La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo en él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes. La sociedad occidental ha adquirido la costumbre de presentarse como la sociedad de los derechos del hombre; pero, antes de que un hombre pudiera tener derechos, tuvo que constituirse en individuo, considerarse como tal y ser considerado como tal; esto no habría podido producirse sin una larga práctica de las artes europeas y de la novela en particular, que enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas. En este sentido, Cioran está en lo cierto cuando designa a la sociedad europea como la «sociedad de la novela» y cuando habla de los europeos como «hijos de la novela».
Profanación
La desdivinización del mundo (Entgötterung) es uno de los fenómenos que caracteriza los Tiempos Modernos. La desdivinización no significa el ateísmo, designa la situación en la que el individuo, ego que piensa, reemplaza a Dios como fundamento de todo; por mucho que el hombre pueda seguir conservando su fe, arrodillándose en la iglesia, rezando al pie de la cama, su piedad sólo pertenecerá en adelante a su universo subjetivo. Tras describir esta situación, Heidegger concluye: «Así es como los dioses terminaron por marcharse. El vacío que se produjo en consecuencia fue colmado por la exploración histórica y psicológica de los mitos».
Explorar histórica y psicológicamente los mitos, los textos sagrados, quiere decir: volverlos profanos, profanarlos. Profano viene del latín: pro-fanum: el lugar delante del templo, fuera del templo. La profanación es, pues, el desplazamiento de lo sagrado fuera del templo, a la esfera de lo exterior a la religión. En la medida en que la risa se dispersa invisiblemente en el aire de la novela, la profanación novelesca es la peor de todas. Porque la religión y el humor son incompatibles.
La tetralogía de Thomas Mann, José y sus hermanos, escrita entre 1926 y 1942, es por excelencia una «exploración histórica y psicológica» de los textos sagrados que, contados con el tono sonriente y sublimemente aburrido de Mann, dejan de pronto de ser sagrados: Dios, que, en la Biblia, existe desde toda la eternidad, pasa a ser, con Mann, una creación humana, una invención de Abraham, que lo ha sacado del caos politeísta como una deidad primero superior, luego única; sabiendo a quién debe su existencia, Dios exclama: «Es increíble cómo me conoce este pobre hombre. ¿Acaso no empecé a hacerme hombre gracias a él? La verdad es que voy a ungirlo». Pero ante todo: Mann señala que su novela es una obra humorística. ¡Las Sagradas Escrituras pasto de la risa! Como esa historia de la Putifar y José; ella, loca de amor, se hiere la lengua y pronuncia frases seductoras ceceando como un niño, mientras José, el casto, durante tres años, día tras día, explica pacientemente a la ceceosa que les está prohibido hacer el amor. El día de autos, se encuentran solos en la casa; ella vuelve a insistir, y él, una vez más, paciente, pedagógicamente, explica las razones por las que no hay que hacer el amor, pero mientras va dando la explicación se le pone tiesa, y más tiesa. Dios mío, se le pone tan soberbiamente tiesa que la Putifar, mirándolo, es presa de la locura, le arranca la camisa, y cuando José huye corriendo, siempre empinado, ella, descentrada, desesperada, desencadenada, aúlla y pide socorro acusando a José de violación.
La novela de Mann fue recibida con unánime respeto; prueba de que la profanación ya no era considerada una ofensa, sino parte de las costumbres. En los Tiempos Modernos, la increencia dejaba de ser sospechosa y provocadora, y, por su lado, la creencia perdía su certeza misionera o intolerante de antes. El impacto del estalinismo desempeñó un papel decisivo en esta evolución: al intentar borrar toda la memoria cristiana, dejó a las claras, brutalmente, que todos nosotros, creyentes o no creyentes, blasfemos o devotos, pertenecemos a la misma cultura arraigada en el pasado cristiano sin el cual no seríamos sino sombras sin sustancia, seres razonantes sin vocabulario, apátridas espirituales.
Fui educado como un ateo y me complací en ello hasta el día en que, en los años más negros del comunismo, vi cómo se vejaba a unos cristianos. De pronto, el ateísmo provocador y festivo de mi primera juventud se esfumó como una necedad juvenil. Comprendía a mis amigos creyentes y, arrastrado por la solidaridad y la emoción, les acompañaba a veces a misa. Aun así, no llegaba a la convicción de que existe un Dios en cuanto ser que dirige nuestros destinos. De todos modos, ¿qué podía saber yo? Y ellos, ¿qué podían saber ellos? ¿Estarían seguros de estar seguros? Me había sentado en una iglesia con la extraña y dichosa sensación de que mi no creencia y su creencia estaban curiosamente cercanas.
El pozo del pasado
¿Qué es un individuo? ¿En qué consiste su identidad? Todas las novelas buscan una respuesta a estas preguntas. En efecto, ¿mediante qué se define un yo? ¿Por lo que hace un personaje, por sus actos? Pero la acción escapa a su autor, se vuelve casi siempre contra él. ¿Por su vida interior, pues, por los pensamientos, por los sentimientos ocultos? Pero ¿es capaz un hombre de comprenderse a sí mismo? ¿Pueden sus pensamientos ocultos servir de clave para su identidad? ¿O es que el hombre se define por su visión del mundo, por sus ideas, por su Weltanschauung? Es la estética de Dostoievski: sus personajes están arraigados en una ideología personal muy original según la cual actúan con una lógica inflexible. En cambio, en la obra de Tolstói la ideología personal está lejos de ser algo estable en lo cual pueda echar raíces la identidad individuaclass="underline" «Stefan Arcadiévitch no elegía en absoluto ni sus actitudes ni sus opiniones, las actitudes y las opiniones iban solas hacia él, tampoco elegía la forma de sus sombreros o de sus levitas, sino que se quedaba con lo que se llevara» (Ana Karenina). Pero, si el pensamiento personal no es el fundamento de la identidad de un individuo (si no tiene mayor importancia que la de un sombrero), ¿dónde se encuentra este fundamento?
A esta búsqueda sin fin Thomas Mann aportó su muy importante contribución: pensamos actuar, pensamos pensar, pero es otro u otros los que piensan y actúan en nosotros: costumbres inmemoriales, arquetipos que, convertidos en mitos, transmitidos de una generación a otra, poseen una inmensa fuerza de seducción y nos teledirigen desde (como dice Mann) «el pozo del pasado».
Escribe Mann: «¿Está el “yo” del hombre estrechamente circunscrito y herméticamente encerrado en sus límites camales y efímeros? ¿No pertenecen acaso varios de los elementos que lo componen al universo exterior y anterior a él? […] La distinción entre el espíritu en general y el espíritu individual no se imponía antaño a las almas con la misma fuerza que hoy…». Y añade: «Nos encontraríamos ante un fenómeno que estaríamos tentados de calificar de imitación o continuación, una concepción de la vida según la cual el papel de cada uno consiste en resucitar determinadas formas, determinados esquemas míticos establecidos por los antepasados, y en permitir su reencarnación».
El conflicto entre Jacob y su hermano Esaú no es sino una nueva versión de la antigua rivalidad entre Abel y su hermano Caín, entre el preferido por Dios y el otro, el negligente, el celoso. Este conflicto, este «esquema mítico establecido por los antepasados», encuentra su nuevo avatar en el destino del hijo de Jacob, José, que pertenece él también a la raza de los privilegiados. Movido por el inmemorial sentimiento de culpabilidad de los privilegiados, Jacob envía a José a reconciliarse con sus hermanos celosos (funesta iniciativa: éstos lo tirarán a un pozo).