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Señalémoslo: no ataque; ambigüedad; la segunda parte de Los versos satánicos (o sea la parte incriminada que evoca a Mahoma y la génesis del Islam) se presenta como un sueño de Gibreel Farishta, quien, después, realizará según este sueño una película de pacotilla en la que desempeñará él mismo el papel del arcángel. El relato queda así doblemente relativizado (primero como sueño, después como una mala película que será un fracaso), presentado, pues, no como una afirmación, sino como una invención lúdica. ¿Invención descortés? Lo cuestiono: me hizo comprender, por primera vez en mi vida, la poesía de la religión islámica, del mundo islámico.

Insistamos sobre este comentario: no hay lugar para el odio en el universo de la relatividad novelesca: el novelista que escribe una novela para ajustar cuentas (ya sean cuentas personales o ideológicas) está destinado al total y asegurado naufragio estético. Ayesha, la joven que conduce a la muerte a los aldeanos alucinados, es un monstruo, por supuesto, pero es también seductora, maravillosa (aureolada de mariposas que la acompañan por todas partes) y, muchas veces, conmovedora: incluso en el retrato de un imán emigrado (retrato imaginario de Jomeini) se halla una comprensión casi respetuosa; la modernidad occidental es observada con escepticismo, en ningún caso se presenta como superior al arcaísmo oriental; la novela «explora histórica y psicológicamente» antiguos textos sagrados, pero también, además, muestra hasta qué punto quedan envilecidos por la tele, la publicidad, la industria de la diversión; ¿acaso los personajes gauchistes, que estigmatizan la frivolidad de este mundo moderno, se benefician de una inquebrantable simpatía por parte del autor? ¡No! Son lamentablemente ridículos e igual de frívolos que la frivolidad que les rodea; nadie tiene razón y nadie se equivoca enteramente en ese inmenso carnaval de la relatividad que es esta obra.

En Los versos satánicos, pues, es el arte de la novela como tal el que se incrimina. Por eso, de toda esta triste historia, lo más triste no es el veredicto de Jomeini (que resulta de una lógica atroz pero coherente), sino la incapacidad de Europa para defender y explicar (explicarse pacientemente a sí misma y explicar a los demás) el arte europeo por excelencia, que es el arte de la novela, o sea, para explicar y defender su propia cultura. Los «hijos de la novela» han dejado caer el arte que les ha formado. Europa, la «sociedad de la novela», se ha abandonado a sí misma.

No me extraña que algunos teólogos sorbonitas, auténtica policía ideológica de ese siglo XVI que encendió tantas hogueras, le hicieran la vida difícil a Rabelais, obligándole a huir y ocultarse. Lo que me parece mucho más sorprendente y digno de admiración es la protección que le dieron algunos hombres poderosos de su tiempo, el cardenal Du Bellay por ejemplo, el cardenal Odet, y sobre todo Francisco I, rey de Francia. ¿Quisieron acaso defender algún principio? ¿La libertad de expresión? ¿Los derechos del hombre? La razón de su actitud era mejor: amaban la literatura y las artes.

No veo a ningún cardenal Du Bellay, a ningún Francisco I en la Europa de hoy. Pero ¿es Europa todavía Europa? ¿O sea «la sociedad de la novela»? Dicho de otra manera: ¿se encuentra aún en los Tiempos Modernos? ¿No está acaso entrando en otra época que todavía no tiene nombre y para la que estas artes ya no tienen mucha importancia? ¿Por qué, si no, extrañarse de que no se haya sentido extremadamente conmovida cuando, por primera vez en su historia, el arte de la novela, su arte por excelencia, ha sido condenado a muerte? En esta nueva época, posterior a los Tiempos Modernos, ¿no vive la novela, desde hace ya cierto tiempo, una vida de condenado?

Novela europea

Para delimitar con exactitud el arte al que me refiero, lo llamo novela europea. No quiero decir con ello: novelas creadas en Europa por europeos, sino: novelas que forman parte de la historia que empezó en el albor de los Tiempos Modernos en Europa. Hay por supuesto otras novelas: la novela china, japonesa, la novela de la Antigüedad griega, pero esas novelas no están vinculadas por ninguna continuidad de evolución a la empresa histórica que surge con Rabelais y Cervantes.

Me refiero a la novela europea no sólo para diferenciarla de la novela (por ejemplo) china, sino también para decir que su historia es trasnacional; que la novela francesa, la inglesa o la húngara no están capacitadas para crear su propia historia autónoma, sino que participan todas de una historia común, supranacional, que crea el único contexto en el que pueden revelarse, tanto la evolución de la novela como el valor de las obras en particular.

Cuando se dieron distintas fases de la novela, distintas naciones retomaron la iniciativa como en una carrera de relevos: primero Italia con Boccaccio, el gran precursor; luego Francia con Rabelais; después la España de Cervantes y de la novela picaresca; el siglo XVIII de la gran novela inglesa con, hacia el final, la intervención alemana de Goethe; el siglo XIX, que pertenece por entero a Francia, con, en el primer tercio, la entrada de la novela rusa e, inmediatamente después, la aparición de la novela escandinava. Luego, el siglo XX y su aventura centroeuropea con Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz…

Si Europa fuera una única nación, no creo que la historia de su novela hubiera podido durar con semejante vitalidad, con semejante fuerza y semejante diversidad durante cuatro siglos. Son las situaciones históricas siempre nuevas (con su nuevo contenido existencial) que aparecen a veces en Francia, a veces en Rusia, luego en otra parte y en otra aún, las que volvieron una y otra vez a poner en marcha el arte de la novela, las que aportaron nuevas inspiraciones, le sugirieron nuevas soluciones estéticas. Como si la historia de la novela durante su trayecto despertara una tras otra las distintas partes de Europa, confirmándolas en su especificidad e integrándolas a la vez en una conciencia europea común.

Es en nuestro siglo cuando, por primera vez, las grandes iniciativas de la historia de la novela europea nacen fuera de Europa: ante todo en Norteamérica, en los años veinte y treinta, luego, con los años sesenta, en Hispanoamérica. Después del placer que me produjo el arte de Patrick Chamoiseau, novelista antillano, y más adelante el de Rushdie, prefiero hablar más globalmente de novela por debajo del paralelo treinta y cinco, o de novela del sur: una nueva gran cultura novelesca que se caracteriza por un extraordinario sentido de lo real unido a una desbocada imaginación que va más allá de las reglas de la verosimilitud.

Esta imaginación me encanta sin que comprenda muy bien de dónde proviene. ¿Kafka? Sin duda. Para nuestro siglo, fue él quien legitimó lo inverosímil en el arte de la novela. No obstante, la imaginación kafkiana es distinta de la de Rushdie o de la de García Márquez; esta imaginación pictórica parece arraigada en la cultura muy específicamente del sur; por ejemplo, en su literatura oral, siempre viva (Chamoiseau se reconoce parte de los contadores créoles de cuentos) o, en el caso de Hispanoamérica, como le gusta recordar a Fuentes, en su barroco, más exuberante, más «loco» que el de Europa.

Otra clave de esta imaginación: la tropicalización de la novela. Pienso en esa fantasía de Rushdie: Farishta vuela por encima de Londres y desea «tropicalizar» esa ciudad hosticlass="underline" hace un resumen de los beneficios de la tropicalización: «instauración de la siesta nacional […], nuevas especies de pájaros en los árboles (araraunas, pavos reales, cacatúas), nuevos árboles bajo los pájaros (cocoteros, tamarindos, banianos de largas barbas colgantes) […], fervor religioso, agitación política […], los amigos empezarán a visitarse sin cita previa, clausura de las residencias de ancianos. Fomento de la familia numerosa. Comida picante […]. Inconvenientes: cólera, tifus, salmonela, cucarachas, polvo, ruido, una cultura de excesos».