Sin embargo, se precipitó a publicar esas cartas «testamentarias» y a darles toda la resonancia posible; en efecto, estaba ya creando la mayor obra de su vida, su mito de Kafka, una de cuyas piezas maestras era precisamente esta voluntad, única en la Historia, la voluntad de un autor que quiere aniquilar su obra. Y así es como ha quedado Kafka grabado en la memoria del público. De acuerdo con lo que Brod nos hace creer en su novela mitógrafa, en la que, sin matiz alguno, Garta-Kafka quiere destruir todo lo que ha escrito; ¿debido a su insatisfacción artística? Ah no, el Kafka de Brod es un pensador religioso; recordémoslo: al querer no ya proclamar, sino «vivir su fe», Garta no prestaba mayor importancia a sus escritos, «pobres escalones que debían ayudarle a alcanzar las cimas». Nowy-Brod, su amigo, se niega a obedecerle porque, aun cuando lo que Garta ha escrito no son sino «simples probaturas», éstas podían ayudar «a los hombres errantes en la noche» en su búsqueda del «bien superior e irreemplazable».
Con el «testamento» de Kafka, nació la mayor leyenda del san Kafka-Garta, y con ella también una pequeña leyenda de su profeta Brod, quien, con patética honradez, hizo pública la última voluntad de su amigo confesando al mismo tiempo por qué, en nombre de los más altos principios («el bien superior e irreemplazable»), decidió no obedecerle. El gran mitógrafo ganó su apuesta. Su acto fue elevado a rango de gran gesto digno de ser imitado. Porque, ¿quién podría poner en duda la fidelidad de Brod a su amigo? ¿Y quién se atrevería a dudar del valor de cada frase, de cada palabra, de cada sílaba que Kafka ha dejado a la humanidad?
Así pues, Brod creó el ejemplo que debe seguirse de la desobediencia a los amigos muertos; toda una jurisprudencia para aquellos que quieren no hacer caso de la última voluntad de un autor o divulgar sus secretos más íntimos.
15
En lo que se refiere a los cuentos y las novelas inacabados, admito de buena gana que habrían puesto a cualquier albacea en una situación bastante incómoda. Porque, entre estos escritos de desigual importancia, se encuentran tres novelas; y Kafka nunca escribió nada más grande. Por lo tanto no es en absoluto anormal que, debido al hecho de que estaban inacabadas, las pusiese en la columna de los fracasos; un autor puede difícilmente creer que el valor de la obra que no ha llevado hasta el final sea ya perceptible, antes de que se acabe, con casi toda su claridad. Pero lo que a un autor le resulta imposible ver puede parecerle muy claro a un tercero. Sí, debido a estas tres novelas que admiro infinitamente me habría sentido terriblemente incómodo de haberme encontrado en la situación de Brod.
¿Quién habría podido aconsejarme?
El que es nuestro más grande Maestro. Abramos el Quijote, la primera parte, capítulos XII, XIII, XIV: Don Quijote se encuentra con Sancho en las montañas, donde se entera de la historia de Grisóstomo, joven poeta que se ha enamorado de una pastora; pero ella no le quiere y Grisóstomo pone fin a sus días. Don Quijote decide ir a su entierro. Ambrosio, amigo del poeta, dirige la pequeña ceremonia. Al lado del muerto cubierto de flores hay unos libros de notas y hojas con poemas. Ambrosio explica ante la concurrencia que Grisóstomo le pidió que los quemara.
En ese momento, interviene el señor Vivaldo, un curioso que se había unido a los enlutados: se pregunta si quemar su poesía responde realmente a la voluntad del muerto, ya que la voluntad debe ser razonable y ésta no lo es. Sería, pues, mejor ofrecer su poesías a los demás, para que puedan brindarles placer, sabiduría, experiencia. Y, sin esperar la respuesta de Ambrosio, alarga la mano y recoge algunas de las hojas que están más cerca de él. Ambrosio le dice: «Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con lo que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano».
«Por cortesía consentiré»: quiere decir que, incluso si el deseo del amigo muerto tiene para mí vigor de ley, no soy un servidor de las leyes, las respeto como ser libre que no se ciega ante otras razones, opuestas a la ley, como por ejemplo la cortesía o el amor al arte. Por eso «consentiré que os quedéis, señor, con lo que ya habéis tomado», esperando que mi amigo me perdone. A pesar de que, mediante esta excepción, haya transgredido su deseo, que para mí es ley; lo hice bajo mi propia responsabilidad, corriendo mis propios riesgos, y lo hice como aquel que transgrede la ley, no como aquel que la niega o la anula; por eso «pensar que no dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano».
16
Un programa de televisión: tres mujeres célebres y admiradas proponen colectivamente que también las mujeres tengan derecho a ser enterradas en el Panteón de París. Hay que pensar, dicen, en el significado simbólico de semejante acto. Y enseguida dan los nombres de algunas de las grandes damas muertas que, según ellas, deberían ser trasladadas allí.
La reivindicación es justa, sin duda: sin embargo, algo me turba: algunas de esas damas muertas que podrían ser inmediatamente trasladadas al Panteón ¿acaso no descansan al lado de sus maridos? Seguramente; y lo habrán querido así. ¿Qué se haría con los maridos? ¿Transferirlos a ellos también? Difícil; al no ser tan importantes, deberán permanecer allí donde están, y las damas trasladadas pasarán la eternidad en una soledad de viudas.
Luego me dije: ¿y los hombres? Pues sí, ¡los hombres! ¡Quién sabe si están voluntariamente en el Panteón! Después de su muerte, sin pedirles su opinión, y seguramente contra su voluntad, se decidió convertirlos en símbolos y separarlos de sus mujeres.
Después de la muerte de Chopin, los patriotas polacos despedazaron su cadáver para quitarle el corazón. Nacionalizaron ese pobre músculo y lo enterraron en Polonia.
Se trata a un muerto como un despojo o como un símbolo. La misma falta de respeto que para con su individualidad desaparecida.
17
Ah, qué fácil es desobedecer a un muerto. Si pese a ello, a veces, nos sometemos a su voluntad, no es por temor, por obligación, es porque le queremos y nos negamos a creer que está muerto. Si un viejo campesino, en su agonía, le ha rogado a su hijo que no tire abajo el viejo peral que hay delante de la ventana, el peral no será abatido mientras el hijo recuerde con amor a su padre.
Poco tiene que ver esto con una fe religiosa en la vida eterna del alma. Simplemente un muerto a quien quiero jamás será un muerto para mí. No puedo siquiera decir: le he querido; no, le quiero. Y si me niego a hablar de mi amor por él en el pasado, eso quiere decir que el que está muerto está. Ahí es donde tal vez se encuentre la dimensión religiosa del hombre. En efecto, la obediencia a la última voluntad es misteriosa: supera toda reflexión práctica y racionaclass="underline" el viejo campesino nunca sabrá, en su tumba, si el peral ha sido o no abatido; sin embargo, para el hijo que le quiere resulta imposible no obedecerle.
Hace mucho tiempo, me emocionó (y me sigue emocionando) la conclusión de la novela de Faulkner, Las palmeras salvajes. La mujer muere tras un aborto fallido, el hombre es preso, condenado a diez años; le llevan a su celda un comprimido blanco, veneno; pero aleja enseguida la idea del suicidio, ya que la única manera de prolongar la vida de la mujer amada es conservarla en su recuerdo.
«… cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser; y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí», pensó él, «entre la pena y la nada elijo la pena.»