Veintitrés años después, cuando Roland Manuel pregunta a Stravinski: «¿Cuáles son hoy los compositores que más le interesan?», éste contesta: «Guillaume de Machaut, Heinrich Isaak, Dufay, Pérotin y Webern». Es la primera vez que un compositor proclama tan a las claras la inmensa importancia de la música de los siglos XII, XIV y XV, y la relaciona con la música moderna (la de Webern).
Años después, Glenn Gould da un concierto en Moscú para los estudiantes del conservatorio; tras tocar a Webern, Schönberg y Krenek, se dirige a sus oyentes mediante un pequeño comentario y dice: «El más hermoso elogio que puedo hacer de esta música es decir que los principios que pueden encontrarse en ella no son nuevos, que tienen al menos quinientos años»; luego, continuaría con tres fugas de Bach. Era una provocación bien meditada: el realismo socialista, doctrina entonces oficial en Rusia, se oponía a lo moderno en nombre de la música tradicional; Glenn Gould quiso demostrar que las raíces de la música moderna (prohibida en la Rusia comunista) llegan mucho más hondo que las de la música oficial del realismo socialista (que, en efecto, no era sino una conservación artificial del romanticismo musical).
Los dos medios tiempos
La historia de la música europea tiene aproximadamente mil años (si veo sus comienzos en los primeros intentos de la polifonía primitiva). La historia de la novela europea (si veo su comienzo en la obra de Rabelais y en la de Cervantes), aproximadamente cuatro siglos. Cuando pienso en estas dos historias, no puedo liberarme de la impresión de que se han desarrollado según ritmos similares, en dos medios tiempos, por decirlo así. Las cesuras entre los medios tiempos, tanto en la historia de la música como en la de la novela, no son sincrónicas. En la historia de la música, la cesura se extiende por todo el siglo XVIII (ya que el apogeo simbólico de la primera mitad se encuentra en El arte de la fuga de Bach y el comienzo de la segunda, en las obras de los primeros clásicos); la cesura en la historia de la novela llega poco después: entre los siglos XVIII y XIX, o sea entre, por una parte. Lacios, Sterne, y, por otra, Scott, Balzac. Este asincronismo atestigua que las causas más profundas que rigen el ritmo de la historia de las artes no son sociológicas, políticas, sino estéticas: vinculadas al carácter intrínseco de este o aquel arte; como si el arte de la novela, por ejemplo, contuviera dos posibilidades distintas (dos maneras distintas de ser novela) que no pudieran ser explotadas a la vez, de forma paralela, sino sucesivamente, una después de otra.
La idea metafórica de los dos medios tiempos se me ocurrió hace muchos años durante una conversación amistosa y no pretende apoyarse en ninguna base científica; es una experiencia trivial, elemental, ingenuamente evidente: en lo que se refiere a la música y a la novela, nos educan a todos en la estética del segundo medio tiempo. Una misa de Ockeghem o El arte de la fuga de Bach son para un melómano medio tan difíciles de comprender como la música de Webern. Por muy atractivas que sean sus historias, las novelas del siglo XVIII intimidan al lector por su forma, de tal manera que son mucho más conocidas por sus adaptaciones cinematográficas (que desnaturalizan fatalmente tanto su espíritu como su forma) que por su texto. Los libros del novelista más célebre del siglo XVIII, Samuel Richardson, son hoy inencontrables en las librerías y están prácticamente olvidados. Balzac, por el contrario, por mucho que pueda parecer envejecido, sigue siendo fácil de leer, su forma es comprensible, le es familiar al lector y, aún más, es para él el modelo mismo de la forma novelesca.
El foso entre las estéticas de los dos medios tiempos es la causa de una multitud de malentendidos. Vladimir Nabokov, en su libro sobre Cervantes, da una opinión provocadoramente negativa del Quijote: libro sobrevalorado, ingenuo, repetitivo, está lleno de una insoportable e inverosímil crueldad; esta «repugnante crueldad» ha convertido este libro en uno de «los más duros y más bárbaros que jamás se hayan escrito»; el pobre Sancho, apaleado por todas partes, pierde al menos cinco veces los dientes. Sí, Nabokov tiene razón: Sancho pierde demasiados dientes, pero no estamos ante la obra de Zola, en la que la crueldad, descrita con precisión y detalle, se convierte en documento verdadero de una realidad social; con Cervantes estamos ante un mundo creado por los sortilegios del narrador que inventa, que exagera y que se deja llevar por sus fantasías, por sus excesos; no podemos tomar al pie de la letra, como, por cierto, nada en esa novela, los ciento tres dientes rotos de Sancho. «¡Señora, una apisonadora ha pasado por encima de su hija!» «Bueno, ahora estoy en la bañera, pásemela por debajo de la puerta.» ¿Acaso hay que condenar por cruel este viejo chiste checo de mi infancia? La gran obra fundadora de Cervantes estuvo animada por el espíritu de lo no serio, espíritu que, después, se volvió incomprensible por la estética novelesca del segundo medio tiempo, por el imperativo de la verosimilitud.
El segundo medio tiempo no sólo ha eclipsado al primero, sino que lo ha reprimido; el primer medio tiempo pasó a ser la mala conciencia de la novela y sobre todo de la música. La obra de Bach es el ejemplo más célebre: la celebridad de Bach en vida; el olvido después de su muerte (largo olvido de medio siglo); el lento redescubrimiento de Bach durante todo el siglo XIX. Beethoven es el único que casi consiguió hacia el final de su vida (o sea setenta años después de la muerte de Bach) integrar la experiencia de éste en la nueva estética de la música (sus reiterados intentos de introducir la fuga en la sonata), mientras que, después de Beethoven, cuanto más adoraban los románticos a Bach, más se alejaban de él por su pensamiento estructural. Para hacerlo más accesible se le ha subjetivizado, sentimentalizado (los célebres arreglos de Busoni): luego, como reacción a esta romantización, se quiso reencontrar su música tal como se había tocado en su época, lo cual ha dado lugar a interpretaciones de una notable insipidez. Una vez atravesado el desierto del olvido, la música de Bach conserva todavía, a mi juicio, su rostro semivelado.
Historia como paisaje que surge de las brumas
En lugar de hablar del olvido de Bach, podría volver del revés mi idea y decir: Bach es el primer gran compositor que, debido al inmenso peso de su obra, obligó al público a tomar en consideración su música aunque ya perteneciera al pasado. Acontecimiento sin precedentes, ya que, hasta el siglo XIX, la sociedad vivía casi exclusivamente con la música contemporánea. No tenía contacto vivo con el pasado musicaclass="underline" incluso si los músicos habían estudiado (pocas veces) la música de las épocas anteriores, no tenían por costumbre tocarla en público. Durante el siglo XIX es cuando la música del pasado empieza a revivir codo con codo con la música contemporánea y a ocupar un lugar cada vez mayor, de tal manera que en el siglo XX se invierte la relación entre el presente y el pasado: se escucha mucho más la música de las épocas antiguas que la música contemporánea, que, hoy, ha terminado por abandonar casi por completo las salas de concierto.
Bach fue, pues, el primer compositor que se impuso a la memoria de la posteridad; con él, la Europa del siglo XIX descubrió entonces no sólo una parte importante del pasado de la música, sino que descubrió la historia de la música. Porque Bach no era para ella un pasado cualquiera, sino un pasado radicalmente distinto del presente; así pues, el tiempo de la música se reveló de golpe (y por primera vez) no como una simple sucesión de obras, sino como una sucesión de cambios, de épocas, de estéticas distintas.