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– Vaya por Dios -dijo Harriet.

– Sí, señorita. Estábamos en el descanso, y a la mañana siguiente, cuando nos ordena que formemos… ¡madre mía!, si teníamos la cara hecha un cromo. El brigada, el brigada Toop, ese que como estaba diciendo se ha casado, no dijo nada, y eso que lo sabía. Y el ayudante, que también lo sabía, no dijo nada. Y resulta que de repente vemos nada menos que al comandante saliendo, así que el ayudante nos pone en fila, y yo me pongo firmes, pensando que la cara de Huggins no tenía mejor pinta que la mía. «Buenos días», dice el comandante, y el ayudante y el brigada: «Buenos días, mi comandante». Así que se pone a charlar como si tal cosa con el brigada, y yo veo que está mirando a todos los que estábamos firmes. «¡Brigada!», dice de repente. «¡Mi comandante!» «¿Qué ha hecho ese hombre?», refiriéndose a mí. «¿Mi comandante?», dice el brigada, mirándome como sorprendido. «Parece que ha tenido un, grave accidente», dice el comandante. «¿Y ese otro? No me gustan estas cosas. No son bonitas. Que rompan filas.» Así que el brigada nos hizo romper filas. «Hum. Ya veo. ¿Cómo se llama este soldado?», dice el comandante. Y el brigada: «Padgett, mi comandante». «Bueno, Padgett, ¿qué ha hecho para ponerse así?», dice el comandante. «Caerme encima de un cubo, mi comandante», dije yo, mirando por encima de su hombro con el único ojo con que veía algo. «¿Un cubo?», dijo él, «Los cubos son unos trastos muy incómodos. Y este soldado… supongo que se escurrió con la bayeta, ¿no, brigada?» «El comandante quiere saber si te escurriste con la bayeta», dice el brigada Toop. «Sí, mi comandante», le dijo Huggins, como si le doliera la boca. «Muy bien, cuando rompan filas, déles a estos dos soldados un cubo y una bayeta a cada uno. Así aprenderán a manejar estos peligrosos utensilios.» «Sí, mi comandante», dice el brigada Toop. «Adelante», dice el comandante. Así que después me dice Huggins: «¿Crees que lo sabe?», y yo le digo: «¿Que si lo sabe? Pues claro que lo sabe. Pocas cosas hay que no sepa». Y a partir de entonces, Huggins se tragó sus adjetivos.

Harriet reconoció debidamente el interés de aquella anécdota, que Padgett había relatado con gran entusiasmo, y se despidió de él. Por alguna razón, aquella historia del cubo y la bayeta había convertido a Padgett en esclavo de Peter de por vida. Qué raros eran los hombres.

Cuando regresó no había nadie bajo los arcos de comedor, pero al pasar junto al extremo occidental de la capilla creyó ver algo oscuro que se deslizaba como una sombra por el jardín. Lo siguió. Sus ojos fueron acostumbrándose a la tenue luz de la noche estival y distinguió una silueta que caminaba rápidamente de un lado a otro, y también oyó el frufrú de una falda larga al rozar la hierba.

Solo había una persona en todo el colegio que aquella noche hubiera llevado vestido largo, y era la señorita Hillyard. Se pasó una hora y media andando por el jardín.

Capítulo 18

Id a decirle a ese ocurrente ahijado mío que venga a casa.

¡No es momento para bromas!

LA REINA ISABEL

– ¡Dios mío! -exclamó la decana.

Estaba mirando interesada por la ventana de la sala del profesorado, taza en mano.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la señorita Allison.

– ¿Quién es ese joven tan increíblemente guapo?

– Supongo que el prometido de Flaxman, ¿no?

– ¿Un joven guapo? -dijo la señorita Pyke. Se dirigió hacia la ventana-. Me gustaría verlo.

– No diga tonterías -replicó la decana-. Conozco perfectamente al Byron de Flaxman. Ese chico es rubio ceniza, y lleva blazer del House.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó la señorita Pyke-. Si es el mismísimo Apolo de Belvedere con pantalones de franela impecables. No parece tener compromiso. Extraordinario.

Harriet dejó su taza y se levantó de las profundidades del sillón más grande que había en la habitación.

– Quizá forma parte de esa pandilla que está jugando al tenis -aventuró la señorita Allison.

– ¿Los amigos zarrapastrosos de Cooke? ¡Por Dios!

– ¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó la señorita Hillyard.

– Los jóvenes guapos siempre son motivo de alboroto -contestó la decana.

– Es el vizconde Saint-George -dijo Harriet, entreviendo al fin al prodigioso joven por encima del hombro de la señorita Pyke.

– ¿Otro de sus aristocráticos amigos? -preguntó la señorita Barton.

– Su sobrino -repuso Harriet sin mucha coherencia.

– ¡Ah! -exclamó la señorita Barton-. Pues no veo por qué tienen que quedarse todas mirándolo como colegialas.

Se aproximó a la mesa, se sirvió un trozo de bizcocho y miró con indiferencia por la otra ventana.

Lord Saint-George estaba en la esquina del ala de la biblioteca, con aire despreocupado, como si todo aquello fuera suyo, observando un partido de tenis entre dos estudiantes descamisados y dos jóvenes cuyas camisas se escapaban continuamente del cinturón. Cansado de aquello, se dirigió lentamente hacia el Queen Elisabeth, y al pasar delante de las ventanas observó con mirada de experto un grupo de alumnas de Shrewsbury despatarradas bajo las hayas, como un sultán que inspeccionara una partida de esclavas circasianas poco prometedoras.

¡Qué altanería! ¡Si será bruto!, pensó Harriet, y también si estaría buscándola a ella. En ese caso, que esperase, o que preguntase en la conserjería como era debido.

– ¡Vaya! -exclamó la decana-. ¡Conque ahí se había metido!

Por la puerta del ala de la biblioteca salió lentamente la señorita De Vine, y tras ella, solemne y deferente, lord Peter Wimsey. Rodearon la pista de tenis hablando con gravedad. Al verlos desde lejos, lord Saint-George se dirigió hacia ellos. Coincidieron en el sendero y se quedaron unos minutos charlando. Después se encaminaron hacia la conserjería.

– ¡Dios mío! -exclamó la decana-. Paris y Héctor raptando a Helena De Vine.

– No, no -repuso la señorita Pyke-. Paris era hermano de Héctor, no sobrino. Creo que no tenía ningún tío.

– Y hablando de tíos -dijo la decana-, ¿es verdad, señorita Hillyard, que Ricardo III…? Creía que estaba aquí.

– Y estaba aquí -dijo Harriet.

– Van a devolvernos a Helena -dijo la decana-. El sitio de Troya se ha aplazado.

Los tres volvían por el sendero. A medio camino la señorita De Vine se despidió de los dos hombres y regresó a su habitación. En aquel momento, las espectadoras de la sala del profesorado se quedaron paralizadas al contemplar algo portentoso. La señorita Hillyard apareció al pie de la escalera del comedor, se precipitó sobre tío y sobrino, les habló, apartó hábilmente a lord Peter de su acompañante y lo arrastró hacia el patio nuevo.

¡Aleluya, aleluya! -exclamó la decana-. ¿No debería ir a rescatar a su joven amigo? Han vuelto a abandonarlo.

– Podría invitarlo a una taza de té -sugirió la señorita Pyke-. Así nos entretendríamos un poco.

– Me sorprende usted, señorita Pyke -dijo la señorita Barton-. Ningún hombre está a salvo con mujeres como usted.

– ¿De qué me suena a mi esa opinión? -terció la decana.

– De uno de los anónimos -respondió Harriet.

– Si está sugiriendo que… -empezó a decir la señorita Barton.

– Lo único que sugiero es que es un tanto tópico -la interrumpió la decana.

– Era una broma -replicó con enfado la señorita Barton-, pero hay personas que no tienen sentido del humor.

Salió y cerró la puerta de golpe. Lord Saint-George había regresado y estaba sentado en la galería que llegaba a la biblioteca. Se levantó cortésmente cuando la señorita Barton pasó muy digna frente a él camino de su habitación e hizo algún comentario, al que ella respondió brevemente, pero con una sonrisa.