Milan Kundera
Los testamentos traicionados
Título originaclass="underline" Les testaments trahis
© Milán Kundera 1993
Traducción: Beatriz de Moura
Primera Parte. El día que Panurgo dejará de hacer reír
La invención del humor
Madame Grandgousier, que estaba preñada, se dio tal hartazgo de callos que hubo que administrarle un astringente; éste fue tan fuerte que los lóbulos de la placenta se aflojaron, el feto de Gargantúa se deslizó dentro de una vena, subió por ella y salió por la oreja de su madre. Desde las primeras frases, el libro descubre sus cartas: lo que aquí se cuenta no es serio: lo cual significa: aquí no se afirman verdades (científicas o míticas); nadie se compromete a dar una descripción de los hechos tal como son en realidad.
Hermosos tiempos los de Rabelais: la novela alza el vuelo llevándose en su cuerpo, cual mariposa, los jirones de la crisálida. Pantagruel, con su aspecto de gigante, pertenece todavía al pasado de los cuentos fantásticos, mientras Panurgo llega de un porvenir por entonces todavía desconocido para la novela. El momento excepcional del nacimiento de un arte nuevo otorga al libro de Rabelais una inaudita riqueza; todo está ahí: lo verosímil y lo inverosímil, la alegoría, la sátira, los gigantes y los hombres normales, las anécdotas, las meditaciones, los viajes reales y fantásticos, los debates eruditos, las digresiones de puro virtuosismo verbal. El novelista de hoy, heredero del siglo XIX, siente una envidiosa nostalgia de ese universo soberbiamente heteróclito de los primeros novelistas y de la alegre libertad con la que lo habitan.
Del mismo modo que Rabelais en las primeras páginas de su libro deja caer a Gargantúa en el escenario del mundo por la oreja de su madre, en Los versos satánicos, tras la explosión de un avión en pleno vuelo, los dos protagonistas de Salman Rushdie caen conversando y cantando, y se comportan de una manera cómica e improbable. Mientras «encima, detrás, debajo, en el vacío» flotaban butacas reclinables, vasitos de cartón, máscaras de oxígeno y pasajeros, el uno, Gibreel Farishta, nadaba «en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer» y el otro, Saladin Chamcha, «una sombra impecable […] caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado […] con extemporáneo bombín». La novela arranca con esta escena, ya que Rushdie, al igual que Rabelais, sabe que el contrato entre el novelista y el lector debe establecerse desde el principio; eso debe quedar claro: lo que aquí se cuenta no va en serio aunque se trate de cosas muy terribles.
La comunión de lo no serio con lo terrible: he aquí una escena del «Libro Cuarto»: la nave de Pantagruel encuentra en alta mar un barco lleno de comerciantes de corderos; un comerciante, al ver a Panurgo desbraguetado, con los lentes encima del gorro, se cree autorizado a dárselas de listo y le trata de cornudo. Panurgo se venga enseguida: le compra un cordero y luego lo tira al mar; siendo propio de los corderos seguir al primero, todos los demás empiezan a tirarse al agua. Enloquecidos, los comerciantes los agarran por la lana y los cuernos y son ellos también arrastrados al mar. Panurgo tiene un remo en la mano, no para salvarlos, sino para impedir que suban a bordo; los exhorta con elocuencia, demostrándoles las miserias de este mundo, el bien y la dicha de la otra vida, y afirmando que los difuntos son más felices que los vivos. Les desea, no obstante, en el caso de que no les disgustara seguir todavía con vida entre los humanos, que encuentren alguna ballena según el ejemplo de Jonás. Una vez terminado el baño, el bueno de fray Juan felicita a Panurgo y le reprocha tan sólo el haber pagado al comerciante y haber por lo tanto derrochado inútilmente el dinero. Y dice Panurgo: «¡Pero por Dios, si me he divertido más que si me hubiera gastado cincuenta mil francos!».
Esta escena es irreal, imposible; ¿se desprende al menos de ella alguna moral? ¿Denuncia Rabelais la mezquindad de los comerciantes cuyo castigo debería alegramos, o quiere que nos indignemos contra la crueldad de Panurgo, o se burla, como buen anticlerical que es, de la necedad de los estereotipos religiosos que profiere Panurgo? ¡Adivinen! Cada respuesta es una trampa para tontos.
Escribe Octavio Paz: «Ni Homero ni Virgilio conocieron el humor; Ariosto parece presentirlo, pero el humor no toma forma hasta Cervantes. […] El humor es la gran invención del espíritu moderno». Idea fundamentaclass="underline" el humor no es una práctica inmemorial del hombre; es una invención unida al nacimiento de la novela. El humor, pues, no es la risa, la burla, la sátira, sino un aspecto particular de lo cómico, del que dice Paz (y ésta es la clave para comprender la esencia del humor) que «convierte en ambiguo todo lo que toca». Los que no saben disfrutar de la escena en la que Panurgo deja ahogarse a los comerciantes de corderos mientras les hace el elogio de la otra vida nunca comprenderán nada del arte de la novela.
El territorio en el que se suspende el juicio moral.
Si alguien me preguntara cuál es el motivo más frecuente de los malentendidos entre mis lectores y yo, no lo dudaría: el humor. Llevaba poco tiempo en Francia y lo era todo menos un blasé cuando un gran profesor de medicina manifestó el deseo de conocerme porque le gustaba La despedida; me sentí muy halagado. Según él, mi novela es profética; con el personaje del doctor Skreta, quien, en un balneario, trata a las mujeres aparentemente estériles inyectándoles secretamente su propio esperma con la ayuda de una jeringa especial, había dado con el gran problema del porvenir. El profesor me invita a un coloquio sobre inseminación artificial. Saca del bolsillo una hoja de papel y me lee el borrador de su intervención. La donación del esperma debe ser anónima, gratuita y (en ese momento me mira a los ojos) motivada por un amor múltiple: amor por un óvulo desconocido que desea cumplir con su misión; amor del donante por su propia individualidad que se prolongará mediante la donación y, tercero, amor por una pareja que sufre, insatisfecha. Luego, me mira otra vez a los ojos: pese a la estima que siente por mí, se permite criticarme: yo no había conseguido, dice, expresar de manera suficientemente poderosa la belleza moral de la donación de una simiente. Me defiendo: ¡la novela es cómica! ¡Mi médico es un cuentista! ¡No hay que tomárselo todo en serio! ¿De modo, me dijo él desconfiado, que no hay que tomar sus novelas en serio? Me embrollo y, de pronto, comprendo: no hay nada más difícil que hacer comprender el humor.
En el «Libro Cuarto» se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se extienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rabelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de vista de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de un modo absoluto, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá, si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rastignac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.