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En esta ocasión las cortinas de la ventana de la investigadora estaban descorridas, y vieron su cabeza oscura y despeinada, inclinada sobre un libro.

– Me parece muy interesante -dijo Peter.

– A mí me cae bien.

– A mí también.

– Pero mucho me temo que esas horquillas son suyas.

– Ya lo sé -replicó Peter. Sacó una mano del bolsillo y la abrió. Estaban junto al Tudor, y la luz de una ventana contigua iluminó una horquilla triste y despatarrada-. Se le cayó en la tarima después de la cena. Me viste cuando la recogí.

– Te vi recogiendo el chal de la señorita Shaw.

– Como todo un caballero. ¿Puedo subir contigo o va contra las normas?

– Puedes subir.

Había varias alumnas medio desnudas correteando por los pasillos que miraron a Peter con más curiosidad que irritación. En la habitación de Harriet encontraron la toga encima de la mesa, y también el informe. Peter cogió el cuaderno, examinó el papel, el cordel y los lacres, cada uno de ellos con el sello del gato agazapado y el arrogante lema de los Wimsey.

– Si lo han abierto, me como el lacre caliente. -Fue hasta la ventana y miró el patio-. No es mal puesto de observación… en cierto modo. Gracias. Es lo único que quería ver.

No mostró más curiosidad; cogió la toga que le dio Harriet y la siguió por las escaleras. Habían llegado al centro del patio cuando de repente dijo:

– Harriet, ¿de verdad valoras la honradez por encima de todo?

– Creo que sí, o eso espero. ¿Por qué?

– Porque si no, soy el mayor imbécil sobre la faz de la tierra. Me he empeñado en tirar piedras sobre mi propio tejado. Si soy honrado, probablemente te perderé para siempre. Si no lo soy…

Tenía la voz extrañamente ronca, como si estuviera intentando dominar algo, y no una pasión o un dolor corporal, sino algo más importante, pensó Harriet.

– Si no lo eres, entonces sería yo quien te perdería, porque no seguirías siendo la misma persona, ¿no? -repuso Harriet.

– No lo sé. Tengo fama de frívolo y falso. ¿Tú crees que soy honrado?

– Sé que lo eres. No podría imaginarte de otra manera.

– Y sin embargo, en este momento estoy intentando asegurar, me contra las consecuencias de mi propia honradez. «He intentado tomar esa gran decisión, ser honrado sin pensar ni en cielos ni infiernos.» Parece ser que de todos modos pasaré una temporada en el infierno, así que no me voy a preocupar demasiado por esa decisión. Estoy convencido de que lo dices en serio, y supongo que yo haría lo mismo si no me creyera ni media palabra.

– Peter, no tengo ni idea de qué estás hablando.

– Mejor. No te preocupes. No volveré a actuar así, jamás. «El duque apuró un cazo de brandy con agua y volvió a ser el perfecto caballero inglés.» Dame la mano.

Harriet se la dio, él la sujetó con firmeza unos momentos y entrelazó el brazo de Harriet con el suyo. Así entraron en el patio nuevo, del brazo, en silencio. Al atravesar el pasadizo al pie de escalera del comedor, Harriet creyó oír a alguien moviéndose en la oscuridad y atisbó un rostro acechante, pero desapareció antes de que pudiera decirle nada a Peter.

Padgett les abrió la verja; preocupado, Wimsey le dijo «buenas noches» sin prestarle atención al traspasar el umbral.

– ¡Buenas noches, comandante Wimsey, señor!

– ¡Pero bueno! -Peter volvió a meter el pie que ya estaba en Saint Cross Road y miró de cerca la sonriente cara del conserje-. ¡Dios mío, pero claro! Un momento. No me lo diga. Caudry, 1918… ¡Ya lo tengo! Es usted Padgett, el cabo Padgett.

– Sí, señor.

– Vaya, vaya. Me alegro muchísimo de verlo. Y además tiene un aspecto estupendo. ¿Qué tal le va?

– Bien, señor, gracias. -La manaza peluda de Padgett estrechó cálidamente los largos dedos de Peter-. Le dije a mi mujer, al enterarme de que estaba usted aquí, le digo: «Te apuesto lo que quieras a que el comandante no se ha olvidado».

– ¡Pero qué demonios, claro que no! ¡Y mira que encontrármelo aquí! La última vez que lo vi, yo iba en una camilla.

– Pues sí, señor. Y yo tuve el placer de ayudar a desenterrarlo.

– Ya lo sé. Me alegro de verlo ahora, pero cuando lo vi aquel día me puse mucho más contento.

– Sí, señor. Gorblimey, señor… ¡En fin! Esa vez pensamos que se nos había ido. Le dije a Hackett… ¿se acuerda de Hackett, el pequeñajo, señor?

– ¿Aquel tipo bajito y pelirrojo? Sí, claro. ¿Qué ha sido de él?

– Por ahí anda, en Reading, de camionero, casado y con tres hijos. Pues le digo a Hackett: «¡La madre que…! ¡Que se ha muerto el Cristales!»…, perdón, señor, y él me dice: «¡Dita sea! ¡Perra suerte!», y yo le digo: «No seas llorica… A lo mejor no se ha muerto». Así que…

– No, supongo que yo tenía más miedo que otra cosa. Es una sensación muy desagradable, eso de que te entierren vivo.

– ¡Claro, señor! El caso es que cuando lo vimos allí en el fondo del refugio ese con una viga enorme encima, le digo a Hackett: «Bueno, por lo menos está aquí». Y él dice: «¡Gracias a Dios por los alemanes!», o sea, lo que quería decir es que si no hubiera sido por el refugio ese…

– Sí, tuve suerte, pero perdimos al señor Danbury, el pobre -dijo Wimsey.

– Sí, señor. Una mala pasada, con lo simpático que era aquel caballero. ¿Y ha visto últimamente al capitán Sidgwick, señor?

– Ah, sí. Lo vi el otro día, sin ir más lejos, en el Bellona Club, pero lamento decir que no se encuentra muy bien. Es que se llevó una buena dosis de gas, y tiene los pulmones fastidiados.

– Cuánto lo siento, señor. ¿Recuerda cómo se puso con el cerdo ese que…?

– Chist, Padgett. Cuanto menos se hable de ese cerdo, mejor.

– Sí, señor. Menuda la que se armó con el cerdo. ¡Madre mía! -Padgett se regodeó en los recuerdos-. ¿Se ha enterado de lo que le pasó al brigada Toop?

– ¿A Toop? No… Le he perdido la pista. Nada desagradable, espero. El mejor brigada que he tenido nunca.

– ¡Ah! Sí, muy bueno. -A Padgett se le puso una sonrisa de oreja a oreja-. Pues señor, resulta que ha encontrado la horma de su zapato. Una menudencia de mujer, no más alta que… pero… ¡madre mía!

– Vamos, Padgett, no diga eso.

– Sí, señor. Estaba yo trabajando con los camellos en el zoo…

– ¡Dios santo, Padgett!

– Sí, señor… Los vi pasar, y allí que estuvimos un buen rato. Después fui a su casa. ¡Y bueno! ¡Cómo se las hace pasar al brigada! Ya conoce la canción: «Venga a pinchar a un tipo de uno noventa…».

– «¡… y ella con su uno cuarenta!» ¡Vaya, vaya! ¡Cómo han caído los poderosos! Por cierto, no se va a creer con quién me topé el otro día…

El torrente de la memoria siguió su curso implacablemente, hasta que de repente Wimsey se acordó de la buena educación, pidió disculpas a Harriet y se apresuró a salir, no sin antes haber prometido volver para seguir hablando de los viejos tiempos. Aún con una sonrisa radiante, Padgett empujó la pesada verja y la cerró.

– ¡Ah, no ha cambiado mucho, el comandante! -dijo-. Entonces era mucho más joven, claro, pues acababan de nombrarlo, pero a pesar de todo un buen oficial, y tremendo con lo de lavarse los ojos y afeitarse. ¡Madre mía!

Apoyándose con una mano sobre el enladrillado de la conserjería, se perdió en el pasado.

– «Y ahora, muchachos», nos decía cuando estábamos esperando un bombardeo o algo, «si os vais a enfrentar con vuestro Hacedor, por lo que más queráis, que sea con la barbilla sin pelos.» ¡Ah! El Cristales, así lo llamábamos, por lo del monóculo, pero sin intención de faltarle al respeto. Nadie decía ni media palabra contra él. Y en esto que nos llega un tipo de otra unidad, un tipejo muy mal hablado que no le caía bien a nadie, Huggins se llamaba, sí, Huggins. Pues resulta que se creía muy gracioso, y se pone a llamar al comandante soldadito, y le ponía unos adjetivos ignominiosos… -Hizo una pausa para intentar elegir un adjetivo que pudiera oír una dama, pero al no encontrarlo, repitió-: Adjetivos ignominiosos, señorita. Era antes de que me ascendieran, que entonces yo era soldado raso, igual que Huggins, y voy y le digo: «Oye, ya está bien». Y él me dice… Bueno, el caso es que ahí se acabó todo, porque liamos una buena.