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Incluso el sufrimiento, que es una reacción aparentemente incontrolable, no es sino una «imitación y continuación»: cuando la novela nos informa acerca del comportamiento y de las palabras de Jacob deplorando la muerte de José, Mann comenta: «No era ése su modo habitual de hablar. […] Noé había adoptado ya sobre el asunto del diluvio un lenguaje análogo o cercano, y Jacob se apropió de él. […] Su desesperación se expresaba mediante fórmulas más o menos reconocidas […] aunque no por ello haya que poner en absoluto en duda su espontaneidad». Observación importante: la imitación no quiere decir falta de autenticidad, ya que el individuo no puede dejar de imitar lo que ya tuvo lugar; por sincero que sea, no es sino una reencarnación; por muy verdadero que sea, no es sino una resultante de las sugerencias y las exhortaciones que emanan del pozo del pasado.

Coexistencia de los distintos tiempos históricos en una novela

Pienso en los tiempos en que me puse a escribir La broma: desde el principio, y muy espontáneamente, sabía que a través del personaje de Jaroslav la novela iba a hundir su mirada en las profundidades del pasado (el pasado del arte popular), y que el «yo» de mi personaje se revelaría en y mediante esa mirada. Los cuatro protagonistas fueron, por otra parte, creados así: cuatro universos comunistas personales, injertados en cuatro pasados europeos: Ludvik: el comunismo que nace del corrosivo espíritu volteriano; Jaroslav: el comunismo como deseo de reconstruir los tiempos del pasado patriarcal conservados en el folclore; Kostka: la utopía comunista injertada en el Evangelio; Helena: el comunismo, fuente de entusiasmo de un homo sentimentalis. Todos estos universos personales son tomados en el momento de su descomposición: cuatro formas de desintegración del comunismo; lo cual también quiere decir: descalabro de cuatro viejas aventuras europeas.

En La broma, el pasado se manifiesta tan sólo como una faceta de la psique de los personajes o en digresiones ensayísticas; más adelante, deseé ponerlo directamente en escena. En La vida está en otra parte, situé la vida de un joven poeta de hoy ante el lienzo de la historia entera de la poesía europea con el fin de que sus pasos se confundieran con los de Rimbaud, Keats, Lermontov. Y fui todavía más lejos, en la confrontación de los distintos tiempos históricos, en La inmortalidad.

Cuando era un joven escritor, en Praga, odiaba la palabra «generación», que me repelía por su regusto gregario. La primera vez que tuve la sensación de estar unido a otros fue leyendo más tarde, en Francia, Terra nostra, de Carlos Fuentes. ¿Cómo es posible que alguien de otro continente, alejado de mí por su itinerario y su cultura, esté poseído por la misma obsesión estética de hacer cohabitar distintos tiempos históricos en una novela, obsesión que hasta entonces había ingenuamente considerado sólo mía?

Es imposible captar lo que es la terra nostra, terra nostra de México, sin asomarse al pozo del pasado. No como historiador para encontrar en él hechos en su desarrollo cronológico, sino para preguntarse: ¿cuál es para un hombre la esencia concentrada de la terra mexicana? Fuentes captó esta esencia bajo el aspecto de una novela-sueño en la que varias épocas históricas se empalman telescópicamente en una especie de metahistoria poética y onírica; creó así algo difícil de describir y, en todo caso, jamás visto en literatura.

La última vez que tuve este mismo sentimiento de secreto parentesco estético fue con La fête á Venise, de Philippe Sollers, una novela extraña cuya historia, que ocurre en la actualidad, es toda ella una invitación hecha a Wateau, Cézanne, Monet, Tiziano, Picasso, Stendhal, al espectáculo de sus comentarios y de su arte.

Entretanto están Los versos satánicos: identidad complicada de un indio europeizado; terra non nostra; terrae non nostrae; terrae perditae; para captar esta identidad desgarrada, la novela la examina en distintos lugares del planeta: en Londres, en Bombay, en un pueblo paquistaní y en el Asia del siglo VII.

La coexistencia de distintas épocas plantea al novelista un problema técnico: ¿cómo ligarlas sin que la novela pierda unidad?

Fuentes y Rushdie encontraron soluciones de tipo fantástico: en la novela de Fuentes, sus personajes pasan de una época a otra mediante sus propias reencamaciones. En la de Rushdie, es el personaje de Gibreel Farishta el que garantiza esta unión supratemporal al transformar en arcángel a Gibreel, quien se convierte, a su vez, en médium de Mahound (variante novelesca de Mahoma).

En el libro de Sollers y en el mío, la unión no tiene nada de fantástico: Sollers: los cuadros y los libros, vistos y leídos por los personajes, sirven de ventanas que se abren al pasado; yo: los mismos temas y los mismos motivos franquean el pasado y el presente.

Este parentesco estético subterráneo (no percibido y no perceptible) ¿puede explicarse mediante la mutua influencia? No. ¿Por comunes influencias recibidas? No veo cuáles. O ¿habremos respirado el mismo aire de la Historia? La historia de la novela, por su propia lógica, ¿nos habrá confrontado con la misma tarea?

La historia de la novela como venganza contra la Historia a secas

La Historia. ¿Puede todavía apelarse a tan obsoleta autoridad? Lo que voy a decir no es más que una confesión puramente personaclass="underline" como novelista siempre me sentí dentro de la historia, o sea a medio camino de un recorrido, en diálogo con los que me han precedido e incluso tal vez (menos) con los que vendrán. Hablo por supuesto de la historia de la novela, de ninguna otra, y hablo de ella tal como la veo: no tiene nada que ver con la razón extrahumana de Hegel; no está decidida de antemano, ni es idéntica a la idea de progreso; es del todo humana, hecha por los hombres, por algunos hombres, y, por lo tanto, es comparable a la evolución de un único artista que unas veces actúa de un modo trivial y otras imprevisible, unas veces con genio y otras sin, y que muchas veces desperdicia las oportunidades.

Estoy haciendo una declaración de adhesión a la historia de la novela cuando de todas mis novelas se desprende el horror a la Historia, a esa fuerza hostil, inhumana que, al no haber sido invitada, al no ser deseada, invade desde el exterior nuestras vidas y las destruye. Sin embargo, no hay incoherencia alguna en esta doble actitud, ya que la Historia de la humanidad y la historia de la novela son cosas muy distintas. Si la primera no pertenece al hombre, si se ha impuesto a él como una fuerza ajena sobre la que no tiene control alguno, la historia de la novela (de la pintura, de la música) nació de la libertad del hombre, de sus creaciones enteramente personales, de sus elecciones. El sentido de la historia de un arte se opone al de la Historia a secas. Gracias a su carácter personal, la historia de un arte es una venganza del hombre contra la impersonalidad de la Historia de la humanidad.

¿Carácter personal de la historia de la novela? Para poder formar un solo todo a lo largo de los siglos, ¿acaso no debe esta historia estar unida por un sentido común, permanente y, por lo tanto, necesariamente suprapersonal? No. Creo que incluso este sentido común sigue siendo siempre personal, humano, ya que, durante el curso de la historia, el concepto de este o aquel arte (¿qué es la novela?), así como el sentido de su evolución (¿de dónde viene y adonde va?), son incesantemente definidos y vueltos a definir por cada artista, por cada nueva obra. El sentido de la historia de la novela es la búsqueda de ese sentido, su perpetua creación y recreación, que abarca siempre retrospectivamente todo el pasado de la novela: Rabelais nunca llamó novela a su Gargantúa-Pantagruel. No era una novela; pasó a serlo a medida que los novelistas posteriores (Sterne, Diderot, Balzac, Flaubert, Vancura, Gombrowicz, Rushdie, Kis, Chamoiseau) se inspiraron en ella, apelaron a ella abiertamente, integrándola así en su historia de la novela, además de reconocerla como la primera piedra de esta historia.