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13

Los Tiempos Modernos hicieron del hombre, del individuo, de un ego pensante, el fundamento de todo. De esta nueva concepción del mundo también resulta la nueva concepción de la obra de arte. Se convierte en la expresión de un individuo único. En el arte era donde se realizaba, se confirmaba, encontraba su expresión, su consagración, su gloria, su monumento, el individualismo de los Tiempos Modernos.

Si una obra de arte es la emanación de un individuo y de su unicidad, es lógico que este ser único, el autor, posea todos los derechos sobre lo que es exclusiva emanación suya. Tras un largo proceso que dura siglos, estos derechos adquieren su forma jurídicamente definitiva en la Revolución francesa, que reconoció la propiedad literaria como «la más sagrada, la más personal de todas las propiedades».

Recuerdo el tiempo en que estaba hechizado por la música popular morava; la belleza de las fórmulas melódicas; la originalidad de las metáforas. ¿Cómo nacieron estas canciones? ¿Colectivamente? No; ese arte tuvo sus creadores individuales, sus poetas y sus compositores aldeanos, pero, una vez lanzada su invención al mundo, no tuvieron posibilidad alguna de seguirla y protegerla contra los cambios, las deformaciones, las eternas metamorfosis. Me sentía entonces muy cercano a quienes veían en ese mundo sin propiedad artística una especie de paraíso: un paraíso en el que todos hacían poesía para todos.

Evoco este recuerdo para decir que el gran personaje de los Tiempos Modernos, el autor, sólo emerge progresivamente durante los últimos siglos, y que, en la historia de la humanidad, la época de los derechos de autor es un momento fugaz, breve como un destello de magnesio. Sin embargo, sin el prestigio del autor y de sus derechos, el gran auge del arte europeo de los últimos siglos habría sido impensable, y con él la mayor gloria de Europa. La mayor gloria, o tal vez la única, porque, vale más recordarlo, no fue por sus generales ni por sus hombres de Estado por lo que Europa fue admirada incluso por aquellos a quienes ella había hecho sufrir.

Antes de que el derecho de autor se convirtiera en ley, fue necesaria cierta predisposición de espíritu favorable al autor. Este estado de espíritu que durante siglos se formó lentamente me parece que está deshaciéndose hoy. De lo contrario no sería posible que unos compases de una sinfonía de Brahms fuesen el acompañamiento musical de la publicidad de un papel higiénico. Ni que se publicase entre aplausos las versiones reducidas de las novelas de Stendhal. Si existiera aún ese estado de espíritu que respeta al autor, la gente se preguntaría: ¿estaría de acuerdo Brahms? ¿No se enfadaría Stendhal?

Me entero de la nueva redacción de la ley sobre los derechos de autor: los problemas de los escritores, de los compositores, de los pintores, de los poetas, de los novelistas ocupan en ella un ínfimo lugar, la mayor parte del texto está dedicada a la gran industria audiovisual. Nadie pone en duda que esta inmensa industria exige reglas de juego del todo nuevas. Porque la situación ha cambiado: lo que se sigue llamando arte es cada vez menos «expresión de un individuo original y único». Cómo puede el guionista de una película que ha costado millones hacer valer sus derechos morales (o sea el derecho de impedir que se toque lo que escribió) cuando, en esta creación, participa un batallón de otras personas que también se consideran autores y cuyos derechos morales se limitan recíprocamente; y cómo reivindicar nada en contra de la voluntad del productor cuando, sin ser autor, es en realidad el verdadero amo de la película.

Sin que su derecho se limite, los autores de las artes a la antigua se encuentran de golpe en otro mundo, en el que el derecho de autor está perdiendo su aura. En este nuevo clima, los que transgreden los derechos morales de los autores (los adaptadores de novelas; los hurgadores de cubos de basura que se apoderan de las ediciones llamadas críticas de los grandes autores; la publicidad que disuelve el patrimonio milenario en sus rosadas salivas; las revistas que reproducen sin permiso todo lo que quieren; los productores que intervienen en la obra de los cineastas; los directores de teatro que tratan los textos con tal libertad que tan sólo un loco podría todavía escribir para el teatro; etc.) encontrarán, en caso de conflicto, la indulgencia de la opinión, mientras que el autor que apele a sus derechos morales correrá el riesgo de quedar privado de la simpatía del público y con un apoyo jurídico más bien molesto, pues incluso los guardianes de las leyes no son insensibles al espíritu del tiempo.

Pienso en Stravinski. En su esfuerzo gigantesco por conservar toda su obra en su propia interpretación como un indestructible patrón. Samuel Beckett se comportaba de modo muy parecido: acompañaba el texto de sus obras con instrucciones escénicas cada vez más detalladas e insistía (contrariamente a la tolerancia corriente) en que fueran estrictamente observadas; asistía con frecuencia a los ensayos para poder aprobar la puesta en escena y, a veces, la hacía él mismo; publicó incluso un libro con las notas destinadas a la puesta en escena alemana de Fin de partida para que quedara fijada para siempre. Su editor y amigo. Jérôme Lindon, vigila, de ser necesario a costa de un proceso, que se respete su voluntad de autor, incluso después de su muerte.

Este esfuerzo máximo para otorgar a una obra un aspecto definitivo, del todo terminado y controlado por el autor, no tiene parangón en la Historia. Como si Stravinski y Beckett quisieran proteger su obra no sólo de la práctica corriente de las deformaciones, sino también de un porvenir cada vez menos dispuesto a respetar un texto o una partitura; como si quisieran dar el ejemplo, el último ejemplo de lo que es la concepción suprema del autor, del autor que exige la realización entera de sus voluntades.

14

Kafka envió el manuscrito de La metamorfosis a una revista cuyo redactor, Robert Musil, se mostró dispuesto a publicarla a condición de que el autor la redujera. (¡Ah, tristes encuentros los de grandes escritores!) La reacción de Kafka fue glacial y tan categórica como la de Stravinski frente a Ansermet. Podía soportar la idea de no ser publicado, pero la idea de ser publicado y mutilado le resultó insoportable. Su concepción del autor era tan absoluta como la de Stravinski y Beckett, pero así como éstos consiguieron más o menos imponer la suya, él fracasó. En la historia del derecho de autor, este fracaso constituye un giro.

Cuando Brod publicó, en 1925, en su Postfacio a la primera edición de El proceso, las dos cartas conocidas como el testamento de Kafka, explicó que Kafka sabía muy bien que sus deseos no serían atendidos. Admitamos que Brod haya dicho la verdad, que realmente estas dos cartas no hayan sido sino un simple gesto de humor, y que, en lo que se refiere a una eventual (muy poco probable) publicación postuma de lo que Kafka había escrito, todo había quedado claro entre los dos amigos; en tal caso, Brod, que era su albacea, podía asumir toda la responsabilidad y publicar lo que le viniera en gana; en tal caso, no tenía deber moral alguno de informamos de la voluntad de Kafka, que, según él, no era válida o había quedado superada.