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Cuando desde esa Checoslovaquia repleta de micrófonos llegué más tarde a Francia, vi en primera plana de una revista una gran foto de Jacques Brel ocultando el rostro, acorralado por fotógrafos delante del hospital donde seguía un tratamiento contra un cáncer avanzado. Y, de pronto, tuve la sensación de encontrar el mismo mal por el cual yo había huido de mi país; la radiodifusión de las conversaciones de Prochazka y la fotografía de un cantante moribundo que oculta su rostro me parecían pertenecer al mismo mundo; me dije que la divulgación de la intimidad del otro, en cuanto se convierte en costumbre y norma, nos hace entrar en una época en la que lo que está ante todo en juego es la supervivencia o la desaparición del individuo.

9

Casi no hay árboles en Islandia, y los que hay están todos en los cementerios; como si no hubiera muertos sin árboles, como si no hubiera árboles sin muertos. No los plantan al lado de la tumba, como en la idílica Europa central, sino en medio de ella, para que el visitante esté obligado a imaginar las raíces que, debajo, atraviesan el cuerpo. Paseo con Elvar D. por el cementerio de Reykjavik; se detiene ante una tumba donde el árbol es todavía muy pequeño; hace apenas un año, enterraron allí a un amigo; se pone a recordarlo en voz alta: su vida privada estaba marcada por un secreto, probablemente de tipo sexual. «Como los secretos provocan una irritada curiosidad, mi mujer, mis hijas, la gente a mi alrededor insistieron en que les hablara de ello. Hasta tal punto que la relación con mi mujer se estropeó desde entonces. No podía perdonarle su agresiva curiosidad, ella no me perdonó mi silencio, para ella prueba de la poca confianza que le tenía.» Luego, sonrió y: «No he traicionado nada», dijo, «porque no tenía nada que traicionar. Me prohibí conocer los secretos de mi amigo y no los conozco». Le escucho fascinado: desde mi infancia oigo decir que el amigo es aquel con el que uno comparte secretos y que, en nombre de la amistad, tiene incluso el derecho de insistir en conocerlos. Para mi islandés, la amistad es otra cosa: es ser guardián de la puerta tras la cual oculta el amigo su vida privada; es aquel que jamás abrirá esa puerta; aquel que no permitirá a nadie que la abra.

10

Pienso en el final de El proceso: los dos señores están inclinados sobre K., al que están degollando: «Con los ojos vidriosos K. vio aún cómo los señores, muy cerca de su cara, mejilla contra mejilla, observaban la decisión: “¡Como un perro!”, dijo K.; era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle».

El último sustantivo de El proceso: la vergüenza. Su última imagen: dos caras ajenas, muy cerca de su cara, tocándole casi, observan el estado más íntimo de K., su agonía. En el último sustantivo, en la última imagen, está condensada la situación fundamental de toda la novela: ser, en cualquier momento, accesible en tu propio dormitorio; dejar que te coman el desayuno; estar disponible, día y noche, para acudir a las citaciones; ver cómo confiscan las cortinas de tu ventana; no poder frecuentar a quien quieras; no pertenecerte ya a ti mismo; perder la condición de individuo. Sientes esta transformación de un hombre de sujeto en objeto como una vergüenza.

No creo que al pedir a Brod que destruyera su correspondencia Kafka temiera su publicación. Semejante idea no podía pasarle por la cabeza. Los editores no se interesaban por sus novelas, ¿cómo iban a interesarse por sus cartas? Lo que le llevó a querer destruirlas era la vergüenza, la vergüenza elemental, no la de un escritor, sino la de un simple individuo, la vergüenza de dejar cosas íntimas por ahí a la vista de los demás, de la familia, de los desconocidos, la vergüenza de ser convertido en objeto, la vergüenza capaz de «sobrevivirle».

Sin embargo, Brod hizo públicas sus cartas; antes, en su propio testamento, había pedido a Kafka «destruir algunas cosas»; ahora bien, él mismo lo publica todo, sin discernimiento; incluso esa larga y penosa carta encontrada en un cajón, carta que Kafka jamás se había decidido a enviar a su padre y que, gracias a Brod, cualquier persona ha podido leer más tarde, salvo su destinatario. La indiscreción de Brod no tiene para mí excusa alguna. Traicionó a su amigo. Actuó contra su voluntad, contra el sentido y el espíritu de su voluntad, contra su naturaleza púdica, que él conocía.

11

Hay una diferencia de esencia entre, por un lado, la novela y, por otro, las memorias, la biografía, la autobiografía. El valor de una biografía consiste en la novedad y la exactitud de los hechos reales que se revelan. El valor de una novela, en la revelación de las posibilidades hasta entonces ocultas de la existencia como tal; dicho de otra manera, la novela descubre lo que está oculto en cada uno de nosotros. Uno de los elogios habituales que se hacen de la novela consiste en decir: me identifico en el personaje del libro; tengo la impresión de que el autor está hablando de mí y me conoce; o en forma de agravio: me siento atacado, desnudado, humillado por esta novela. Jamás hay que burlarse de este tipo de juicios, aparentemente ingenuos: son la prueba de que la novela ha sido leída como novela.

Por eso la novela en clave (que habla de personas reales con la intención de que se las reconozca bajo nombres ficticios) es una falsa novela, algo estéticamente equívoco, moralmente sucio. ¡Kafka oculto bajo el nombre de Garta! Usted le objetará al autor: ¡Es inexacto! El autor: ¡No he escrito unas memorias, Garta es un personaje imaginario! Y usted: ¡Como personaje imaginario es inverosímil, está mal parido, escrito sin talento! El autor: Sin embargo, no es un personaje como los demás, ¡me permitió hacer revelaciones inéditas sobre mi amigo Kafka! Usted: ¡Revelaciones inexactas! El autor: ¡No he escrito mis memorias, Garta es un personaje imaginario!… Etc.

Por supuesto, cualquier novelista echa mano, quiéralo o no, de su vida; hay personajes completamente inventados, nacidos de su propia ensoñación, los hay nacidos de un único detalle observado en alguien, y todos deben mucho a la introspección del autor, a su conocimiento de sí mismo. El trabajo de la imaginación transforma estas inspiraciones y observaciones hasta tal punto que el novelista las olvida. Sin embargo, antes de publicar su libro, debería pensar en hacer inencontrables las claves que podrían ser reveladoras; ante todo por una mínima atención para con las personas que, para su sorpresa, encontrarán fragmentos de su vida en una novela, y después porque las claves (verdaderas o falsas) que ponemos en manos del lector no pueden sino llevarle a engaño; en lugar de buscar los aspectos desconocidos de la existencia, buscará en una novela aspectos desconocidos del autor; todo el sentido del arte de la novela quedará aniquilado como lo aniquiló, por ejemplo, ese profesor norteamericano que, armado de un inmenso llavero de llaves maestras, escribió la gran biografía de Hemingway: mediante la fuerza de su interpretación, transformó toda la obra de Hemingway en una única novela en clave; como si la hubiera vuelto del revés, como una chaqueta: repentinamente, los libros se encuentran, invisibles, al otro lado y, en el forro, se observan ávidamente los hechos (verdaderos o pretendidos) de su vida, hechos insignificantes, penosos, ridículos, triviales, tontos, mezquinos; así se deshace la obra, los personajes imaginarios se convierten en personajes de la vida del autor y la biografía incoa el proceso moral contra el escritor: hay, en un cuento, un personaje de madre mala: es a su propia madre a quien calumnia Hemingway; en otro cuento hay un padre crueclass="underline" es la venganza de Hemingway, a quien, siendo niño, el padre dejó que operaran de las amígdalas sin anestesia; en «Un gato bajo la lluvia», el anónimo personaje femenino se muestra insatisfecho «con su esposo egocéntrico y amorfo»: es la mujer de Hemingway, Hadley, la que se lamenta; en el personaje femenino de «Gente de verano» hay que ver a la mujer de Dos Passos: Hemingway quiso en balde seducirla y, en el cuento, abusa rastreramente de ella haciéndole el amor bajo los rasgos de un personaje; en «Más allá del río y bajo los árboles», un desconocido atraviesa un bar, es muy feo: Hemingway describe así la fealdad de Sinclair Lewis, que «profundamente herido por esta descripción cruel, murió tres meses después de la publicación de la novela». Y así sucesivamente, y así sucesivamente, de una delación a otra.