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La línea A ocupa cinco séptimos, la B un séptimo, la C un séptimo del espacio de la novela. De esta relación cuantitativa resulta la posición dominante de la letra A: el centro de gravedad de la novela se sitúa en el destino contemporáneo de Farishta y Chamcha.

No obstante, incluso si B y C son líneas subordinadas, es en ellas donde se concentra el desafío estético de la novela, ya que gracias precisamente a estas dos partes pudo Rushdie captar el problema fundamental de todas las novelas (el de la identidad de un individuo, de un personaje) de una manera nueva que supera las convenciones de la novela psicológica: las personalidades de Chamcha o de Farishta son inasibles mediante una descripción detallada de sus estados de ánimo; su misterio reside en la cohabitación de dos civilizaciones en el interior de su psique, la india y la europea; reside en sus raíces, de las que se arrancaron pero que, no obstante, permanecen vivas en ellos. ¿En qué lugar se rompieron estas raíces y hasta dónde hay que llegar si se quiere tocar la llaga? La mirada hacia el interior «del pozo del pasado» no es un comentario fuera de lugar, esta mirada tiene por blanco el meollo de la cuestión: el desgarro existencial de los dos protagonistas.

Al igual que Jacob es incomprensible sin Abraham (quien, según Mann, vivió siglos antes que aquél) pues no es sino su «imitación y continuación», Gibreel Farishta es incomprensible sin el arcángel Gibreel, sin Mahound (Mahoma), incomprensible incluso sin ese Islam teocrático de Jomeini o de esa joven fanatizada que conduce a los aldeanos hacia La Meca, o más bien hacia la muerte. Todos ellos son sus propias posibilidades que dormitan en él y a ellas debe reclamar su propia individualidad. No hay, en esta novela, cuestión importante alguna que pueda examinarse sin una mirada hacia el interior del pozo del pasado. ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Quién es el diablo para el otro, Chamcha para Farishta o éste para aquél? ¿Es el diablo o el ángel el que inspira la peregrinación de los aldeanos? ¿Es su hundimiento en las aguas un lamentable naufragio o el glorioso viaje hacia el Paraíso? ¿Quién lo dirá, quién lo sabrá? ¿Y si esta inasibilidad del bien y del mal fuera el tormento vivido por los fundadores de las religiones? Las terribles palabras de la desesperación, esa inaudita frase blasfema de Cristo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ¿no resuena acaso en el alma de cualquier cristiano? En la duda de Mahound preguntándose quién le inspiró los versos, Dios o el diablo, ¿acaso no hay, oculta, la incertidumbre sobre la que se asienta la existencia misma del hombre?

A la sombra de los grandes principios

Desde Hijos de medianoche, que despertó en su momento (en 1980) unánime admiración, en el mundo literario anglosajón nadie pone en duda que Rushdie sea uno de los novelistas más dotados de hoy. Los versos satánicos, publicado en inglés en septiembre de 1988, fue acogido con la atención que merece un gran escritor. El libro recibió estos homenajes sin que nadie hubiera previsto la tormenta que iba a estallar meses después cuando el amo de Irán, el imán Jomeini, condenó a muerte a Rushdie por blasfemo y con sus asesinos a sueldo le tiene acorralado por un tiempo del que nadie conoce el fin.

Esto ocurrió antes de que la novela pudiera ser traducida. En todas partes, por lo tanto, fuera del mundo anglosajón, el escándalo precedió al libro. En Francia la prensa publicó inmediatamente extractos de la novela todavía inédita en francés con el fin de dar a conocer los motivos del veredicto. Este comportamiento no puede ser más normal, pero es mortal para una novela. Al presentarla exclusivamente por los pasajes incriminados, desde el principio se transformó una obra de arte en un simple cuerpo del delito.

Nunca hablaré mal de la crítica literaria. Porque nada es peor para un escritor que enfrentarse a su ausencia. Hablo de la crítica literaria como meditación, como análisis; de la crítica literaria que sabe leer varias veces el libro del que quiere hablar (al igual que una gran música que puede escucharse sin fin una y otra vez, también las grandes novelas están hechas para reiteradas lecturas); de la crítica literaria que, sorda al implacable reloj de la actualidad, está dispuesta a debatir obras nacidas hace un año, treinta años, trescientos años; de la crítica literaria que intenta captar la novedad de una obra para inscribirla así en la memoria histórica. Si semejante meditación no acompañara la historia de la novela, nada sabríamos hoy de Dostoievski, Joyce, Proust. Ya que sin ella toda obra queda en manos de juicios arbitrarios y del fácil olvido. La crítica literaria, imperceptible e inocentemente, por la fuerza de las cosas y el desarrollo de la sociedad, de la prensa, se ha convertido en una simple (muchas veces inteligente, aunque siempre demasiado apresurada) información sobre la actualidad literaria.

En el caso de Los versos satánicos, la actualidad literaria fue la condena a muerte del escritor. En semejante situación de vida o muerte parece hasta frívolo hablar de arte. En efecto, ¿qué representa el arte frente a los grandes principios amenazados? Así, en todas partes del mundo, todos los comentarios se concentraron en cuestiones de principios: libertad de expresión; necesidad de defenderla (efectivamente, se la defendió, se protestó, se firmaron peticiones); religión; Islam y Cristiandad; pero también en esta pregunta: ¿tiene un autor el derecho moral de blasfemar y herir así a los creyentes?, e incluso en esta duda: ¿y si Rushdie hubiera atacado el Islam únicamente para hacerse propaganda y vender su ilegible libro?

Con misteriosa unanimidad (en todo el mundo comprobé la misma reacción), la gente de letras, los intelectuales, los asiduos a los salones ignoraron esta novela. Decidieron por una vez resistir a cualquier presión comercial y se negaron a leer lo que les parecía un simple objeto sensacionalista. Todos firmaron peticiones a favor de Rushdie, aunque a todos les pareció elegante añadir a la vez, con sonrisa de dandi: «¿Su libro? ¡Oh no, no! No lo he leído». Los políticos aprovecharon este curioso «estado de desgracia» del novelista al que no querían. Nunca olvidaré la virtuosa imparcialidad de la que hacían gala entonces: «Condenamos el veredicto de Jomeini. La libertad de expresión es sagrada para nosotros. Pero no por ello dejamos de condenar este ataque a la fe. Ataque indigno, miserable y que ofende el alma de los pueblos».

Pues sí, nadie ponía en duda que Rushdie había atacado el Islam, ya que sólo la acusación era real; el texto del libro había perdido toda importancia, había dejado de existir.

El choque de tres épocas

Situación única en la Historia: por su origen, Rushdie pertenece a la sociedad musulmana, que, en gran parte, sigue todavía viviendo la época anterior a los Tiempos Modernos. Escribe su libro en Europa, en la época de los Tiempos Modernos o, más precisamente, al final de esta época.

Al igual que el Islam iraní se alejaba en ese momento de la moderación religiosa hacia una teocracia combativa, la historia de la novela, con Rushdie, pasaba de la amable y profesoral sonrisa de Thomas Mann a la desencadenada imaginación extraída de la fuente redescubierta del humor rabelesiano. Las antítesis se encontraron, llevadas al extremo.

Desde este punto de vista, la condena de Rushdie aparece no ya como una casualidad, una locura, sino como un profundísimo conflicto entre dos épocas: la teocracia la emprende con los Tiempos Modernos y tira contra el blanco de su más representativa creación: la novela. Porque Rushdie no blasfemó. No atacó el Islam. Escribió una novela. Pero eso, para el espíritu teocrático, es peor que un ataque; si se ataca una religión (con una polémica, una blasfemia, una herejía), los guardianes del templo pueden fácilmente defenderla en su propio terreno, con su propio lenguaje; pero, para ellos, la novela es otro planeta; otro universo basado sobre otra ontología; un infernum en el que la verdad única carece de poder y en el que la satánica ambigüedad convierte toda certidumbre en enigma.