El momento peor, casi el peor de todos, cuando una llamarada roja me atravesó el cerebro: yo estaba sentado con ella y con Larry O'Hara en el cuarto de éste, habíamos estado bebiendo borgoña francés y haciendo un poco de música, se hablaba ya no sé de qué cosa, yo tenía una mano sobre la rodilla de Larry y gritaba: «Pero, ¡escuchadme, escuchadme un momento!» con tantas ganas de explicarles mi punto de vista que mi voz dejaba traslucir una inmensa y loca súplica, y Larry totalmente absorto en lo que Mardou está diciendo al mismo tiempo, y alimentando con palabras sueltas su diálogo, y en el vacío que sigue a la llamarada me levanto repentinamente de un salto y trato vanamente de abrir la puerta, uf, está cerrada con la cadena interior, hago correr la cadena, abro de un tirón la puerta y me zambullo en el pasillo, bajo las escaleras con toda la velocidad que me permiten mis zapatos con suela de goma, veloces suelas de ratero, pat patapat, piso tras piso van girando en torno de mí mientras yo giro en torno del hueco de la escalera, dejándolos a los dos con la boca abierta allí arriba; luego llamo por teléfono, media hora después me encuentro con Mardou en la calle, a tres manzanas de la casa; no hay esperanza.
Y también la vez que decidimos que yo debía darle algún dinero para comprar algo de comer, dije que iría a casa a buscarlo y se lo traería y me quedaría un rato; pero en esa época estaba tan lejos todavía del amor, y me fastidió, no solamente su conmovedora petición de dinero sino también la duda, la vieja duda de siempre, por lo tanto entro con violencia en su cuarto, está Alice su amiga, lo que me sirve de excusa (porque Alice es más silenciosa que una pared, desagradable y rara, y nadie le gusta) para dejar los dos billetes sobre los platos de Mardou en la fregadera de la cocina, le doy un beso rápido en el lóbulo de la oreja, le digo «Vuelvo mañana», y me voy, siempre corriendo, sin siquiera preguntarle si está de acuerdo, como una prostituta que me hubiera pedido los dos dólares después de haber hecho el amor, y yo me hubiera ofendido.
Qué claramente nos damos cuenta de cuándo nos estamos volviendo locos; la mente se sume en el silencio, físicamente no ocurre nada, la orina se acumula en la vejiga, las costillas se contraen.
Un mal momento, la vez que me preguntó: «¿Qué piensa realmente de mí Adam? No me lo has dicho nunca, sé que no está muy contento de vernos juntos pero…» y yo le dije más o menos lo que me había dicho Adam, cosas de las cuales no debería en absoluto haberle hablado para no turbar su tranquilidad de espíritu, «Dijo que era solamente una cuestión social suya personal, que no quería tener historias de amor contigo porque eres una negra», y otra vez sentí su pequeño choque telepático que me llegaba a través de la habitación; la hirió profundamente. Me pregunto qué motivo habré tenido para decírselo.
La vez que vino su vecino, tan cordial, el joven escritor John Golz (se pasa ocho horas al día, con toda aplicación, escribiendo cuentos para revistas, admira a Hemingway, a menudo da de comer a Mardou; es un simpático muchacho de Indiana y no tiene malas intenciones y por cierto no es un viperino, tortuoso, interesante subterráneo, sino un tipo jovial y de cara franca, juega con los chicos en el patio, imagínense) vino a visitar a Mardou, yo estaba solo (no sé ya por qué motivo, Mardou estaba en el bar como habíamos establecido de común acuerdo, la noche que salió con un muchacho negro que no le gustaba mucho, pero sólo por divertirse, y le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se sentiría halagada, Leo»); esa noche, yo estaba en su cuarto esperando, leyendo, cuando llegó el joven John Golz a pedir cigarrillos prestados y al ver que yo estaba solo quiso conversar un rato de literatura: «Bueno, yo diría que la cosa más importante es la capacidad de selección»; yo exploté y le dije: «Ah, no me vengas con todas esas frasecitas de escuela secundaria que ya he oído mil veces, mucho antes de que tú hubieras nacido, casi; por el amor de Dios, realmente, vamos, hazme el favor de decir algo interesante y nuevo sobre el tema», desconcertándolo, de mal humor, por motivos sobre todo de irritación, y porque parecía tan indefenso y por lo tanto uno sabía que podía gritarle sin peligro de que contestara, lo que por supuesto era cierto; le puse en ridículo, aunque era su amigo, y estuve bastante mal; no, el mundo no es un lugar adecuado para este tipo de actividades, ¿y qué haremos?, ¿y dónde?, ¿cuándo?, ua ua ua, el bebé llora en el estrépito de mi medianoche.
Ni tampoco puede haber sido agradable y alentador, para sus temores y sus ansiedades, el hecho de que empezara, apenas iniciada nuestra relación, a «besarla entre las piernas», que empezara y de repente me interrumpiera, de modo que más tarde, en un momento de alcohol liberal me dijo: «Te interrumpiste de repente como si yo fuera…», aunque el motivo por el cual me interrumpí no era en sí tan significativo como el motivo que me impulsó a hacerlo, para despertar en ella un mayor interés sexual, que una vez bien atado como con un nudo, me permitiría mayor libertad. La cálida boca de amor de la mujer, su sexo, que es el lugar mejor para el hombre que ama, no… este borracho egomaniático e inmaduro… este… sabiendo como sé por mi experiencia pasada y mi sentido interior que debemos caer de rodillas ante la mujer y pedirle permiso, pedir el perdón de la mujer para todos nuestros pecados, protegerla, sostenerla, hacerlo todo por ella, morir por ella pero por el amor de Dios amarla y amarla hasta el final y en todos los modos posibles; sí, psicoanálisis, dicen (temiendo secretamente las pocas veces que había establecido contacto con la áspera superficie, como de rastrojo, del pubis, que era negroide y por lo tanto un poco más áspera, aunque no lo bastante como para ser distinto del pubis de las demás mujeres, y debo decir que el interior, por su parte, era el mejor, el más rico, el más fecundo, húmedo, cálido y lleno de suaves y escondidas montañas resbaladizas, y por otra parte la fuerza y la agilidad de los músculos internos es tan poderosa que sin darse cuenta a menudo cierra el pasaje como si fuera una compuerta y me hace un daño increíble, aunque de esto fue consciente solamente la otra noche, y ya era demasiado tarde…). Y así llegamos a la última duda, no disipada, fisiológica, que esta contracción y este vigor de su sexo, que seguramente habrá sido la causa, ahora que lo pienso, de la vez que Adam, en su primer encuentro con ella, experimentare ese dolor tan penetrante, intolerable, tan repentino que le hizo gritar, hasta el punto de que tuvo que ir a ver al médico y hacerse vendar y todo (y también después, cuando vino Carmody y se hizo un aparato casero con una vieja regadera grande y un poco de estopa y sustancia vegetativa, para colocar el pico de su persona en el pico de la regadera, así se lo curaba); ahora que reflexiono me pregunto realmente si nuestra potranca no habrá querido partirnos en dos, me pregunto si Adam no creerá que fue por culpa de él, y no lo sabe; lo cierto es que esa vez la negrita se contrajo poderosamente (¡la lesbiana!) (¡siempre lo supe!), le reventó, le dejó en mal estado, y a mí no me lo pudo hacer pero no porque no lo intentase, hasta dejarme hecho la basura, la cascara vacía que soy ahora… ¡psicoanalista, soy un caso serio!
Ya es demasiado. Empezando, como dije, con el incidente del carrito -la noche que bebimos vino tinto en el bar de Dante porque teníamos ganas de emborracharnos, tan malhumorados estábamos-; Yuri había venido con nosotros, también estaba Ross Wallenstein, y, tal vez para llamar la atención de Mardou, Yuri se portó como una criatura toda la noche; todo el tiempo golpeaba a Wallenstein en la nuca con las puntas de los dedos, como si estuviera haciéndose el tonto en un bar, pero Wallenstein (que siempre recibe las palizas de los tipos de mal vivir justamente por eso) se volvió y le dirigió una rígida mirada de calavera, con esos ojos enormes suyos detrás de los cristales de las gafas, y sus mejillas azules de Cristo sin afeitar; le miró rígidamente como si le hubiera podido derribar con la mirada sola allí mismo, sin pronunciar una palabra durante un buen rato, y diciéndole finalmente, «Oye, deja de fastidiar»; luego se dio vuelta para seguir su conversación con los amigos. Yuri vuelve a golpearle en la nuca, con las puntas de los dedos, y Ross le mira nuevamente, con esa especie de pacífica defensa india a lo Mahatma Gandhi, despiadada, terrible, subterránea (que era lo que yo me había imaginado la primera vez que se dirigió a mí para decirme: «¿Eres pederasta?, hablas como un pederasta», una observación tan absurda por lo inflamable, viniendo de él, ya que después de todo yo peso casi noventa kilos y él apenas setenta o sesenta y cinco, válgame Dios, lo que me hizo pensar en secreto: «No, no es posible pelearse con este hombre porque se limitará a gritar y a chillar y a llamar a la policía y a dejarse golpear todas las veces que quieras, y luego se aparecerá en sueños, todavía no se ha descubierto la manera de poner fuera de combate a un subterráneo o, para ser más exacto, la manera de ponerlos fuera de combate a todos ellos, son las personas más invencibles de este mundo y de la nueva cultura»); finalmente Wallenstein se va al lavabo a mear y Yuri me dice, mientras Mardou está en el mostrador haciéndose servir tres copas más para nosotros: «Vamos al excusado y le rompemos el alma», y yo me levanto para seguir a Yuri pero no con la intención de romperle el alma a Ross sino más bien para impedir que suceda algo desagradable allí dentro, ya que a su manera, mucho más real que la mía, Yuri ha sido una persona de malos antecedentes, y ha estado preso en Soledad por haberse defendido en una gran pelea a muerte que hubo en el reformatorio; pero cuando estamos a punto de -llegar a la puerta del fondo Mardou nos corta el paso y nos dice «Dios mío, si yo no lo hubiera impedido (riendo con esa risita suya de incomodidad y su resoplido habitual) habríais sido capaces de entrar»; habiendo sido en otro tiempos amante de Ross, aunque ahora la letrina sin fondo que es las posición de Ross en la escala de sus sentimientos, habrá de ser, supongo, comparable a la mía, ¡oh!, al diablo con estos aleteos espinosos…
De allí fuimos al Mask como de costumbre, bebimos cerveza, cada vez más borrachos, y luego salimos para volver a casa a pie; como Yuri acaba de llegar de Oregón y no tiene dónde dormir nos pregunta si puede venir a dormir con nosotros, yo por mi parte dejo que Mardou responda porque la casa es suya, aunque débilmente murmuro tal vez «bueno», en medio de la confusión, y Yuri se viene a casa con nosotros; por el camino encuentra un carrito de mano, y dice: «Subid, haré de taxista y os llevaré a casa colina arriba». Muy bien, subimos y nos acostamos en el carrito, borrachos como sólo es posible emborracharse con el vino tinto, y Yuri nos empuja desde la Playa a casa, pasando por ese parque fatal (donde habíamos estado aquella triste tarde de domingo de mi sueño y mis presentimientos), y nos dejamos llevar en el carrito de la eternidad, el ángel Yuri nos empuja, veo solamente las estrellas y de vez en cuando el techo de algunas casas; ausente de nuestras mentes toda idea (salvo a ratos en la mía, y tal vez en las de los demás) del pecado que cometemos, de la pérdida que esta broma representa para el pobre proletario italiano que ha perdido su carrito; y luego seguimos por Broadway hasta llegar a casa de Mardou, siempre en el carro; en cierto momento yo los empujo y ellos se dejan llevar, Mardou y yo cantamos un poco de bop y también la melodía ¿Han salido las estrellas esta noche? al estilo bop, perfectamente borrachos, para terminar abandonando estúpidamente el carrito delante de la casa de Adam y luego subir corriendo y haciendo mucho ruido. Al día siguiente, después de haber dormido en el suelo, mientras Yuri ronca sobre el sofá, esperamos que llegue Adam, como si fuéramos a darle una gran alegría con nuestra hazaña; por fin vuelve Adam del trabajo, con cara lúgubre y dice: «Realmente no imagináis el sufrimiento que estáis causando a algún pobre viejo trapero armenio, esas cosas no se os pasan nunca por la imaginación, lo único que sabéis hacer es comprometer mi domicilio dejando ese carro delante de la puerta, suponed que la policía lo encuentra y, ¿qué pasa entonces?» Y Carmody que me dice: «Leo, pienso que has sido tú el que ha perpetrado esta obra maestra», o «Esta brillante idea proviene sin duda de tu cerebro genial», o algo así, aunque no había sido yo en realidad; y, nos pasamos el día entero subiendo y bajando las escaleras para ir a ver el carrito que ni sueña con ser descubierto por la policía, sino que está siempre en el mismo lugar; pero ahora con el encargado de la casa de Adam, preocupado, yendo y viniendo delante del objeto, esperando para ver quién viene a reclamarlo, oliéndose alguna complicación inesperada, y encima el pobre bolso de Mardou que se ha quedado en el carro, donde lo hemos olvidado por culpa de la borrachera, y el encargado de la casa finalmente lo confisca y se queda esperando para ver qué sucede ahora (con lo que Mardou se despide de unos cuantos dólares y de su único bolso). «Lo único que puede ocurrir, Adam, es que la policía descubra el carrito, que vean el bolso, y dentro la dirección, y se lo lleven a Mardou, pero lo único que debe decir es "¡Oh, finalmente han encontrado mi bolso!" y se acabó, y no pasará nada.» Pero Adam me grita: «Mira, incluso si no pasa nada has puesto en peligro la seguridad de mi domicilio, entras haciendo ruido, me dejas un vehículo provisto de su patente reglamentaria delante de la puerta de la calle, y luego me dices que no ha sucedido nada.» Pero como ya me había imaginado que se enojaría, estoy preparado y le digo: «Al diablo, Adam, puedes levantarles la voz a éstos, pero no puedes levantarme la voz a mí, no te lo permitiré; ha sido sencillamente una broma de borrachos», agrego, y Adam dice: «Ésta es mi casa y cuando estoy en mi casa puedo cabrearme con quien…» Por lo tanto me levanto y le arrojo las llaves (las llaves que él me había hecho hacer para que yo pudiera entrar y salir cuando me diera la gana), pero están endiabladamente enredadas con la cadenita del llavero de mi madre, y durante unos segundos forcejeamos seriamente con los dos grupos mezclados de llaves, que ahora han caído al suelo, tratando de separarlos, y él por fin recoge las suyas y yo digo: «No, ésa no, ésa es mía», y se la mete en el bolsillo, y así quedan las cosas. Siento deseos de levantarme y salir corriendo, como en casa de Larry. Mardou está presente, viendo cómo me da el ataque, en vez de ayudarla a evitar los ataques que le dan a ella (una vez me preguntó: «Si me da el ataque, ¿qué harás, me ayudarás? Suponte que yo esté convencida de que te has propuesto hacerme daño, ¿qué harías?» «Querida», le contesto, «haré lo posible, te aseguro que te haré comprender que no estoy tratando de hacerte ningún daño, y así recobrarás la lucidez, te protegeré», con el aplomo del hombre adulto, pero en realidad el ataque me da a mí más a menudo que a ella). Siento vastas oleadas de oscura hostilidad, más bien odio, malignidad y destructividad, que emanan de Adam sentado en un rincón, apenas si puedo quedarme sentado bajo esa desoladora oleada telepática, y por si fuera poco todo el equipaje de Carmody por el cuarto, una cantidad de maletas, es demasiado para mí (por otra parte es una pura comedia; en eso estamos de acuerdo, que luego nos parecerá todo una comedia), hablamos de otra cosa, de pronto Adam me arroja la llave disputada, que aterriza sobre mi pierna, y en vez de dejarla pender ostentosamente del dedo (como si estuviera reflexionando, como un astuto canadiense que calcula el pro y el contra) me levanto como una criatura de un salto y me meto la llave en el bolsillo, con una risita, para que Adam se sienta más a sus anchas, y también para hacer ver a Mardou qué «buen muchacho» soy, aunque ella ni se dio cuenta, en ese momento estaba mirando hacia otro lado; de modo que ahora, restablecida la paz, digo: «Y en todo caso la culpa fue de Yuri, y no se trata, como dice Frank, de una prueba de ingenio de mi parte» (el carrito de mano, la oscuridad, exactamente como cuando Adam en el sueño profético bajaba los escalones de madera para ir a ver al «patriarca ruso», también allí había un carrito de mano). Por lo tanto, en la carta que escribo para contestar la hermosura que me ha mandado Mardou, ya citada, inserto afirmaciones estúpidas y airadas pero «simulando ecuanimidad», «calma, profundidad, poesía», como por ejemplo: «Si me enfurecí y le devolví las llaves de mal modo a Adam, fue porque "la amistad, la admiración, la poesía reposan en el misterio respetuoso", y el mundo invisible es demasiado beatífico para arrastrarlo ante el tribunal de las realidades sociales», o algún trabalenguas por el estilo, que Mardou habrá sin duda leído con un solo ojo; la carta, inspirada por la pretensión de retribuir el calor de la suya, su obra maestra de ensimismamiento otoñal, empezaba con esta confesión, que si algo es, es sencillamente estúpida: «La última vez que escribí una misiva de amor resultó ser todo un error (refiriéndome a un amorío que tuve con Arlene Wohlstetter a principios del año) y me alegro de que seas franca» o «de que tengas ojos tan francos», decía la frase siguiente; la intención de mi carta era que llegara el sábado por la mañana, para que así pudiera sentir mi cálida presencia, mientras yo acompañaba a mi madre (que bien se lo merece trabajando como trabaja) de compras por la calle Market y después al cine, como hacemos cada seis meses (ya que tratándose de una anciana obrera canadiense desconoce completamente el confuso trazado de las calles de San Francisco), pero en cambio llegó bastante después, cuando ya nos habíamos visto; la leyó estando yo presente, y la encontró aburrida no desde el punto de vista literario, pero algo en ella debió desagradar a Mardou, la injusticia y la estupidez en lo que se refería a mi ataque contra Adam («Viejo, no tenías ningún derecho a gritarle así, realmente, es su apartamento, tenía derecho»), ya que la carta era una larga defensa de este «derecho a levantar la voz delante de Adam», y de ningún modo era una respuesta a su misiva amorosa…