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Entró en el jardín, encendió la linterna y miró a su alrededor. El jardín estaba vacío. De pronto se sintió como una perfecta imbécil. Sin embargo, después de tanto lío, tenía que existir algún motivo para la llamada telefónica.

Se dirigió hacia la conserjería de Saint Cross y en el patio nuevo se encontró con Padgett.

– ¡Ah! -dijo Padgett-. Ahí mismo que estaba, señorita. -Movió la mano derecha, y Harriet creyó que llevaba algo que parecía una cachiporra-. Sentada en el banco detrás de los laureles esos al lado de la verja. Me acerqué con mucho cuidado, como si fuera una inspección nocturna, y me escondí detrás de los arbustos esos del centro, señorita. Ella no se dio cuenta de que yo estaba allí, pero cuando entraron la doctora Baring y usted hablando, se levantó y salió disparada.

– ¿Quién era, Padgett?

– Pues mire, señorita, hablando en plata, era la señorita Hillyard. Se fue al extremo del jardín y subió a sus habitaciones. Yo la seguí y la vi, y bien rápido que iba, y vi la luz encenderse en su ventana.

– ¡Ah! -exclamó Harriet-. Mire, Padgett: no quiero que diga nada de esto. Sé que a veces la señorita Hillyard se da un paseo por la noche por el jardín. Quizá la persona que me llamó la vio allí y volvió a marcharse.

– Sí, señorita. Es muy raro lo de esa llamada. No pasó por la conserjería.

– Quizá la pasaron por la centralita con otro aparato.

– No, señorita. Fui yo a verlo. Antes de acostarme, a las once, comunico con la rectora, la decana, la enfermería y la cabina pública, pero no estaban comunicadas a las once menos veinte, se lo juro, señorita.

– Entonces tuvieron que hacer la llamada desde fuera.

– Sí, señorita. La señorita Hillyard entró a las once menos diez, justo antes de que llamara usted, señorita.

– ¿Sí? ¿Está seguro?

– Lo recuerdo muy bien, señorita, porque Annie hizo un comentario sobre ella. No se pueden ni ver, Annie y ella -añadió Padgett con una risita-. La culpa es de las dos, eso es lo que yo digo, señorita, y con ese mal genio…

– ¿Qué hacía Annie en la conserjería a esas horas?

– Acababa de entrar, porque tenía medio día libre, señorita. Pasó un ratito con la señora Padgett en la conserjería.

– ¿Ah, sí? No le habrá contado nada de esta historia, ¿verdad, Padgett? No le tiene ningún aprecio a la señorita Hillyard, y para mí que es una lianta.

– No dije ni media palabra, señorita, ni siquiera a la señora Padgett, y no pudieron oírme hablar por teléfono, porque al no encontrar ni a la señorita Lydgate ni a la señorita Edwards, cuando usted empezó a contármelo, cerré la puerta del cuarto de estar. Después me asomé y le dije a la señora Padgett: «Oye, vigila tú la verja, que voy a salir un momento a darle un recado a Mullins». Así que esto es lo que se podría llamar confidencialidad, entre usted y yo, señorita.

– Pues que siga siendo confidencial, Padgett. A lo mejor son imaginaciones mías, algo absurdo. Lo de la llamada fue un embuste, sin duda, pero no hay pruebas de que se hiciera con maldad. ¿Entró alguien más entre las once menos veinte y las once?

– Eso lo sabrá la señora Padgett, señorita. Le enviaré una lista de los nombres, o si quiere venir ahora a la conserjería…

– No. Será mejor que no. Déme la lista mañana por la mañana.

Harriet fue a buscar a la señorita Edwards, de cuya discreción y sentido común tenía muy buena opinión, y le contó lo de la llamada.

– Es que si hubiera ocurrido algo, posiblemente hicieron la llamada con intención de demostrar una coartada, aunque no sé cómo -dijo-. Si no, ¿por qué intentar que yo volviera a las once? O sea, si querían que el incidente empezara a esa hora y que yo lo presenciara, la persona en cuestión ha tenido que arreglar las cosas de tal manera que pareciera que estaba en otro sitio en esos momentos, pero ¿por qué era necesario que yo fuera testigo?

– Sí… ¿y por qué dijo que ya había empezado todo cuando no era así? ¿Y por qué no iba a servir usted de testigo cuando además estaba la rectora?

– Claro, la idea era que se produjera un altercado mientras yo estaba en medio, a tiempo para que se sospechara que yo lo había provocado -replicó Harriet.

– Esto es absurdo. Todo el mundo sabe que precisamente usted no puede ser la Poltergeist.

– Pues entonces tenemos que volver a la primera idea. En teoría, yo tenía que ser la persona a la que agrediesen, pero ¿por qué no a medianoche o en cualquier otro momento? ¿Por qué tenía que volver a las once?

– ¿Y no podría ser algo ideado para que estallase a las once, mientras se establecía la coartada?

– Nadie podía saber con exactitud el tiempo que yo tardaría en volver de Somerville a Shrewsbury, a menos que esté pensando en una bomba o algo que estallaría al abrirse la verja… pero eso funcionaría igualmente en cualquier momento…

– Pero si la coartada era para las once…

– Entonces, ¿por qué no estalló la bomba? Es que simplemente no me puedo creer que fuera una bomba.

– Yo tampoco…, no, la verdad es que no -dijo la señorita Edwards-. Son simples teorías. Supongo que Padgett no vio nada sospechoso…

– Solamente a la señorita Hillyard, que estaba sentada en el jardín de las profesoras -replicó Harriet como sin darle mayor importancia.

– ¡Ah!

– Algunas noches pasea por allí. Yo la he visto alguna vez… No sé, a lo mejor se asustó por algo…

– Es posible -dijo la señorita Edwards -. Por cierto, parece que su aristocrático amigo ha vencido los prejuicios de la señorita Hillyard de una forma sorprendente. No me refiero al que la saludó a usted en el patio, sino al que vino a cenar.

– ¿Quiere hacer una novela de misterio con lo que ocurrió ayer por la tarde? -replicó Harriet sonriendo-. Creo que solo se trataba de presentarle a alguien que tiene una biblioteca en Italia.

– Eso nos contó ella -dijo la señorita Edwards. Harriet comprendió, que nada más volver la espalda, debían de haber llegado montones de cotilleos a oídos de la tutora de historia-. Pero bueno -añadió la señorita Edwards -, le prometí un trabajo sobre los grupos sanguíneos, y él todavía no ha empezado a darme la lata con eso. Es un hombre muy interesante, ¿no le parece?

– ¿Desde el punto de vista de la bióloga?

La señorita Edwards se echó a reír.

– Bueno, sí, como ejemplar de animal con pedigrí: excesivamente desarrollado pero con una gran inteligencia, un tanto nerviosa; pero no me refería a eso.

– Entonces, ¿desde el punto de vista de la mujer?

La señorita Edwards le dirigió una mirada muy sincera a Harriet.

– Supongo que desde el punto de vista de muchas mujeres.

Harriet la miró directamente a los ojos.

– No tengo información sobre ese asunto.

– ¡Ah! -exclamó la señorita Edwards-. Pero en sus novelas, se ocupa usted de los aspectos materiales más que de los psicológicos, ¿no?

Harriet no tuvo repara en reconocerlo.

– Bueno, no importa -replicó la señorita Edwards, y se despidió con brusquedad.

Harriet no acababa de comprender que significaba todo aquello. Curiosamente, jamás se había planteado qué pensaban las demás mujeres de Peter, ni él de ellas, lo cual debía de apuntar o bien a que sentía gran confianza o gran indiferencia, porque, bien pensado, Peter reunía todos los requisitos de soltero de oro.

Al llegar a su habitación, sacó la nota del bolso que había escrito deprisa y corriendo y la rompió sin volver a leerla. Solo de pensarlo se puso colorada. Las heroicidades que no salen bien constituyen la esencia misma de lo burlesco.