– Qué seductores, estos Wimsey -dijo la decana-. Siempre cortejando, a diestro y siniestro.
Harriet se rió, pero en la rápida mirada valorativa que Saint-George había dirigido a la señorita Barton volvió a ver a Peter unos momentos, Aquellos parecidos de familia la ponían nerviosa. Se acurrucó en el asiento de la ventana y se quedó observando casi diez minutos. El vizconde estaba sentado, inmóvil, fumando un cigarrillo, completamente a sus anchas. Entraron la señorita Lydgate, la señorita Burrows y la señorita Shaw y se pusieron a servir té. Después se oyeron pasos rápidos y ligeros por el sendero de grava a la izquierda.
– ¡Hola! -le dijo Harriet al caminante.
– ¡Hola! -dijo Peter-. ¡Qué casualidad! Tú por aquí. -Sonrió burlonamente-. Ven a hablar con Gerald. Está en la galería.
– Lo veo perfectamente -replicó Harriet-. Su perfil ha dado mucho que hablar.
– ¿Por qué no eres un poco amable con el pobre chico, como buena tía adoptiva?
– Nunca me ha gustado meterme donde no me llaman. Yo voy a mis cosas.
– Bueno, pero ven.
Harriet bajó del asiento y salió.
– Lo he traído aquí para ver si puede reconocer a alguien, pero parece ser que no -dijo Peter.
Lord Saint-George saludó a Harriet con entusiasmo.
– Ha pasado frente a mi otra mujer -dijo, dirigiéndose a Peter-. Pelo canoso muy mal peinado. Actitud muy seria. Vestida como de arpillera, con aire de pertenecer a alguna institución o algo. Me dirigió unas palabras.
– La señorita Barton -dijo Harriet.
– Los ojos, muy bien, la voz, fatal. No creo que sea ella. A lo mejor fue la que te cogió por banda a ti, tío. Parecía muy enjuta, como con hambre.
– ¡Hum! -dijo Peter. ¿Y la primera?
– Me gustaría verla sin gafas.
– Si te refieres a la señorita De Vine, dudo que pueda ver mucho sin ellas -dijo Harriet
– Eso es importante -dijo Peter pensativamente.
– Siento ser tan poco preciso y tal -dijo lord Saint-George, pero no es fácil reconocer un susurro y dos ojos que has visto una sola vez a la luz de la luna.
– No, se necesita mucha práctica -repuso Peter.
– Al diablo con la dichosa práctica -replicó su sobrino-. No pienso practicar semejante cosa.
– Pues como deporte no está mal. A lo mejor podrías dedicarte a eso hasta que estés en condiciones de reanudar tus juegos.
– ¿Qué tal el hombro? -preguntó Harriet.
– No va mal, gracias. El de los masajes está obrando maravillas. Ya puedo subir el brazo hasta la altura del hombro. Es muy útil… para algunas cosas.
A modo de demostración, le pasó a Harriet el brazo lesionado alrededor de los hombros y le dio un beso, con la rapidez del experto, antes de que ella pudiera zafarse.
– ¡Por Dios, criaturas! -exclamó su tío con tono lastimero-. Recordad dónde estáis.
– Pero si a mí no me puede pasar nada -replicó lord Saint-George. Soy un sobrino adoptivo, ¿no, tía Harriet?
– No justo debajo de las ventanas de la sala del profesorado -replicó Harriet.
– Pues vamos aquí a la vuelta y lo hago otra vez -dijo el vizconde, sin el menor arrepentimiento-. Como dice el tío Peter, estas cosas necesitan mucha práctica.
Estaba descaradamente empeñado en hacer sufrir a su tío, y Harriet terriblemente enfadada con él. Sin embargo, si Harriet demostraba su disgusto, le seguiría el juego. Le sonrió con desdén y pronunció la clásica reprimenda del conserje del Brasenose:
– Caballeros, no les va a servir de nada armar jaleo. El decano no va a bajar esta noche.
Estas palabras lo dejaron en silencio unos momentos. Harriet se volvió hacia Peter, que dijo:
– ¿Tienes algún encargo para Londres?
– ¿Por qué? ¿Vas a volver?
– Me voy esta noche y mañana por la mañana sigo hacia York. Espero volver el jueves.
– ¿Que te vas a York?
– Sí… tengo que ver a alguien allí, por un perro y tal.
– Ah, ya. Pues si no te viniera demasiado mal pasarte por mi casa, podrías llevarle unos cuantos capítulos del manuscrito a mi secretaria. Me fío más de ti que del correo. ¿Podrías hacerlo?
– Será un placer -contestó Wimsey con cortesía.
Harriet subió apresuradamente a su habitación a recoger los papeles y vio desde la ventana que los Wimsey estaban ajustando cuentas entre ellos. Cuando bajó con el paquete, el sobrino esperaba a la puerta del Tudor, con la cara muy colorada.
– Tengo que pedir disculpas, por favor.
– Creo que sí -repuso Harriet con expresión severa-. No se me puede deshonrar de esa forma en mi propio patio. Francamente, no puedo permitírmelo.
– Lo siento muchísimo -dijo lord Saint-George. Me he portado fatal. De verdad, solo quería molestar al tío Peter, y por si te sirve de consuelo, lo he conseguido -añadió arrepentido.
– Pórtate bien con él. Él se porta muy bien contigo.
– Seré buen chico -dijo el sobrino de Peter, recogiendo el paquete, y anduvieron un rato amigablemente hasta que Peter los alcanzó en la conserjería.
– ¡Maldito muchacho! -dijo Wimsey después de ordenar a Saint-George que se adelantase para poner en marcha el coche.
– Vamos, Peter, no te preocupes tanto por cosillas sin importancia. Solamente quería fastidiarte un poco.
– Pues es una lástima que no se le ocurra otra manera. Parece que soy una verdadera cruz para ti, y cuanto antes me largue, mejor.
– ¡Vamos, por lo que más quieras! -exclamó Harriet con irritación-. Si te vas a poner tan retorcido, desde luego que sería mejor para ti que te largaras. Ya te lo había dicho antes.
Al ver que sus mayores se retrasaban, lord Saint-George tocó un brioso «pi-po-pi-pom-pom» con la bocina.
– ¡Maldito sea una y mil veces! -exclamó Peter.
Salvó de un salto la verja y el sendero, echó de mala manera a su sobrino del asiento del conductor, cerró la portezuela del Daimler ruidosamente y salió disparado por la carretera con un rugido. Presa de un arrebato de mal humor, Harriet volvió, decidida a disfrutar de su estado de ánimo al máximo, ejercicio al que contribuyó en gran medida descubrir que el pequeño incidente de la galería había despertado enorme curiosidad entre el claustro y enterarse después de comer, por la señorita Allison, de que la señorita Hillyard, al tener noticia de ello, había hecho unos comentarios sumamente desagradables que la señorita Vane estaba en su derecho de conocer.
¡Dios mío!, pensó Harriet a solas en su habitación, ¿qué he hecho pero que miles de personas, salvo haber tenido la mala suerte de que me juzgaran y que la triste historia saliera a la luz?… Cualquiera pensaría que ya he recibido suficiente castigo… pero nadie es capaz de olvidarlo, ni un momento… Yo no puedo olvidarlo… Peter tampoco puede olvidarlo… Si Peter no fuera imbécil dejaría esto en paz… Tiene que comprender que es imposible… ¿Acaso cree que me gusta verlo sufriendo por otros?… ¿De verdad piensa que me casaría con él por el placer de verlo sufrir?… ¿No comprende que lo único que puedo hacer es mantenerme al margen?… ¿Por qué demonios se me metió en la cabeza traerlo a Oxford?… Y yo que pensaba que sería tan bonito retirarme a Oxford… para que haga «comentarios desagradables» sobre mí la señorita Hillyard, que está medio chiflada, francamente… Desde luego, aquí hay alguna chiflada… parece que eso es lo que pasa cuando te mantienes al margen del amor, el matrimonio y todos esos líos… Pues si Peter se cree que voy a «aceptar la protección de su apellido» y encima a agradecérselo, está pero que muy equivocado… En menudo embrollo se metería… Ya está metido en un embrollo espantoso si me quiere, si realmente me quiere, y no puede tener lo que quiere porque yo tuve la mala suerte de que me juzgaran por un asesinato que no cometí… De todos modos, parece que lo va a pasar fatal… Pues que lo pase fatal; es su problema… Lástima que me salvara de la horca…, probablemente a estas alturas preferiría haberme dejado en paz… Supongo que cualquier persona como es debido le estaría agradecida y le daría lo que quiere…, pero no sería agradecimiento hacerlo desgraciado… Los dos seríamos desgraciados, porque ninguno de los dos podría olvidar… Yo estuve a punto de olvidar el otro día en el río… Y había olvidado esta tarde, pero él lo ha recordado primero… ¡Maldito sea ese mocoso insolente! ¿Qué crueles pueden ser los jóvenes con los de mediana edad…! No es que yo haya sido muy amable… y yo sí sabía lo que hacía… Mejor que Peter se haya marchado…, pero ojalá no se hubiera marchado dejándome sola en este lugar odioso donde la gente se vuelve loca y escribe cartas horribles… «Cuando sin él estoy, muero hasta estar con él»… No, no puedo sentirme así… No pienso meterme en esas cosas otra vez… Me mantendré al margen… Me quedaré aquí…, donde la gente se vuelve loca… Dios mío, ¿qué he hecho yo para amargarle la vida a los demás y a mí misma? No más que miles de mujeres…