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Dándole vueltas y más vueltas en la cabeza, como una ardilla enjaulada, hasta que tuvo que decirse: esto no puede ser; yo también me voy a volver loca. Más vale que me centre en el trabajo. ¿Por qué ha ido Peter a York? ¿Por la señorita De Vine? Si no hubiera perdido la calma podría haberlo averiguado, en lugar de perder el tiempo discutiendo. Voy a ver si ha escrito alguna nota en el informe.

Cogió el cuaderno de anillas, que aún estaba envuelto en el papel, con el bramante y los sellos con el emblema de los Wimsey. «A donde mi capricho me lleve»… Los caprichos de Peter lo habían llevado a meterse en numerosos problemas. Harriet rompió los sellos con impaciencia, pero se llevó una gran decepción. Peter no había subrayado nada; seguramente habría copiado lo que le interesaba. Pasó las páginas, intentando esbozar una solución, pero estaba demasiado cansada para pensar con coherencia. Y de pronto…, sí; era la letra de Peter, sin duda, pero no en una página del informe. Era el soneto inacabado… ¡y había que ser imbécil para dejar sonetos a medias mezclados con la investigación detectivesca, para que los vieran otras personas! Una tontería de colegiala, que haría sonrojarse a cualquiera. Sobre todo teniendo en cuenta que, por lo que recordaba del soneto, los sentimientos que reflejaba no se correspondían con sus emociones en aquellos momentos

Pero allí estaba, y en el ínterin había adquirido un sexteto y parecía un tanto desequilibrado, con la desgarbada letra de Harriet encima y la escritura engañosamente clara de Peter abajo, como un huso pequeño con una cabezuela grande.

Aquí, ya en casa, a resguardo de tempestades,

las diligentes manos cruzadas, plegadas la alas;

aquí, en íntimo aroma yace la rosa ondulada,

aquí se alza el sol que ni este ni oeste conoce,

por aquí no fluye la marea: hemos vuelto al fin

de la inmensidad arrojados por círculos de vértigo

al centro calmo donde el mundo en su girar

duerme sobre su eje, al corazón mismo del reposo.

Afánate con el látigo, oh, Amor

que en muelle lecho no pueda yo dormir

cual duerme de la música el reverbero,

pues si el azote disculpas, tambaleantes

caeremos, mudos y muertos, y en así muriendo

no dormiremos más nuestro dulce sueño.

Tras semejante resultado, el poeta debió de perder la calma, porque había añadido el siguiente comentario: «¡Una conclusión presuntuosa y metafísica!».

Vaya, vaya. ¡Conque ahí estaba el giro que tan infructuosamente había intentado darle al sexteto! Aquel murmullo hermoso y tranquilo que ella había compuesto transformado en restallido, y por así decirlo, obligado a dormir por la fuerza. ¡Y qué imbécil! ¿Cómo se atrevía a coger la palabra «dormir» y emplearla nada menos que tres veces, y en cada ocasión con un pie distinto, como si hacer malabarismos con el acento métrico fuera un juego de niños? Y ese último verso, tan arrastrado, pesado y somnoliento, que contradecía su sentido de tal modo que negaba su propia contracción… No era el mejor sexteto del mundo, pero si considerablemente mejor que su octava, que era escandalosa.

Pero si quería respuesta a sus preguntas sobre Peter, allí la tenía, terriblemente clara. Él no quería olvidar, ni vivir tranquilo, ni que le evitaran sufrimientos, ni quedarse al margen de nada. Lo único que quería era una especie de estabilidad central, y al parecer estaba dispuesto a aceptar lo que se le presentara, siempre y cuando le sirviera de estímulo para mantener ese precario equilibrio. Y, desde luego, si eso era lo que realmente sentía, todo lo que había dicho y hecho con respecto a ella era absolutamente coherente. «El mío es solo un equilibrio de fuerzas opuestas»… «¿Qué importa que haga un daño terrible si es un buen libro?»… «¿De qué sirve cometer errores si no los utilizas?»… «Sentirse un Judas forma parte del trabajo»… «Lo primero que hace un principio es matar a alguien»… Si esa era su actitud, saltaba a la vista que era absurdo rogarle amablemente que se mantuviera al margen por temor a llevarse un buen golpe.

Peter había intentando mantenerse al margen. «Llevo veinte años huyendo de mi mismo, y no funciona.» Ya no creía que el etíope pudiera mudar su piel por la del rinoceronte. Desde que lo conocía hacía cinco años, Harriet lo había visto despojarse de sus defensas, capa a capa, hasta que prácticamente solo quedó la verdad desnuda.

Entonces, para eso la quería. Por alguna razón, tan confusa para ella como posiblemente para él, Harriet tenía el poder de obligarlo a abandonar sus defensas. Tal vez, al verla debatirse en la trampa de las circunstancias, Peter hubiera salido deliberadamente en su ayuda. O quizá al verla debatirse le había servido de aviso de lo que le ocurriría a él si seguía encerrado en la trampa que él mismo se había tendido.

Y a pesar de todo, parecía dispuesto a dejar que ella se refugiara tras las barreras del intelecto, a condición (si, al fin y al cabo era coherente), a condición de que su válvula de escape fuera su trabajo. En realidad, Peter le ofrecía elegir entre Wilfrid y él. No reconocía que ella tenía una salida que él no tenía.

Y Harriet suponía que por eso era Petar tan morbosamente sensible a su propio papel en la comedia. Tal y como él veía las cosas, sus propias necesidades se interponían entre Harriet y su legitima válvula de escape. Por esas necesidades se veía mezclada en unos problemas que él no podía compartir, porque Harriet le negaba sistemáticamente el derecho a compartirlos. Peter no tenía la alegre disposición de su sobrino para recibir y tomar. Bruto indolente y egoísta, pensó Harriet recordando al vizconde. ¿Por qué no dejará en paz a su tío?

Por cierto, cabía la posibilidad de que Peter sencilla y humanamente tuviera celos de su sobrino, por supuesto no de su relación con Harriet, algo que habría sido absurdo y vergonzoso, sino del egoísmo juvenil que hacía posible esa relación.

Y, al fin y al cabo, Peter tenía razón. Resultaba difícil explicar la impertinencia de lord Saint-George sin que la gente diera por sentado que el vínculo de Harriet con Peter permitía semejante cosa. Era sin duda una situación muy violenta. Resultaba fácil decir: «Ah, sí, lo conocía un poco y fui a verlo cuando estaba hospitalizado por un accidente de tráfico». La verdad era que no le importaba demasiado que la señorita Hillyard pensara que con una persona de tan dudosa reputación cualquiera podía tomarse toda clase de libertades, pero sí le importaba el corolario que pudiera deducirse sobre Peter. Que tras cinco años de paciente amistad solo hubiera adquirido el derecho de quedarse de brazos cruzados mientras su sobrino hacía de las suyas lo dejaba en muy mal lugar, pero cualquier otra cosa sería falsa. Ella lo había colocado en aquella situación de imbécil, y tenía que reconocer que no se había portado nada bien.