¡Pero esa mujer habría quedado libre!
– Sí, claro. No era una mujer buena y ejercía mala influencia sobre ciertas personas, pero ¿quién mató a los otros dos inocentes? ¿Ella o la sociedad?
– Fueron asesinados por el miedo que la muchacha tenía a la pena de muerte -terció la señorita Barton-. Si esa pobre desgraciada hubiera recibido tratamiento médico, ella y los demás seguirían vivos.
– He dicho que era una buena arma, pero no es tan sencillo. Sí no hubiera matado a los demás, probablemente nunca la habríamos pillado, y si estuviera siguiendo tratamiento médico, viviría divinamente y encima pervirtiendo a otros, si es que le parece que eso tiene alguna importancia.
– Me parece que está sugiriendo que esas víctimas inocentes murieron por el pueblo, que fueron sacrificadas en aras de un principio social -dijo la rectora, mientras la señorita Barton lo debatía en su fuero interno.
– O al menos de los principios sociales de usted -dijo la señorita Barton.
– Gracias. Pensaba que iba a decir de mi desmedida curiosidad.
– Podría haberlo dicho perfectamente -dijo la señorita Barton sin ambages-. Pero como usted reivindica unos principios, a eso nos atendremos.
– ¿Quiénes eran las otras tres personas a las que agredió? -preguntó Harriet, que no tenía ningunas ganas de dejar que la señorita Barton se saliera con la suya tan fácilmente.
– Un abogado, un colega mío y yo, pero eso no demuestra que yo tenga principios. Soy capaz de dejar que me maten por pura diversión. ¿Quién no?
– Comprendo -replicó la decana-. Es curioso que nos pongamos tan solemnes con los asesinatos y las ejecuciones y nos importe tan poco correr riesgos con los automóviles, nadando, escalando montañas y demás. Supongo que preferimos morir por pura diversión.