La duración del coito se convierte en metáfora de una larga marcha bajo el cielo de la extrañeza. Y, no obstante, esta marcha no es fealdad; por el contrario, nos atrae, nos incita a ir todavía más lejos, nos embriaga: es belleza.
Unas líneas más abajo: «Estaba demasiado feliz de tener a Frieda entre sus brazos, demasiado ansiosamente feliz también, ya que le parecía que, si Frieda lo abandonaba, todo cuanto él tenía lo abandonaría». Así pues, pese a todo ¿el amor? Pues no, no el amor; si se está proscrito y desposeído de todo, una pequeña parcela de mujer que se acaba de conocer, que se ha abrazado entre charcos de cerveza, pasa a ser todo un universo -sin intervención alguna del amor.
8
André Bretón en su Manifiesto del surrealismo se muestra severo con el arte de la novela. Le reprocha estar incurablemente cargada de mediocridad, de trivialidad, de todo lo que es contrario a la poesía. Se burla tanto de sus descripciones como de su aburrida psicología. A esta crítica de la novela le sigue inmediatamente el elogio de los sueños. Luego, concluye: «Creo en la futura resolución de estos dos estados, aparentemente contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de superrealidad, por decirlo así».
Paradoja: esta «resolución del sueño y de la realidad» que proclamaron los surrealistas sin saber llevarla realmente a la práctica en una gran obra literaria, se había dado ya y precisamente en ese género que denigraban: en las novelas de Kafka escritas en la década anterior.
Es muy difícil describir, definir, nombrar esta especie de imaginación con la que Kafka nos hechiza. Fusión del sueño y de la realidad, esa fórmula que Kafka, por supuesto, no conocía me parece iluminadora. Al igual que otra frase muy apreciada por los surrealistas, la de Lautréamont sobre la belleza del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser: cuanto más ajenas son las cosas entre sí, más mágica es la luz que brota de su contacto. Me gustaría hablar de una poética de la sorpresa; o de la belleza como perpetuo asombro. O también emplear, como criterio de valor, la noción de densidad: densidad de la imaginación, densidad de los encuentros inesperados. La escena que he citado del coito de K. y Frieda es un ejemplo de esa vertiginosa densidad: el corto pasaje, apenas una página, abarca tres descubrimientos existenciales, todos ellos distintos (el triángulo existencial de la sexualidad), que nos sorprenden por su inmediata sucesión: la suciedad; la embriagadora belleza oscura de la extrañeza; y la conmovedora y ansiosa nostalgia.
Todo el tercer capítulo es un torbellino de lo inesperado: en un espacio relativamente apretado se suceden: el primer encuentro de K. y Frieda en la posada; el diálogo extraordinariamente realista de la seducción disimulada debido a la presencia de una tercera persona (Olga); el tema de un agujero en la puerta (trivial, pero que proviene de la verosimilitud empírica) por el que K. ve dormir a Klamm detrás del escritorio; la multitud de criados que bailan con Olga; la sorprendente crueldad de Frieda, que, con un látigo, los expulsa, y el sorprendente temor con el que obedecen; el posadero que llega mientras K. se esconde tendiéndose detrás del mostrador; la llegada de Frieda, que descubre a K. en el suelo y niega su presencia al posadero (mientras acaricia amorosamente con el pie el pecho de K.); el acto de amor interrumpido por la llamada de Klamm, quien, detrás de la puerta, se ha despertado; el gesto asombrosamente valiente de Frieda, que le grita a Klamm: «¡Estoy con el agrimensor!»; y luego, el colmo (aquí salimos del todo de la verosimilitud empírica): encima de ellos, encima del mostrador, están sentados los dos ayudantes: los han estado observando durante todo ese tiempo.
9
Los dos ayudantes del castillo son probablemente el mayor hallazgo poético de Kafka, fruto maravilloso de su fantasía; no sólo su existencia es infinitamente sorprendente, sino que, además, está atiborrada de significados: son dos pobres chantajistas, dos tocahuevos; pero también representan toda la amenazadora «modernidad» del mundo del castillo: son polis, reporteros, fotógrafos: agentes de la destrucción absoluta de la vida privada; son los payasos inocentes que atraviesan la escena del drama; pero son también los lúbricos voyeurs cuya presencia contagia a toda la novela el perfume sexual de una promiscuidad mugrienta y kafkianamente cómica.
Pero sobre todo: la invención de estos dos ayudantes es como la palanca que mantiene la historia en ese terreno donde todo es a la vez extrañamente real e irreal, posible e imposible. Capítulo doce: K., Frieda y sus dos ayudantes acampan en un aula de escuela primaria que han convertido en alcoba. La institutriz y los alumnos entran en ella en el momento en que la increíble ménage á quattre empieza su aseo matutino; se visten detrás de las mantas colgadas de las barras paralelas, mientras los niños, divertidos, intrigados, curiosos (ellos también son voyeurs), los observan. Es más que el encuentro de un paraguas y una máquina de coser. Es el encuentro soberbiamente incongruente de dos espacios: un aula de escuela primaria y una sospechosa alcoba.
Esta escena, de una portentosa poesía cómica (que debería figurar a la cabeza de una antología de la modernidad novelesca), es impensable antes de Kafka. Totalmente impensable. Si insisto en ello es para realzar toda la radicalidad de la revolución estética de Kafka. Recuerdo una conversación, hace ya veinte años, con Gabriel García Márquez, quien me dijo: «Fue Kafka el que me hizo comprender que se podía escribir de otra manera». De otra manera quería decir: traspasando la frontera de lo verosímil. No para evadirse del mundo real (a la manera de los románticos), sino para captarlo mejor.
Porque captar el mundo real forma parte de la definición misma de la novela; pero ¿cómo captarlo y entregarse al mismo tiempo a un hechizante juego de fantasía? ¿Cómo ser riguroso en el análisis del mundo y al mismo tiempo irresponsablemente libre en las ensoñaciones lúdicas? ¿Cómo unir estos dos fines incompatibles? Kafka supo resolver este inmenso enigma. Abrió la brecha en el muro de lo verosímil; la brecha por la que le siguieron muchos otros, cada uno a su manera: Fellini, García Márquez, Fuentes, Rushdie. Y otros, y otros más.
¡Al diablo con san Garta! Su sombra castradora ha mantenido invisible a uno de los mayores poetas de la novela de todos los tiempos.
Tercera Parte. Improvisación en homenaje a Stravinski
La llamada del pasado
En una conferencia por radio, en 1931, Schönberg habla de sus maestros: «In erster Linie Bach und Mozart; in zweiter Beethoven, Wagner, Brahms» [«en primer lugar Bach y Mozart, en segundo lugar, Beethoven, Wagner, Brahms»]. Con frases condensadas, aforísticas, define a continuación lo que aprendió de cada uno de estos cinco compositores.
Entre la referencia a Bach y la que hace de los demás hay, no obstante, una gran diferencia: de Mozart, por ejemplo, aprende «el arte de las frases de longitud desigual» o «el arte de crear ideas secundarias», o sea un savoir-faire completamente individual que pertenece tan sólo a Mozart. En la obra de Bach descubre principios que también habían sido durante siglos antes de Bach los de cualquier música: primero, «el arte de inventar grupos de notas capaces de acompañarse a sí mismos»; y, segundo, «el arte de crear el todo a partir de un único núcleo» («die Kunst, alles aus einem zu erzeugen»).
Gracias a las dos frases que resumen la lección que Schönberg retuvo de Bach (y de sus predecesores) podría definirse toda la revolución dodecafónica: contrariamente a la música clásica y a la música romántica, compuestas a partir de la alternancia de los distintos temas musicales que se suceden el uno al otro, una fuga de Bach, al igual que una composición dodecafónica, desde el principio hasta el final, se desarrollan a partir de un único núcleo, que es a la vez melodía y acompañamiento.