– ¿Usted cree que a una mujer le preocupa el honor de su marido… aunque lo haya sacrificado por ella? -preguntó la señorita Stevens-. Porque yo no los sé.
– Yo pensaría que se sentiría como un hombre que… -dijo la señorita Chilperic, tartamudeando un poco por el nerviosismo-, o sea ¿no sería como vivir de los ingresos que alguien obtiene de una forma inmoral?
– Si me lo permite, creo que en eso exagera -replicó Peter-. Al hombre que hace una cosa así, si no ha llegado demasiado lejos para haber perdido todo el sentimiento, lo asaltan otras preocupaciones, algunas de las cuales no tienen nada que ver con la ética, pero es muy interesante que establezca la comparación.
Miro a la señorita Chilperic tan fijamente que ella se sonrojó.
– A lo mejor he dicho una tontería.
– No, pero si algún día a la gente se le ocurre valorar el honor del intelecto tanto como el honor del cuerpo, viviremos una revolución social sin precedentes, y muy distinta de la que se está haciendo en estos momentos.
La señorita Chilperic parecía tan asustada ante la idea de fomentar la revolución social que solo la oportuna entrada de dos criadas para retirar las tazas y librarla de la necesidad de replicar pareció evitar que se la tragara la tierra.
– Estoy completamente de acuerdo con la señorita Chilperic -dijo Harriet-. Si alguien hiciera algo deshonroso y después dijera que lo había hecho por ti, sería el peor de los insultos. ¿Cómo podrías volver a sentir lo mismo por él?
– Desde luego, debe de viciar la relación -dijo la señorita Pyke.
– ¡Qué tontería! -exclamó la decana-. ¿A cuántas mujeres les importa la integridad intelectual de nadie? Solo a las mujeres como nosotras, con demasiados estudios. Mientras el hombre no falsifique un cheque, desvalije la caja de un establecimiento o haga algo socialmente degradante, la mayoría de las mujeres pensarán que tiene perfecta justificación. Pregúntele a la señora Huesos, la esposa del carnicero, o a la señorita Cinta, la hija del sastre, lo mucho que les preocuparía suprimir un hecho en una polvorienta tesis histórica.
– Todas apoyarían al marido -dijo la señorita Allison-. Bueno o malo, es mi hombre, dirían. Aunque haya robado la caja de un establecimiento.
– Pues claro que sí -terció la señorita Hillyard-. Eso es lo que el hombre quiere. No te daría las gracias por una crítica al hogar.
– ¿Cree que tiene que tener a la mujer femenina? -preguntó Harriet-. ¿Qué quiere, Annie? ¿Mi taza? Aquí tiene… Alguien que diría: «Cuanto mayor el pecado, mayor el sacrificio, y en consecuencia, mayor el apego». ¡Pobre señorita Schuster-Slatt!… Supongo que reconforta que te digan que te quieren hagas lo que hagas.
– Ah, sí -dijo Peter, y añadió con su mejor voz de instrumento de viento:
Y dicen ellas: «Ni mi caballero es,
ni caballero de Dios será»… tú,
mucho más blanco y más puro,
mucho más fiel y amable,
a mi lado para siempre estarás…
»William Morris tenía momentos en los que era un hombre varonil al ciento por ciento.
– ¡Pobre Morris! -exclamó la decana.
– Entonces era joven -añadió Peter con benevolencia-. Si se para uno a pensarlo, es curioso que los términos «femenino» y «varonil» resulten casi más insultantes que sus antónimos. Sientes la tentación de pensar que quizá sea cierto que en el sexo hay algo poco delicado.
– Y todo por tanto estudiar -proclamó la decana mientras la criada cerraba la puerta-. Y aquí estamos nosotras sentadas, desvinculándonos de la bondadosa señora Huesos y de esa encantadora muchacha, la señorita Cinta…
– Por no hablar de esos hombres estupendos, tan varoniles ellos, los Huesos y los Cintas -terció Harriet.
– Y mientras, yo aquí desolado en el medio, «como cabaña en pepinar» -dijo Peter.
– Sí que lo parece -replicó Harriet, riendo-. El único vestigio de la humanidad, en un páramo frío, amargo e indigesto.
Hubo risas y después un repentino silencio. Harriet notó una tensión nerviosa en la habitación, pequeñas hebras de ansiedad y expectación que se tendían, se entrecruzaban, vibraban. Ahora alguien va a mencionarlo, todo el mundo decía para sus adentros. Se ha reconocido el terreno, han retirado el café de en medio, los combatientes están dispuestos al ataque… ahora ese afable caballero de afilada lengua se desenmascarará y aparecerá como lo que es, un inquisidor, y todo va a resultar muy desagradable.
Lord Peter sacó un pañuelo, limpió meticulosamente el monóculo, volvió a colocárselo, miró con severidad a la rectora y elevó una voz dolida y enérgica para quejarse del vertedero.
La rectora se marchó, tras expresar cortésmente su agradecimiento a la señorita Lydgate por la hospitalidad de la sala del profesorado e invitar gentilmente a su señoría a visitarla en su casa en cualquier momento que le viniera bien durante su estancia en Oxford. Varias profesoras se levantaron y empezaron a salir, murmurando que tenían que revisar trabajos de alumnas antes de acostarse. La conversación había girado sobre diversos temas. Peter había soltado las riendas para dejar que siguiera por donde quisiera, y Harriet, al comprenderlo, apenas se había molestado en seguirla. Al final solo quedaron Peter y ella, la decana, la señorita Edwards (al parecer encantada con la conversación de Peter), la señorita Chilperic, silenciosa y casi invisible en un rincón oscuro y, para sorpresa de Harriet, la señorita Hillyard.
Los relojes dieron las once. Wimsey se levantó y dijo que tenía que marcharse. Todo el mundo se puso en pie. El patio viejo estaba a oscuras, salvo el reflejo de las ventanas iluminadas, el cielo se había encapotado y empezaba a levantarse un viento que agitaba las ramas de las hayas.
– Buenas noches -dijo la señorita Edwards-. Ya me encargaré de que le den una copia de ese trabajo sobre los grupos sanguíneos. Creo que le parecerá interesante.
– Por supuesto que sí. Muchas gracias -replicó Wimsey.
La señorita Edwards salió con paso enérgico.
– Buenas noches, lord Peter.
– Buenas noches, señorita Chilperic. Avíseme cuando esté a punto de empezar la revolución social, que iré a morir en las barricadas.
– Estoy segura de que lo haría -repuso la señorita Chilperic, para asombro de todos, y desafiando la tradición, le estrechó la mano.
– Buenas noches -dijo la señorita Hillyard sin dirigirse a nadie en especial, y salió rápidamente con la cabeza muy alta.
La señorita Chilperic revoloteó hasta la oscuridad como una mariposilla pálida, y la decana dijo:
– ¡Bueno! -Y añadió con tono interrogativo-: ¿Y bien?
– Ya ha pasado, y ha ido bien -dijo Peter tranquilamente.
– Pero ha habido un par de momentos, ¿verdad? Aunque en general… lo mejor que se podía esperar.
– Me he divertido muchísimo -dijo Peter, de nuevo con el dejo pícaro en la voz.
– Seguro -dijo la decana-. No me fiaría de usted ni un pelo. Ni un pelo.
– Claro que se fiaría. No se preocupe.
La decana también se marchó.
– Ayer te dejaste la toga en mi habitación -dijo Harriet-. Deberías venir a buscarla.
– He traído la tuya y la he dejado en la conserjería de Jowett Walk. Y también el informe. Espero que lo hayan recogido.
– ¡No habrás dejado el informe en cualquier parte!
– ¿Por quién me tomas? Está envuelto y lacrado.
Atravesaron el patio lentamente.
– Tengo que hacerte muchas preguntas, Peter.
– Ah, sí. Y yo a ti una. ¿Cuál es tu segundo nombre? El que empieza por D.
– Lamento decir que Deborah. ¿Por qué?
– ¿Deborah? ¡Caray! Bueno, no te llamaré así. Por lo que veo, la señorita De Vine sigue trabajando.