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Nos despertamos tarde, Mardou no había ido, como debía, a visitar a su psicoanalista, había «perdido» el día, y cuando Adam volvió a casa y nos vio en el sillón otra vez, todavía conversando y la casa toda en desorden (tazas de café, restos de bollos que yo había comprado en la trágica Broadway, en la trágica italianidad que era tan semejante a la perdida indigenidad de Mardou, el trágico San Francisco de los Estados Unidos con sus cercas grises, sus aceras lúgubres, sus zaguanes de humedad, que yo, que provenía de una pequeña ciudad y más recientemente de la soleada costa este de Florida, encontraba tan aterradora). «Mardou, te has perdido la visita al psicoanalista; realmente, Leo, tendrías que sentirte avergonzado y un poco más responsable, después de todo…» «Quieres decir que la incito a no cumplir con su deber; así he hecho siempre con todas mis mujeres… bah, le hará bien no ir por una vez» (porque no sabía la falta que le hacía). Adam hablaba casi en broma pero también muy en serio. «Mardou, tienes que escribirle una nota, o llamar, ¿por qué no lo llamas ahora?» «Es una mujer, vive lejos, en City y County.» «Bueno, llámala ahora mismo, aquí tienes una moneda.» «Pero si puedo llamarla mañana, ahora es demasiado tarde.» «¿Cómo sabes que es demasiado tarde? No, realmente, hoy te has portado mal, y tú también, Leo, tú tienes toda la culpa, canalla.» Y luego una alegre cena, dos chicas que venían de visita (del gris y loco exterior) para comer con nosotros, una de ellas recién llegada de un viaje a través del país en su automóvil, venía de Nueva York con Buddy Pond; la muchacha era un tipo latinoamericano de grandes caderas y pelo corto, que inmediatamente se introdujo en la cocina roñosa y nos preparó a todos una cena deliciosa a base de sopa de judías negras (todo de latas) con algunas verduras, mientras la otra muchacha, la de Adam, tonteaba en el teléfono y Mardou y yo estábamos sentados en un rincón oscuro de la cocina, con aire culpable, bebiendo cerveza vieja y preguntándonos si después de todo Adam no tendría realmente razón sobre lo que convenía hacer, cómo podríamos ayudarnos a salir de la apatía, pero ya nos habíamos contado nuestras respectivas historias, nuestro amor se había solidificado, y ahora había

algo triste en nuestra mirada, tanto en la suya como en la mía; la velada seguía su curso, con la alegre cena improvisada, éramos cinco, la muchacha del pelo corto dijo, después de un rato, que yo era tan hermoso que no podía mirarme (lo que después resultó ser una expresión suya y de Buddy Pond, traída de la costa del Este), «hermoso» era tan asombroso para mí, increíble, pero debe de haberle causado alguna impresión a Mardou, la cual de todos modos durante la cena se mostró celosa de las atenciones que la muchacha tenía conmigo y más tarde me lo dijo; mi posición era tan despreocupada, tan segura; y salimos todos a dar una vuelta en su coche convertible importado, a través de las calles de San Francisco que ya empezaban a clarear, no ya grises sino abriéndose unos rojos suaves y cálidos en el cielo entre las casas; Mardou y yo íbamos recostados en el asiento posterior descubierto, estudiándolos, comentando las sombras delicadas, tomados de la mano; y ellos delante, como esos grupos alegres internacionales y jóvenes que pasean por las calles de París, mientras la muchacha de pelo corto conducía solemnemente, y Adam señalaba; íbamos a visitar a un cierto individuo en Russian Hill que estaba preparando las maletas para el tren de Nueva York y el vapor que partía para París; en su casa bebimos unas cuantas cervezas, conversamos un poco, luego nos dirigimos a pie con Buddy Pond a casa de un cierto amigo literato de Adam, un tal Aylward Fulano famoso por sus diálogos en la Current Review, poseedor de una magnífica biblioteca, y luego, a la vuelta, a visitar (como le dije a Aylward) al más grande genio de los Estados Unidos, Charles Bernard; en su casa encontramos ginebra, y un viejo homosexual canoso, y otros, y diversas visitas por el estilo, terminando ya entrada la noche, cuando cometí el primer gran error de mi vida y de mi amor con Mardou, al negarme a volver a casa con todos los demás a las tres de la madrugada, insistiendo, aunque por invitación de Charles, en quedarnos hasta el amanecer estudiando sus fotografías pornográficas (homosexuales masculinos) y escuchando discos de Marlene Dietrich, con Aylward, mientras los demás se iban; Mardou estaba cansada y habíamos bebido demasiado, me miraba tímidamente, y no protestaba aunque veía cómo era yo en realidad, un borracho, que se acostaba siempre tarde, que bebía a costa de los demás, que gritaba: un necio; pero ahora me amaba, por eso no se quejaba y con sus piececitos oscuros desnudos en las sandalias se paseaba por la cocina detrás de mí, mientras mezclábamos las bebidas; de pronto a Bernard se le ocurre que Mardou le ha robado una fotografía pornográfica (mientras ella está en el cuarto de baño, me dice confidencialmente: «Querido, la vi cuando se la metía en el bolsillo, el de la cintura, quiero decir el del pecho») de modo que cuando ella sale del cuarto de baño advierte en el aire algo de lo ocurrido, los invertidos que la rodean, el extraño borracho que la acompaña, y no se queja; la primera de tantas indignidades que deberá soportar, no con capacidad de sufrimiento sino gratuitamente, por la fuerza de sus pequeñas dignidades femeninas. Ah, yo no hubiera debido hacerlo, estúpidamente; la larga lista de reuniones y borracheras y desastres, las veces que la dejé plantada; y la última vergüenza fue la vez que estábamos en un taxi juntos: ella insiste en que la lleve a su casa (a dormir), que puedo ir solo a encontrarme con Sam (en el bar), pero yo me bajo de un salto del taxi, locamente («nunca vi nada más maniático»), me subo a otro taxi y me escapo, dejándola sola en la noche, de modo que cuando Yuri llama a su puerta la noche siguiente, yo no estoy, el otro está borracho e insiste, y se lanza al ataque como había estado proyectando últimamente, ella cede, ella cede; sí cedió, y estoy adelantando mi relaio, nombrando antes de tiempo a mi enemigo, el dolor, ¿por qué habría de ser «el dulce ariete de su acto de amor», que en realidad nada tiene que ver conmigo ni en el tiempo ni en el espacio, como un estilete en mi garganta?