Dudas, por lo tanto, de… bueno, la raza de Mardou naturalmente; no sólo mi madre sino también mi hermana, con la cual tal vez tendré que vivir algún día, y su marido es del Sur, y también todos los que tienen algo que ver conmigo se sentirían bárbaramente mortificados y no querrían saber nada de nosotros; muy posiblemente tendríamos que renunciar completamente a la perspectiva de vivir en el Sur, por ejemplo en esa casona colonial faulkneriana con el pórtico de columnas bajo el claro de luna del Viejo Abuelo, que tantas veces he soñado, y allí me veo junto al doctor Whitley abriendo la tapa corrediza de mi escritorio antiguo, mientras bebemos en honor de los grandes libros, fuera se ven las telarañas en los pinos y las viejas muías que trotan por las blandas carreteras, y, ¿qué dirían si mi esposa, la castellana de mi mansión, fuera una Cherokee negra? Sería como cortar mi vida en dos, y renunciar a tantos tremendos ensueños americanos de esos que podríamos llamar blancos, pensamientos de pura ambición blanca. Y un alud de dudas también sobre su cuerpo, además, y aunque parezca gracioso, realmente tranquilo ahora ante su amor tan sorprendente que apenas podía creer en él; una cosa que había visto a la luz, una noche de juegos de modo que… Cuando pasábamos por Fillmore ella insistió en que nos confesáramos todo lo que nos habíamos ocultado durante esa primera semana de nuestra relación, para que así pudiéramos ver mejor y comprender; entonces yo le ofrecí mi primera confesión, titubeando, «me pareció haber visto una especie de cosa negra que no había visto nunca antes, algo que colgaba, y un poco me asustó» (riendo); para ella esto debió de haber sido como una puñalada en el corazón, me pareció sentir una especie de sobresalto en su persona; siguió caminando a mi lado mientras yo le comunicaba este secreto pensamiento, pero luego, una vez en casa, con la luz encendida, como dos criaturas, examinamos juntos la cosa y la estudiamos de cerca, y no era nada pernicioso, ni jugos horribles, sino sencillamente azul-oscuro como lo es en todas las mujeres de cualquier especie, lo que me tranquilizó realmente y de veras por el hecho de haber visto con mis propios ojos y haber estudiado la cuestión con ella; aunque ésta había sido una duda que, una vez confesada, le hizo sentir más afecto por mí, porque comprendió que en el fondo yo no le escondería nunca nada, como una víbora, ni siquiera lo peor, ni siquiera… Pero es inútil defenderme, ya me resulta absolutamente imposible empezar apenas a compreder quién soy o qué soy; mi amor por Mardou me ha alejado completamente de cualquier fantasía previa, valiosa o de otro tipo. En realidad, lo que impedía que estas dudas explosivas predominaran en mi relación con ella era el hecho de haber comprendido que era muy sensual y dulce y buena conmigo, y que yo me lucía inmensamente, después de todo, al lado de ella en la Playa (y en cierto sentido, también, provocaba el despecho de los subterráneos, que poco a poco se estaban mostrando cada vez más fríos conmigo, ya fuera en el bar de Dante o en la calle, por el motivo natural de que yo les había quitado la muñeca preferida, una de la muñecas más brillantes de su círculo, si no la más brillante de todas) y Adam por otra parte decía: «Vosotros hacéis juego, os hará bien estar juntos», puesto que en esa época era, y todavía lo es, mi empresario artístico y paternal; no sólo esto, sino también, y me cuesta confesarlo, para demostrar hasta qué punto es abstracta la vida en la ciudad de la Clase Conversadora a la cual todos nosotros pertenecemos, la Clase Conversadora que trata de racionalizarse a sí misma, movida supongo por un materialismo sensual realmente vil y casi lascivo: una de las causas que impedían, como ya he dicho, la expresión de mis dudas era la lectura, el repentino, iluminado, alegre, maravilloso descubrimiento de Wilhelm Reich y de su libro La función del orgasmo, de una claridad que yo no había visto desde hacía mucho tiempo, tal vez desde la claridad del dolor personal moderno de Céline; o, digamos, la claridad del pensamiento de Carmody en 1945, cuando por primera vez me senté a sus pies; la claridad de la poesía de Wolfe (a los diecinueve años era claridad para mí) aunque aquí la claridad era científica, germánica, hermosa, verdadera, algo que yo siempre había conocido y estrechamente vinculado, en realidad, con mi repentina idea de 1948 de que la única cosa que realmente importaba era el amor, los amantes que van y vienen bajo las ramas del bosque de Arden del Mundo, aquí aumentados y al mismo tiempo microcosmizados y señalados y masculinizados: el orgasmo, los reflejos del orgasmo, no es posible conservar la salud sin orgasmo y sin amor sexual normal; no pienso detallar la teoría de Reich ya que todos pueden leerla en su libro, pero al mismo tiempo Mardou insistía en decirme: «Oh, no me vengas con ese Reich cuando estamos en la cama, ya he leído ese maldito libro, no quiero ver nuestra relación disecada y rebajada por culpa de ese hombre» (yo ya había advertido que todos los subterráneos, y prácticamente todos los intelectuales qe he conocido, en realidad, siempre han desdeñado a Reich de la manera más extraña, si no al principio, al cabo de un tiempo); además de lo cual, Mardou no llegaba al orgasmo mediante la copulación normal, sólo lo lograba un rato después, gracias a la estimulación por mí aplicada (una vieja estratagema aprendida de una mujer frígida con quien previamente había tenido una aventura), de modo que no era una proeza tan grande la mía ésta de hacerla terminar, pero como ella misma me dijo finalmente, apenas ayer: «Lo haces solamente para darme el placer de terminar, eres tan amable conmigo», declaración que de pronto resultaba bastante difícil de creer tanto para ella como para mí, y que venía inmediatamente después de su «Me parece que deberíamos separarnos, nunca hacemos nada juntos, yo quiero ser indepen…» Y por esto tenía mis dudas acerca de Mardou, siempre suponiendo que yo, el gran Soñador, decidiera hacer de ella mi eterna y amante esposa aquí, allí o en cualquier otra parte, y a pesar de todas las objeciones de mi familia, especialmente la influencia real, aunque dulce, pero a pesar de todo realmente tiránica (a causa de mi idea subjetiva de ella y de su influencia) de mi madre sobre mí, su imperio o lo que fuera. «Leo, no me parece que te convenga vivir siempre con tu madre», me había dicho Mardou, una afirmación que en la ilusión primera de mi seguridad sólo me había hecho pensar, «Bueno, naturalmente, lo que le pasa es que está celosa, ya que no tiene ni padre ni madre, y de todos modos es una de esas personas modernas que han sido psicoanalizadas y por lo tanto odian a todas las madres», mientras decía en alta voz, «Realmente la quiero mucho, realmente, y te quiero también a ti, y no ves cuánto me esfuerzo por aprovechar el tiempo, por dividir mi tiempo entre vosotras dos; allá me espera mi tarea literaria, mi bienestar; y cuando ella vuelve a casa del trabajo, por la noche, cansada, cuando vuelve del negocio, te aseguro que me siento feliz de prepararle la cena, de tenerle la cena y un martini preparados cuando ella llega, de modo que para las ocho ya está todo limpio y en orden, asi tiene más tiempo para mirar la televisión, que para poder comprársela tuve que trabajar seis meses en el ferrocarril, ¿comprendes?» «Bueno, no se puede negar que has hecho muchas cosas por tu madre», y Adam Moorad (mi madre lo consideraba un loco y
una mala influencia) también me había dicho una vez, «Realmente, ya has hecho bastante por ella, Leo, podrías olvidarte un poco de ella de vez en cuando, tú tienes que vivir tu propia vida», que era exactamente lo que mi madre me decía siempre en la oscuridad de la noche del sur de San Francisco, mientras reposábamos de las fatigas del día fumando bajo la luna y los vecinos venían a conversar con nosotros, «Tienes que vivir tu propia vida, no me quiero entrometer en tus cosas. Tú, Leo, haz lo que tienes que hacer, a ti Te toca decidir, por supuesto que, decidas lo que decidas, yo estaré de acuerdo». Y yo sentado a su lado, abstraído, comprendiendo que todo depende de mí, una enorme fantasía subjetiva, en el sentido de que mi madre realmente me necesita y se moriría si yo no estuviera junto a ella, y sin embargo con la mente repleta de otras cavilaciones, que me permiten escapar dos o tres veces al año para efectuar viajes gigantescos a México o a Nueva York o al canal de Panamá en barco… Un millón de dudas sobre Mardou, ahora finalmente disipadas, ahora (y aun sin la ayuda de Reich que nos demuestra que la vida consiste sencillamente en el hombre que penetra en la mujer y en el frote suave de los dos: esa esencia, esa nafta repiqueteante, algo que en estos momentos me enloquece casi hasta el punto de gritar: Yo poseo mi propia nafta particular inmejorable, y esa nafta es el reconocimiento mental…); no, ya no dudo más. Hasta llegué, mil veces, a preguntarle más tarde, desmemoriado, si ella no había realmente robado la fotografía pornográfica en casa de Bernard, hasta que por tin la última vez me espetó, «Pero si ya te lo he dicho y repetido, ocho veces por lo menos, que no robé ninguna fotografía; y creo haberte repetido mil veces que ni siquiera tenía un solo bolsillo en el vestido que llevaba esa noche, absolutamente ningún bolsillo»; y sin embargo no conseguía convencerme (en mi loco cerebro febril) de que esta vez era Bernard el que estaba realmente loco, Bernard, que se había vuelto viejo y por lo tanto se le había desarrollado algún triste complejo personal, que le incitaba a acusar de hurto a los demás, solemnemente, «Leo, ¿no comprendes?, y sin embargo insistes en preguntarme»; y ésta era la última, proíunda y definitiva duda que me faltaba acerca de Mardou, suponer que era realmente una especie de ladrona y que por lo tanto estaba decidida a robarme el corazón, mi corazón de hombre blanco, una negra subrepticiamente decidida a espiar el mundo, a espiar subrepticiamente al santo hombre blanco para sus ritos de sacrificio, más tarde, cuando le asen y le torturen (recordando el cuento de Tennessee Williams sobre el camarero negro del baño turco y el hombrecito blanco invertido), porque, no solamente Ros Wallenstein me había dicho en la cara que yo era un invertido, «Viejo, ¿qué diablos eres, un invertido? Hablas exactamente como un invertido», me había dicho eso porque yo le había dicho con voz que suponía culta y refinada: «¿Tienes un nudo en la garganta, esta noche? Tendrás que probar tres seguidos, te dejarán realmente del otro lado, y encima podrías beber un poco de cerveza; pero no cuatro, sino exactamente tres», lo que le había insultado completamente porque Ross es el hipster más veterano de toda la Playa, y que alguien tenga el coraje, especialmente un pretencioso, recién llegado, de llevarse a Mardou consigo y arrancársela al grupo, un individuo para colmo con aspecto de facineroso y con una cierta reputación de gran escritor, que a él no le parecía justificada, basada en un único libro publicado… Toda esa confusión, Mardou que se convertía en el camarero negro del baño turco, inmenso y tremendamente viril, y yo en el hombrecito que resulta desintegrado por su aventura amorosa y transportado a la bahía en una bolsa de arpillera, para ser allí distribuido pedazo por pedazo y hueso por hueso roto a los peces (si todavía quedan peces en esas tristes aguas), así me robaría ella el alma y se la comería; aunque me dijo mil veces, «Yo no robé esa fotografía y estoy segura de que no fue ese Aylward, no sé tampoco como se llama, y tampoco se la robaste tú, no es más que una idea de Bernard, será alguna especie de fetichismo suyo». Pero no conseguía nunca impresionarme, ni me convencía, hasta la última noche, que fue hace apenas dos noches; esa duda profundísima acerca de su personalidad, también vinculada a lo sucedido (y esto me lo contó ella) cuando vivía en el cuarto de Jack Steen, en una casa destartalada de la calle Comercial, cerca de la sala de reuniones del sindicato de marineros, y un día que estaba rara se había quedado una hora sentada delante del baúl de Jack pensando si debía abrirlo para ver qué tenía dentro, hasta que Jack volvió a casa, y empezó a hurgar dentro del baúl, y de pronto pensó y vio que algo faltaba y dijo, siniestro, rabioso, «¿Has estado hurgando en mi baúl?», y ella casi se levantó de un salto y le gritó Sí porque era cierto; «Hombre, era cierto, porque mentalmente había estado hurgando en el baúl durante todo el día, y de pronto me miraba con esos ojos… casi me dio otro ataque»; una historia que tampoco pudo imprimirse bien en mi rígido cerebro perseguido por la paranoia, de manera que por lo menos durante dos meses viví casi convencido de que me había dicho: «Sí, hurgué dentro del baúl pero naturalmente no le saqué nada», creyendo que en realidad le había mentido a Jack Steen; pero ahora, considerando con claridad los hechos, comprendo que ella sólo había pensado hacer lo que decía; y así sucesivamente; mis dudas, todas ellas.asistidas por mi violenta paranoia, lo que en realidad constituye mi confesión… mis dudas, por lo tanto, han quedado disipadas.