– Si no coincide con lo de los pintores, pongamos otro caso, el de un científico, por ejemplo.
– No tengo nada que objetar a las teteras científicas. Quiero decir que un libro popular no necesariamente carece de rigor científico -dijo la señorita Edwards.
– Siempre y cuando no falsee los hechos -replicó Wimsey-. Pero podría ser algo distinto. Por poner un ejemplo concreto… alguien escribió una novela titulada La búsqueda…
– C.P. Snow -interrumpió la señorita Burrows-. Qué curioso que se refiera a ella. Era el libro que…
– Ya lo sé -replicó Peter-. Posiblemente por eso se me ha venido a la cabeza.
– Yo no lo he leído -dijo la rectora.
– Ah, yo sí -dijo la decana-. Es sobre un hombre que empieza siendo científico y le va muy bien hasta que, justo cuando lo van a nombrar para un cargo importante, descubre que ha cometido un error por descuido en una investigación. No había comprobado los resultados de su ayudante o algo. Alguien lo descubre, y no consigue el puesto, así que llega a la conclusión de que en realidad no le interesa la ciencia.
– Evidentemente -dijo la señorita Edwards-. Solo le interesaba el puesto.
– Pero si solo fue un error… -intervino la señorita Chilperic.
– Lo importante es lo que le dice un científico de cierta edad. Le dice: «El único principio ético que ha hecho posible la ciencia es que siempre hay que decir la verdad. Si no penalizamos las declaraciones falsas realizadas por error, abriremos la puerta a las declaraciones falsas intencionadas. Y una declaración falsa sobre un hecho, realizada deliberadamente, es el delito más grave que puede cometer un científico», o algo parecido. Quizá la cita no sea exacta.
– Eso es cierto, por supuesto. Nada puede excusar la falsificación deliberada.
– Ha ocurrido con frecuencia -terció la señorita Hillyard-. Por defender un argumento, o por ambición.
– ¿Ambición de qué? -dijo la señorita Lydgate-. ¿Qué satisfacción se podría obtener de un prestigio que sabes que no te mereces? Sería terrible.
A todos los presentes, tan circunspectos, los dejó pasmados la inocencia de aquellas palabras indignadas.
– ¿Y los cánones falsificados… Chatterton… Ossian… Henry Ireland… esos opúsculos del siglo XIX el otro día…?
– Sí, lo sé. Sé que hay personas que lo hacen, pero ¿por qué? -preguntó perpleja la señorita Lydgate-. Deben de estar locas.
– En la misma novela, alguien falsea adrede un resultado, quiero decir más adelante, para obtener un trabajo -añadió la decana-. Y el hombre que cometió el error al principio lo descubre, pero no dice nada, porque el otro anda muy mal de dinero y tienen esposa e hijos que mantener.
– ¡Hay que ver con las esposas y los hijos! -exclamó Peter.
– ¿Y el autor lo aprueba? -preguntó la rectora.
– Pues el libro acaba ahí, así que supongo que sí -contestó la decana.
– Pero ¿alguien aquí presente lo aprueba? Se hace pública una falsedad y la persona que podría corregirla lo deja pasar por piedad. ¿Alguna de ustedes haría lo mismo? Ahí tiene su campo de pruebas, señorita Barton, sin nada personal.
– Claro que no podría hacerse una cosa así -contestó la señorita Barton-. Ni por diez esposas y cincuenta hijos.
– ¿Ni por Salomón y todas sus esposas y concubinas? La felicito por dar la nota tan poco femenina, señorita Barton. ¿Nadie tiene nada que decir a favor de las mujeres y los niños?
Ya sabía yo que nos jugaría alguna trastada, pensó Harriet.
– Eso le gustaría oír ¿verdad? – dijo la señorita Hillyard.
– No pone entre la espada y la pared -terció la decana-. Si lo decimos, puede argumentar que la feminidad nos incapacita para el saber, y si no lo decimos, puede argumentar que el saber no hace poco femeninas.
– Puesto que en los dos casos puedo resultar ofensivo, no tienen nada que ganar no diciendo la verdad -replicó Wimsey.
– La verdad es que nadie puede defender lo indefendible -dijo la señora Goodwin.
– De todos modos, me parece un caso demasiado artificial -se apresuró a objetar la señorita Allison-. Raramente podría darse, y si se diera…
– Claro que se da -interrumpió la señorita De Vine-. Ha ocurrido, y me ha ocurrido a mí. No me importa contarlo, sin dar nombres, por supuesto. Cuando estaba en Flamborough College, examinando las tesis doctorales en la Universidad de York, un hombre presentó un trabajo muy interesante sobre un tema histórico. Era una proposición sumamente convincente, pero dio la casualidad de que yo sabía que era falsa, porque existía una carta en una recóndita biblioteca de una ciudad del extranjero que la contradecía por completo. La encontré cuando estaba investigando otra cosa. No habría tenido mayor importancia, por supuesto, pero los documentos internos demostraban que el hombre debía de haber tenido acceso a esa biblioteca. Así que tuve que hacer averiguaciones y descubrí que aquel hombre había estado allí, que tenía que haber visto la carta y que la había omitido a propósito.
– Pero ¿cómo puede estar tan segura de que había visto la carta? -preguntó la señorita Lydgate con ansiedad-. Quizá fuera un simple descuido, y eso sería muy distinto.
– No solo la había visto, sino que la robó -contestó la señorita De Vine-. Lo obligamos a reconocerlo. Descubrió la carta cuando su tesis estaba casi terminada y no tenía tiempo de reescribirla. Y además supuso un terrible golpe para él, porque estaba entusiasmado con su propia teoría y no soportaba tener que abandonarla.
– Lo lamento, pero eso es lo que distingue a un intelectual irresponsable -dijo la señorita Lydgate con tono lastimero, como si hablara de una enfermedad incurable.
– Pero pasó una cosa curiosa -añadió la señorita De Vine -. Tuvo la suficiente falta de escrúpulos para mantener la falsa conclusión, pero era demasiado buen historiador para destruir la carta. Se la guardó.
– Debió de resultarle terriblemente doloroso -dijo la señorita Pyke.
– Quizá tuviera la idea de darla a conocer algún día y limpiar su conciencia -dijo la señorita De Vine-. No lo sé, y creo que tampoco él lo sabía muy bien.
– ¿Qué fue de él? -preguntó Harriet.
– Por supuesto, eso supuso su fin. Perdió la cátedra y le retiraron el título. Una lástima, porque a su manera era brillante… y muy guapo, si acaso eso tienen algo que ver.
– ¡Pobre hombre! -exclamó la señorita Lydgate-. Debía de necesitar desesperadamente el trabajo.
– Significaba mucho para él económicamente. Estaba casado y andaba mal de dinero. No sé qué habrá sido de él. Eso ocurrió hace unos seis años. Abandonó la universidad por completo. Lo sentí, pero así son las cosas.
– No podría haber hecho nada más -dijo la señorita Edwards.
– Claro que no. Un hombre tan poco fiable no es solo inútil, sino peligroso. Podría haber hecho cualquier cosa.
– Supongo que aprendería la lección -intervino la señorita Hillyard-. No le mereció la pena ¿no? Sacrificar su honor profesional por las mujeres y los hijos de los que tanto estamos hablando… y al final acabar aún peor.
– Pero eso es solo porque cometió otro pecado: que lo descubrieran -objetó Peter.
– A mí me parece… -empezó a decir la señorita Chilperic tímidamente, pero se calló.
– ¿Sí? -la animó Peter.
– Pues… ¿no debería tenerse en cuenta el punto de vista de las mujeres y los hijos? O sea… si la esposa sabía que su marido había hecho una cosa así por ella, ¿cómo se sentiría?
– Eso es muy importante -concedió Harriet-. Supongo que se sentiría fatal.
– Depende -dijo la decana-. No creo que a nueve de cada diez mujeres les importara un bledo.
– ¡Pero qué barbaridad! -exclamó la señorita Hillyard.