Al despertar, por lo tanto, de la serie de festejos, en Heavenly Lañe, nuevamente me acomete la pesadilla de la cerveza (esta vez con un poco de ginebra, además) y del remordimiento; y nuevamente, aunque ahora sin ningún motivo casi, la repugnancia al ver las pequeñas partículas blancas y lanudas del relleno de la almohada enredadas en su cabello negro casi de alambre, sus mejillas regordetas y sus labios breves y gruesos, la penumbra y la humedad de Heavenly Lañe: una vez más «tengo que volver a casa, poner en orden mi vida», como si a su lado nada hubiera estado nunca en orden, sino desordenado; como si nunca hubiera podido alejarme de mi quimérico cuarto de trabajo, de mi hogar de comodidades, en el gris forastero de la ciudad del mundo, en el Estado del bienestar. «Pero, ¿por qué siempre quieres irte en seguida?» «Supongo que será la sensación de bienestar en mi casa lo que me falta para poner mi vida en orden, como…» «Yo lo se, hijito, pero me… te extraño, hasta cierto punto siento celos de que tú tengas un hogar y una madre que le plancha la ropa cuando yo no tengo nada de eso…» «¿Cuándo quieres que vuelva, el viernes por la noche?» «Pero hijito, eso depende de ti, puedes venir cuando quieras». «Pero debes decirme cuándo quieres tú». «Pero ni se discute que no soy yo la que debe decirlo» «¿Y qué significa no se discute?» «Es como cuando uno dice… sobre… ¡oh!, no sé» (suspirando, volviéndose para el otro lado de la cama, escondiéndose, hundiendo del otro lado su cuerpecito de uva; por lo tanto me acerco, la vuelvo de este lado, me dejo caer sobre la cama, le beso la línea recta que le nace en el esternón, con una depresión más abajo, una línea derecha, sin interrupciones hasta el ombligo, donde se vuelve infinitesimal y prosigue como trazada con un lápiz sobre la pelusa, para continuar luego, siempre recta, por debajo; y, ¿acaso el hombre necesita pedirle bienestar a la historia y al pensamiento cuando posee eso, la esencia?; y sin embargo…). El peso de mi necesidad de volver a casa, mis temores neuróticos, mis borracheras, mis horrores. «No hubiera debido, en realidad no hubiéramos debido ir a casa de Bernard anoche; por lo menos hubiéramos debido volvernos a casa a las tres, con los demás.» «Es lo que digo yo, hijito, pero demonios» (con la sonrisita del resoplido, con una leve imitación humorística de una persona que padece de dificultades de pronunciación) «no haces nunca lo que digo.» «Lo siento, lo siento tanto, te amo, ¿y tú me amas?» «Hombre», riendo, «¿qué quieres decir con eso?», y me mira con atención. «Quiero decir si sientes afecto hacia mí», mientras me envuelve el cuello, grueso y tenso, con su brazo moreno. «Naturalmente, querido». «Pero ¿qué…?» Quisiera preguntárselo todo, pero no puedo, no sé cómo hacerlo, ¿qué es ese misterio de lo que quiero de ti, qué es el hombre o la mujer, el amor, qué quiero decir con amor; por qué debo insistir y preguntar, y por qué me voy y te dejo porque en tu pobre mísero cuartito…? «Es este lugar lo que me deprime; en casa puedo sentarme en el patio, bajo los árboles, dar de comer a mi gato.» «Oh, ya sé que aquí uno se ahoga, ¿quieres que abra la persiana?» «No, que te verán todos; tengo ganas de que se termine de una vez el verano,para que me den ese dinero que espero y nos vayamos a México.» «Bueno, viejo, hagamos como dijiste, vayámonos ahora con el dinero que tienes; dijiste que podríamos arreglarnos.» «¡Perfecto, perfecto!» La idea cobra cada vez más fuerza en mi imaginación, mientras bebo unos sorbos de cerveza vieja y pienso en un rancho de adobes, por ejemplo en las afueras de Texcoco, a cinco dólares por mes; vamos al mercado con el rocío del alba, ella con sus preciosos piececitos morenos en las sandalias, siguiéndome como una esposa, como Ruth; llegamos, compramos naranjas, y mucho pan, y también vino, vino de la región; volvemos a casa y preparamos la comida, pulcramente, en nuestra cocinita, y de sobremesa nos sentamos uno al lado del otro, anotando nuestros sueños, analizándolos; hacemos el amor en nuestra camita. Pero ahora Mardou y yo estamos sentados en la habitación, hablando de todo esto, soñando despiertos, una inmensa fantasía. «Bueno, viejo», sonriendo con sus dientecitos salientes, «cuándo nos decidimos? Toda nuestra relación ha sido una locura sin importancia, todas estas nubes indecisas, todos estos proyectos… ¡Dios!». «Quizá sea mejor esperar hasta que me manden el dinero del libro; sí, realmente será mejor, porque así podré comprarme una máquina de escribir y un cochecito de tres velocidades y discos de Gerry Mulligan y vestidos para ti y todo lo que nos haga falta; así como están las cosas no podemos hacer nada.» «Sí, no sé» (reflexionando) «viejo, te diré que no me entusiasman esos pactos histéricos de pobreza» (afirmaciones de tan repentina profundidad, y tan propias de una hipster que me enojo y me voy a casa y medito sobre ellas durante días). «¿Cuándo volverás?» «Bueno, muy bien; entonces será para el jueves.» «Pero si realmente prefieres el viernes, no quisiera ser un obstáculo en tu trabajo, querido, tal vez preferirías quedarte más tiempo.» «Después de lo que me… ¡Oh, te adoro… te…!» Me desvisto y me quedo tres horas más; por fin me voy sintiéndome culpable, porque el bienestar, la sensación de hacer lo que debería hacer han sido sacrificados, pero aunque sacrificados por el sano amor, algo hay enfermo en mí, perdido; siento temores; y también me doy cuenta de no haber dado un céntimo a Mardou, ni un pedazo de pan, literalmente, solamente conversación, abrazos, besos; me voy y su subsidio de paro no ha llegado todavía, no tiene con qué comer. «¿Qué comerás?» «Oh, tengo algunas latas, o tal vez puedo ir a casa de Adam, pero no quisiera ir a su casa muy a menudo, tengo la impresión de que está resentido conmigo, debe de haber sido mi amistad contigo, me he puesto en medio de esa cierta cosa que existe entre vosotros dos, algo por el estilo…» «No, no es cierto.» «Pero hay otros motivos; no quiero salir, quisiera quedarme aquí adentro, no ver a nadie.» «¿Ni siquiera a mí?» «Ni siquiera a ti, es verdad, a veces, Dios santo, me siento así.» «¡Ah, Mardou! No sé qué decirte, no sé qué decisión tomar, tendríamos que hacer algo ¡untos, ya sé lo que podemos hacer, consiguiré un trabajo en el ferrocarril y viviremos juntos», y esta es la nueva gran idea.
(Y Charles Bernard, la inmensidad de ese nombre en la cosmogonía de mi cerebro, un héroe del pasado proustiano dentro del esquema tal como lo conocí en mi juventud, en el sector de San Francisco solamente, Charles Bernard que había sido el amante de Jane, Jane a quien Frank le había disparado el tiro, Jane con la cual yo había vivido, la mejor amiga de Marie, esas frías noches lluviosas de invierno cuando Charles atravesaba el patio del colegio diciendo algo ingenioso, esas grandes epopeyas casi presentes de lanlasmagórica resonancia, y no muy interesantes aun suponiendo que fueran creíbles, pero la verdadera posición y la importancia de jefe no solamente de Charles sino de una buena decena de otros como él en el liviano casillero de mi mente, a cuyo lado Mardou no es más que un cuerpecito moreno sobre una cama de sábanas grises en un apartamentito de Telegraph Hill, una inmensa figura en la historia de la noche, sí, pero solamente una entre tantas, la asexualidad de la obra; y también la repentina dicha intestinal de la cerveza, cuando pasan por mi mente las visiones de grandiosas palabras todas reunidas en orden rítmico en un gigantesco libro arcangélico; así yazgo en la oscuridad viendo y también oyendo la jerga de las palabras futuras, damjehe eleout ekeke dhdkdk dlduud,…o, ekeoeu dhdhdkehgyl, mejor no una más que aira oy el masmury de eses pjardínd ese quet raramente mdodulkipadip -baseeaa-Ira- pobres ejemplos a causa de las necesidades mecánicas de la escritura a máquina, del flujo de sonidos fluviales, palabras oscuras, que nos trasportan al futuro y atestiguan la locura, la vaciedad, el tintineo y el rugir de mi mente donde, bendito o maldita, cantan los árboles… en un viento cósmico… el bienestar cree que irá al cielo… una palabra basta para el cuerdo… «Astuto se volvió Loco», escribió Alien Ginsberg.)
Motivo por el cual no volví a casa a las tres de la madrugada, y ejemplo.
2
Al principio yo dudaba, porque era negra, porque era desordenada (siempre lo dejaba todo para mañana, el cuarto sucio, las sábanas sin lavar, aunque santo Dios qué pueden importarme las sábanas); dudaba porque sabía que había estado seriamente loca y muy bien podía volver a enloquecer, y una de las primeras cosas que ocurrieron durante las primeras noches fue que ella se había ido al cuarto de baño y se paseaba desnuda por el vestíbulo solitario, pero como la puerta de entrada chirriaba de una manera extraña me pareció (en el ensueño de la marihuana) que de pronto había llegado alguien y estaba en el rellano de la escalera (como por ejemplo González el mexicano, una especie de vago o de parásito, un tipo anémico que tenía la costumbre de ir a su casa, con la excusa de una cierta vieja amistad que ella había tenido con algunos Pachucos de Tracy, a mendigarle moneditas, o dos cigarrillos, y esto todo el tiempo, generalmente cuando peor estaba ella, y a veces hasta se llevaba botellas para venderlas); pensando que debía de ser él, o alguno de los subterráneos, que le pregunta en el vestíbulo «¿Hay alguien contigo?», y ella absolutamente desnuda, sin importarle, como la vez del callejón, se queda tan tranquila y le dice: «No, viejo, será mejor que vuelvas mañana porque estoy ocupada, tengo visitas», así fue mi ensueño de la marihuana mientras estaba tendido en la cama, a causa del gemido o chirrido de la puerta, que hacía justamente el efecto de una voz gemebunda; de modo que cuando ella volvió del cuarto de baño se lo dije (honestamente razonable, de todos modos, y creyendo que en realidad había sido así, casi, y por otra parte siempre convencido de que seguía siendo activamente loca, como cuando trepó a la cerca en el callejón), pero cuando oyó mi confesión me dijo que casi le había dado el ataque nuevamente; se asustó de mí y casi se levantó y se escapó; por motivos como éste, atisbos de locura, repetidas probabilidades de nuevos ataques de locura, yo tenía mis «dudas», mis dudas masculinas y reservadas acerca de ella; razonaba así: «Hoy o mañana, sencillamente, me iré de aquí y me conseguiré alguna otra, blanca, con los muslos blancos, etcétera, y todo esto habrá sido una gran pasión, aunque espero sin embargo no causarle sufrimientos.» ¡Ja!, sentía dudas porque preparaba la comida de cualquier modo y no lavaba nunca los platos en seguida, lo que al principio no me gustó nada, aunque luego tuve que reconocer que en realidad no cocinaba tan mal y que después de un tiempo lavaba los platos, y que a la edad de seis años (así me lo contó ella más tarde) se había visto obligada a lavar los platos de la tiránica familia de su tío, y para colmo la obligaban constantemente a salir al callejón en la oscuridad de la noche, con el cubo de la basura, todas las noches a la misma hora, y ella estaba convencida de que el mismo fantasma la acechaba siempre a esa hora; dudas, dudas, que ahora ya no tengo en la opulencia del placer del pasado. ¡Qué placer es ahora saber que la deseo para siempre contra mi pecho, mi premio, mi mujer, la que yo defendería de todos los Yuri y todos los cualesquiera con los puños y lo que fuera! Y ha llegado para ella el momento de declarar su independencia, anunciando, apenas ayer, antes de que yo empezara a escribir este libro de lágrimas, «Quiero ser una mujer independiente, con dinero, y hacer lo que se me ocurra». «Sí, y también conocer y joder a todo el mundo, Pies Inquietos», pienso, pies inquietos como soplaba un viento frío, había una cantidad de hombres, y en vez de quedarse a mi lado se alejó con su pequeño impermeable rojo que daba risa y sus pantalones negros, y se metió en la entrada de una zapatería (Haz siempre lo que deseas hacer, nada me agrada más que un tipo que hace siempre lo que quiere, decía siempre Leroy); y yo la sigo de mala gana pensando: «No se puede negar que es un caso de pies inquietos, al diablo con ella, me conseguiré otra menos inquieta» (con mucho menos énfasis al final, como el lector podrá deducir del tono); pero resulta que ella sabía que yo no tenía más que la camisa, pues encima había salido sin camiseta, de modo que quería refugiarse donde no soplara el viento, así me lo dijo después; aunque el hecho de comprender que no era cierto que hablara desnuda con un hombre en el vestíbulo, y que tampoco era una prueba de inquietud alejarse unos pasos para conducirme a un lugar menos frío mientras esperaba el autobús, seguía sin causar la menor impresión en mi mente ansiosa e impresionable, siempre dispuesta a crear, a construir, a destruir y a morir; como lo demostrará la gran construcción de celos que más tarde, partiendo solamente de un sueño, y por motivos de autolaceración, fui capaz de re-crear… Toleradme, vosotros todos, lectores amantes que habéis sufrido, toleradme vosotros, hombres que comprendéis que el mar de negrura en los ojos oscuros de una mujer es el mismo mar solitario, ¿y acaso iríais al mar a exigirle explicaciones, o a preguntarle a una mujer por qué cruza las manos en el regazo sobre una rosa? No…