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– Parece ser que el principio social consiste en que deberíamos morir para nuestra propia diversión, no para la de otras personas -apuntó la señorita Pyke.

– Por supuesto que reconozco que habría que evitar el asesinato y que los asesinos causaran más daño -replicó la señorita Barton muy enfadada-. Pero no habría que castigarlos y mucho menos matarlos.

– Supongo que habría que mantenerlos en los hospitales, con un gasto enorme, junto con otros ejemplares incapacitados -dijo la señorita Edwards-. Como bióloga he de decir que creo que podría emplearse mejor el dinero público. Con todos los cretinos y despojos humanos que dejamos que anden por ahí sueltos y propaguen su especie, acabaremos debilitando naciones enteras.

– La señorita Schuster-Slatt abogaría por la esterilización -dijo la decana.

– Según creo, ya lo están intentando en Alemania -dijo la señorita Edwards.

– Y también relegando a la mujer al lugar que le corresponde en el hogar -dijo la señorita Hillyard.

– Pero allí ejecutan a mucha gente, así que la señorita Barton no puede aceptar esa organización por completo -dijo Wimsey.

La señorita Barton protestó airadamente ante tal sugerencia e insistió en que sus principios sociales se oponían a cualquier clase de violencia.

– ¡Qué tontería! -exclamó la señorita Edwards-. No se puede poner en práctica ningún principio sin ejercer violencia sobre alguien, directa o indirectamente. Cada vez que rompemos el equilibrio de la naturaleza damos entrada a la violencia, y de todos modos, si se deja que la naturaleza siga su curso, también hay violencia. Estoy de acuerdo en que no habría que ahorcar a los asesinos; es un derroche y una crueldad, pero no estoy de acuerdo en que haya que darles comida y alojamiento mientras que las personas decentes pasamos apuros. Desde el punto de vista económico, habría que utilizarlos para experimentos científicos.

– ¿Para contribuir a la conservación de los discapacitados? -preguntó Wimsey secamente.

– Para contribuir a establecer hechos científicos -replicó la señorita Edwards aún más secamente.

– En eso estamos de acuerdo -dijo Wimsey-. Por fin hemos encontrado un terreno común. Establecer los hechos, independientemente de los resultados.

– Lord Peter, en ese terreno su curiosidad pasa a ser un principio -dijo la rectora-. Y muy peligroso.

– Pero el hecho de que A mate a B no es necesariamente toda la verdad -replicó la señorita Barton-. La provocación de A y su estado de salud también son hechos.

– Eso nadie lo pone en duda -replicó la señorita Pyke-, pero ni mucho menos se puede pedir al investigador que se exceda en su trabajo. Si no podemos llegar a ninguna conclusión por temor a que alguien la utilice de una forma imprudente, volvemos a la época de Galileo. Habría que ponerle un límite a los descubrimientos.

– Pues ojalá dejáramos de descubrir cosas como el gas venenoso -dijo la decana.

– No puede ponerse objeción alguna a los descubrimientos, pero ¿es siempre conveniente hacerlos públicos? -preguntó la señorita Hillyard-. En el caso de Galileo, la Iglesia…

– Con eso jamás estará de acuerdo un científico -la interrumpió la señorita Edwards-. Suprimir un hecho equivale a hacer pública una falsedad.

Harriet perdió el hilo de la conversación, en la que ya participaba todo el mundo, durante unos minutos. Se daba cuenta de que había llegado a ese extremo a propósito, pero no tenía ni idea de lo que se proponía Peter. Sin embargo, saltaba a la vista que le interesaba mucho. Sus ojos, bajo los párpados entrecerrados, estaban atentos. Parecía un gato acechando ante una ratonera. ¿O estaría relacionándolo casi inconscientemente con su blasón? «Sable; tres ratones en plata. Emblema: un gato doméstico…»

– Por supuesto, si piensa que las lealtades personales van por delante de la lealtad al trabajo… -dijo la señorita Hillyard.

«Agazapado como para saltar.» Así que eso era lo que Peter estaba esperando. Casi se podía ver el erizamiento de su sedoso pelo.

– Yo no digo que haya que ser desleal al propio trabajo por razones personales, por supuesto -dijo la señorita Lydgate-, pero no cabe duda de que si se asumen responsabilidades personales, hay un deber que cumplir en ese sentido. Si el trabajo interfiere con ellas, quizá habría que renunciar al trabajo.

– Estoy de acuerdo con usted -dijo la señorita Hillyard-, pero claro, yo tengo pocas responsabilidades personales, y quizá no sea la más indicada para hablar. ¿Qué opina usted, señora Goodwin?

Se hizo un silencio sumamente incomodo.

– Si se trata de algo personal, comparto hasta tal punto su opinión que le he pedido a la doctora Baring que acepte mi dimisión -contestó la secretaria, levantándose y encarándose con la tutora-. No por las monstruosas acusaciones que se han vertido contra mí, sino porque comprendo que, dadas las circunstancias, no puedo hacer mi trabajo tan bien como debería. Pero están ustedes muy equivocadas si piensan que yo estoy detrás de los problemas de este college. Me marcho, y pueden decir lo que quieran de mí, pero también yo puedo decir que quien tan apasionadamente cree en los hechos, debería recabarlos de fuentes imparciales. Al menos la señorita Barton reconocerá que la salud mental es un hecho como cualquier otro.

En el horripilante silencio que siguió, Peter dejó caer unas palabras como otros tantos trozos de hielo.

– No se marche, por favor.

La señora Goodwin se detuvo en seco, ya con la mano en el picaporte.

– Sería una lástima tomarse de una forma personal lo que se dice en una conversación de carácter general -intervino la rectora-. Estoy segura de que la señorita Hillyard no tenía esa intención. Naturalmente, unas personas tienen más oportunidades que otras para ver las dos caras de una cuestión. En su tipo de trabajo deben de producirse con frecuencia tales conflictos de lealtades, lord Peter.

– Sí, desde luego. En una ocasión creí que se me presentaba la simpática oportunidad de elegir entre colgar a mi hermano o a mi hermana. Por suerte, no pasó nada.

– Pero ¿suponiendo que sí hubiera pasado algo? -preguntó la señorita Barton, disfrutando del argumentum ad hominem.

– Ah, pues… ¿qué hace en ese caso el detective ideal, señorita Vane?

– El protocolo profesional recomendaría arrancar una confesión y a continuación servir veneno para dos en la biblioteca.

– ¿Ve lo fácil que es cuando se cumplen las reglas? -dijo Wimsey-. La señorita Vane no tiene ningún reparo. En lugar de perjudicar mi prestigio, me destruye con mano firme, pero no siempre es tan sencillo. ¿Y el pintor genial que tiene que elegir entre dejar que su familia se muera de hambre o decorar teteras para mantenerla?

– No debería tener esposa ni familia -repuso la señorita Hillyard.

– ¡Pobrecillo! Entonces tendría otra interesante posibilidad: las represiones o la inmoralidad. Supongo que la señora Goodwin se opondría a las represiones y algunas personas podrían oponerse a la inmoralidad.

– Eso no importa -terció la señorita Pyke-. Ha planteado el hipotético caso de una esposa y una familia. Pues… podría dejar de pintar, lo que, si realmente es un genio, supondría una pérdida para el mundo, pero no debería pintar cuadros malos, porque eso sería una auténtica inmoralidad.

– ¿Por qué? -preguntó la señorita Edwards-. ¿Qué importancia tienen unos cuantos cuadros malos más o menos?

– Claro que tienen importancia -replicó la señorita Shaw, que sabía bastante de pintura-. Un mal cuadro de un buen pintor es una traición a la verdad… a su verdad.

– Esa verdad es solo relativa -objetó la señorita Edwards.

La decana y la señorita Burrows se lanzaron a degüello sobre ese comentario, y Harriet, al ver que la polémica podía írseles de las manos, pensó que había llegado el momento de recuperar la pelota y devolverla. Había comprendido lo que hacía falta, pero no por qué.