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Desde siempre los novelistas se han defendido contra este furor biográfico, cuyo representante-prototipo es, según Marcel Proust, Sainte-Beuve con su consigna: «La literatura no es distinta o, al menos, separable del resto del hombre…». Comprender una obra exige, pues, conocer ante todo al hombre, o sea, señala Sainte-Beuve, conocer la respuesta a cierto número de preguntas aun cuando «parecieran ajenas a la naturaleza de sus escritos: ¿qué pensaba él de la religión? ¿En qué le afectaba el espectáculo de la naturaleza? ¿Cómo se comportaba con relación a las mujeres, al dinero? ¿Era rico, pobre? ¿Cuál era su régimen, su manera de vivir el día a día? ¿Cuál era su vicio o su debilidad?». Este método casi policial requiere del crítico, comenta Proust, que «se rodee de toda la información posible sobre el escritor, que coleccione su correspondencia, que interrogue a los hombres a quienes conoció…».

Sin embargo, rodeado «de toda la información posible», Sainte-Beuve consiguió no reconocer a ningún gran escritor de su siglo, ni a Balzac, ni a Stendhal, ni a Baudelaire; al estudiar su vida, dejó fatalmente pasar su obra, ya que, dice Proust, «un libro es el producto de un otro yo distinto al que manifestamos en nuestros hábitos, en sociedad, en nuestros vicios»; «el yo escritor se muestra tan sólo en sus libros».

La polémica de Proust contra Sainte-Beuve tiene una importancia fundamental. Señalemos: Proust no reprocha a Sainte-Beuve que exagere; no denuncia los límites de su método; su juicio es absoluto: este método es ciego para con el otro yo del autor; ciego para con su voluntad estética; incompatible con el arte; dirigida contra el arte; misomúsico.

12

La obra de Kafka está publicada en Francia en cuatro volúmenes. El segundo volumen: relatos y fragmentos narrativos; o sea: todo lo que Kafka publicó durante su vida, más todo lo que se encontró en sus cajones: relatos no publicados, inacabados, esbozos, primeras ideas, versiones suprimidas o abandonadas. ¿Qué orden sigue todo esto? El encargado de la edición observa dos principios: 1) todas las prosas narrativas, sin distinguir su carácter, su género, ni hasta qué punto están acabadas, se sitúan en el mismo plano, y 2) están colocadas por orden cronológico, o sea en el orden de su nacimiento.

Por eso ninguna de las tres recopilaciones de relatos que Kafka compuso él mismo y mandó publicar (Contemplación, Un médico rural. Un campeón del ayuno) figura aquí en la forma en que Kafka lo hizo; estas recopilaciones simplemente han desaparecido; las prosas que contenían han quedado dispersas entre otras prosas (entre esbozos, fragmentos, etc.) según el principio cronológico; ochocientas páginas de prosas de Kafka se convierten así en un flujo en el que todo se disuelve en todo, un flujo informe como tan sólo puede ser el agua, agua que corre y arrastra con ella lo bueno y lo malo, lo acabado y lo no acabado, lo fuerte y lo flojo, esbozo y obra.

Brod había proclamado ya la «veneración fanática» con la que acogía cada palabra de Kafka. Los que se han cuidado de la obra de Kafka manifiestan la misma veneración absoluta por todo lo que ha tocado su autor. Pero hay que comprender el misterio de la veneración absoluta: es al mismo tiempo, y fatalmente, la negación absoluta de la voluntad estética del autor. Porque la voluntad estética se manifiesta tanto en lo que el autor escribió como en lo que suprimió. Suprimir un párrafo exige por su parte todavía más talento, cultura, fuerza creadora que el haberlo escrito. Publicar lo que el autor suprimió es, pues, el mismo acto de violación que censurar lo que decidió conservar.

Lo que es válido para las supresiones en el microcosmos de una obra particular es válido para las supresiones en el macrocosmos de una obra completa. Ahí también, a la hora del balance, el autor, guiado por sus exigencias estéticas, deja siempre de lado lo que no le satisface. Así, Claude Simon ya no permite la reimpresión de sus primeros libros. Faulkner proclamó explícitamente no querer dejar como huella «nada más que los libros impresos», dicho de otra manera, nada de lo que los hurgadores de cubos de basura iban a encontrar tras su muerte. Pedía, pues, lo mismo que Kafka y fue tan bien obedecido como éclass="underline" se publicó todo lo que se pudo encontrar. Compro la Sinfonía nº 1 de Mahler interpretada bajo la dirección de Seiji Ozawa. Esta sinfonía en cuatro movimientos tuvo antes cinco, pero, después de la primera ejecución, Mahler dejó definitivamente de lado el segundo, que no existe en ninguna partitura impresa. Ozawa lo reincorporó a la sinfonía; así cada cual puede por fin entender que Mahler fue muy lúcido al suprimirlo. ¿Debo seguir? La lista no tiene fin.

La manera según la cual se publicó en Francia la obra completa de Kafka no choca a nadie; responde al espíritu del tiempo: «Kafka se lee entero», explica el encargado de la edición. «Entre sus distintos modos de expresión, ninguno puede reivindicar una dignidad mayor que la de los demás. Así lo ha decidido la posteridad, que somos todos; es un juicio que comprobamos y que hay que aceptar. Se va a veces más lejos: no sólo se rechaza toda jerarquía entre los géneros, sino que se niega que existan géneros, se afirma que Kafka habla en todas partes el mismo lenguaje. Por fin se daría con él el caso buscado por todas partes o siempre esperado de una coincidencia perfecta entre lo vivido y la expresión literaria.»

«Coincidencia perfecta entre lo vivido y la expresión literaria.» No es otra cosa que una variante del eslogan de Sainte-Beuve: «Literatura inseparable de su autor». Eslogan que recuerda: «La unidad de la vida y de la obra». Lo cual evoca la célebre fórmula falsamente atribuida a Goethe: «La vida como una obra de arte». Estas mágicas locuciones son a la vez perogrulladas (por supuesto, lo que hace el hombre es inseparable de él), antífrasis (inseparable o no, la creación supera a la vida), tópicos líricos (la unidad de la vida y de la obra «siempre buscada y por todas partes esperada» se presenta como estado ideal, utopía, paraíso perdido por fin reencontrado), pero, sobre todo, delatan el deseo de negar al arte su estatuto autónomo, de relegarlo adonde ha salido, a la vida del autor, de diluirlo en esa vida, y de negar así su razón de ser (si una vida puede ser obra de arte, ¿para qué las obras de arte?). Trae sin cuidado el orden que Kafka decidió dar a la sucesión de sus cuentos en sus recopilaciones, porque la única sucesión válida es la que dicta la vida misma. Poco importa el Kafka artista que molesta con su estética oscura, porque se quiere a Kafka en cuanto unidad de lo vivido y de la escritura, el Kafka que tenía una relación difícil con su padre y no sabía cómo comportarse con las mujeres. Hermann Broch protestó cuando se puso su obra en un contexto pequeño junto a Svevo y Hofmannsthal. Pobre Kafka, no se le ha concedido ni ese pequeño contexto. Cuando se habla de él, no se recuerda a Hofmannsthal, ni a Mann, ni a Musil, ni a Broch; se le deja tan sólo un único contexto: Felice, el padre, Milena, Dora; se le relega al mini-mini-mini-contexto de su biografía, lejos de la historia de la novela, muy lejos del arte.